Nuestro examen de conciencia colectivo discurre por un breve lapso de tiempo en una capital de Provincia del interior, lo suficientemente extensa y poblada para que los individuos de esta muestra no mantengan relaciones personales entre sí, en su mayor parte, pero lo bastante reducida como para alojar una interacción azarosa de personajes.
El propósito de este estudio no es lograr vernos reconocidos en alguna o algunas de las facetas humanas expuestas, sino el poder reconocer, imputar, valorar y juzgar impune y despiadadamente a nuestros congéneres. ¿Tentador, no?
Existe en esta ciudad una gran avenida que constituye el epicentro social, cultural y económico de la vida de sus habitantes, la Avenida Jose Luis Cantero. En la misma se apilan, y en ocasiones circulan, cientos de turismos, monovolúmenes, camionetas de reparto, motocicletas, todoterrenos y hasta algún ciclista atrevido; que tratan de sortear las numerosas rotondas, desmesuradas e inoportunas, que paradójicamente complican el flujo de los vehículos en vez de facilitarlo.
Si tomamos la Avenida Jose Luis Cantero en dirección a la autovía, y giramos en la tercera rotonda a mano izquierda, conseguiremos escapar de la marea multicolor de coches enfurecidos, internándonos en el barrio de Santa Lucia. En este punto habremos cambiado los, en el contexto, grandes edificios de oficinas cuyos bajos ocupan primordialmente multitud de bancos, joyerías, inmobiliarias, aseguradoras y alguna que otra cafetería, por un ambiente sosegado; de miércoles por la mañana, de repartidores aparcando en doble fila impasibles ante la espera resignada de todo aquel que no es repartidor, y por tanto no tiene urgencia ni derecho alguno a protestar, de jubilados regordetes con caritas de gnomo charlando amistosamente bajo el reconfortante sol de las once, de aperturas de persianas metálicas que ocultan negocios unifamiliares, de pequeñas inmobiliarias que no se han podido instalar en la avenida por ser victimas, al tiempo que beneficiarias, de la especulación, de partida de dominó en la terraza del “Bar Cuco” y otras tantas escenas que se vienen sucediendo día tras día en el marco que nos ocupa.
Sobre el rótulo de un videoclub que requiere traspaso, hay un balcón de uno por dos metros y medio que, al igual que el resto de los que asoman de cada una de las tres plantas del viejo edificio al que pertenecen, necesita una reforma por obvias razones de seguridad. El balcón que nos atañe está decorado con un juego (una mesa y una silla) de terraza de plástico rojo, y una línea de calcetines y camisetas pendientes de la baranda. Si nos atreviésemos a atravesar las ventanas, nos toparíamos con una combinación decorativa de lo más incoherente; junto a muebles clásicos mal conservados, visillos cubrelotodo, estanterías pobladas de recuerdos de primera comunión, figuritas de arlequines, una colección de dedales y el viejo televisor acabado en conglomerado de madera, encontraríamos posters de todo tipo, una señal de prohibido aparcar de ocho a dos, cinco velas de colores, la Playstation, una lámina de Braque y los restos de un botellón.
Los inquilinos de este apartamento, como pueden figurarse, son tres estudiantes de segundo año de universidad. Marta fue una chica modelo durante el periodo escolar y el instituto, pero digamos que el hecho de toparse de frente con la ciudad, dejando atrás el pueblo, sus padres y sus amigas de toda la vida, le ha abierto una serie de posibilidades que hasta entonces ni siquiera imaginaba, aún a costa de bajar notablemente el rendimiento académico. Es una chica de las que podemos denominar “pijas”: pendientes de perlas adornando sus orejas veinteañeras que sin remedio seguirán creciendo, coleta apretada a conciencia, bien complementada, jeans apretados, jersey a la cintura, camisa de finas listas con el cuello de pico alzado a juego con el niqui azul de su musculoso y engominado novio, embutido en un pantalón de pinzas beige. Ambos son amantes del deporte y la vida sana. No podemos decir que sean abstemios, al menos él, pero gustan de cuidar sus jóvenes cuerpos tal y como lo manda el canon del gimnasio al que acuden cuatro veces por semana ella, diariamente él. Cuando se instaló en el piso, Marta no terminó de caer en gracia a sus dos compañeros, Manolo y Fede, que no acababan de entender cómo no participaba en el fondo común destinado al sustento; aunque resultó ser una cuestión que quedó claramente zanjada una vez que la chica hubo ojeado los armarios de la cocina y la nevera. “A mi es que…no me gustan todas estas cosas, prefiero comer algo más sano”. Si bien, tomó un tiempo que Manolo se acostumbrase a los “Special K” de Marta, sus galletas de arroz, las ensaladas de pepino y lechuga sin aceite, el arroz integral, el jamón a la plancha, y el innumerable surtido de productos “bio”, “diet” y “plus”, para Fede, aquella persona de extrañas costumbres quedaba de entrada marcada con el estigma del recelo.
Manolo y Marta fueron estrechando su relación con el paso de las semanas, y era habitual verlos de cuando en cuando tomando un piscolabis en la cafetería de cualquier facultad, mientras que los problemas con Fede se sucedían irremediablemente por las más nimias razones. Asuntos como la limpieza del piso, la titularidad de una balda del cuarto de baño o una plantita de interior sobre la mesa del comedor eran motivo de acaloradas discusiones de las que habitualmente Federico salía vencedor, haciendo gala de un despecho y una crueldad impropia entre compañeros de piso; hasta el punto en que Alfonso, el novio vigoréxico de Marta, llegó a tomar cartas en el asunto, sin llegar a utilizar la violencia, por suerte para el otro chico.
Y entre este afán por proteger a su novia, y los celos que despertaba en él Manolo, Alonso fue dejándose ver más a menudo por el piso. Lejos de sus temores iniciales, comprobó que Manolo no suponía una amenaza para su relación, es más, llegó a sentir cierta simpatía hacia el muchacho e incluso disfrutaba en los encuentros de cafetería a los que se había unido en un principio por motivos bien distintos. Durante estas charlas, era tema recurrente el criticar a Fede y el tratar de hallar el origen de semejante rencor hacia Marta. Y en verdad que la odiaba, Federico aborrecía a Marta con todo su ser, ella reunía todas las características femeninas que ansiaba encontrar en una mujer y que nunca había conseguido alcanzar; rechazo tras rechazo, decidió que cierto tipo de chicas no eran mas que estúpidas engreídas llamadas a terminar en brazos de otros estúpidos.
Y mientras ellas o ella, más concretamente, estaba en brazos de otros estúpidos, o en una mesa de la cafetería en la facultad, Federico aprovechaba las horas que restaban de la mañana para recoger del salón los despojos de la orgía etílica que habían tenido él y sus amigos, sabios del cómic y los videojuegos, de la saga de La Guerra de las Galaxias, de videos de deportes extremos y otros aspectos imprescindibles de la cultura contemporánea. Listo el salón y fregados los vasos, Federico se deja llevar por la rutina, y antes de darse una ducha, guía sus pasos hasta la habitación de su compañera de piso; silbando su típica cancioncilla, como si la cosa no fuera con él, abre el armario empotrado y tras deslizar su mano sobre la colección de camisas, camisetas, faldas y pantalones que descansaban en perchas bajo la barra, tira graciosamente del segundo cajón, donde a conciencia sabe que le esperaba su botín. Extendió como siempre la toalla de baño que utilizaba para estas ocasiones sobre la cama de Marta, volvió al cajón, buscando entre su contenido agarró esas braguitas de encaje moradas que conocía de otras veces y se tumbó sobre la toalla, destapó el frasquito de agua de jazmín que la usuaria de aquella habitación tenía sobre la mesita de noche y pulsó el difusor una sola vez, dirigiendo el perfume hacia su muñeca. Estaba totalmente cachondo, lo estuvo desde que su mano entró en contacto con el pomo de la puerta; olisqueando con los ojos cerrados su propio brazo y chupándolo un poco más abajo, procedió a envolverse la polla con las bragas de marta. No hay que ser un lince para adivinar qué pensaba en esos momentos, quizás a la estúpida de Marta, tan odiada por él, cabalgando sobre sus caderas, apoyando las manos en su pecho, poniéndole ojos de “perdóname por ser así”. Justo antes de eyacular, lanzaba las bragas al suelo, se volteaba sobre sí mismo y disparaba su esperma sobre la toalla, frotándose suavemente con ella. Lógicamente, de toda aquella escena no quedaba vestigio alguno pasado apenas un minuto y medio. “¡Y a la ducha!”.
Otro tema de conversación en la facultad era el por qué faltaba tanto a clase Federico, en verdad, el introvertido compañero reinaba sobre horas de conversación, sazonando las cervezas que Alfonso y Manolo iban vaciando a lo largo de la velada; Marta no, no tomaba alcohol, ni tan solo una Coca cola. No siempre había sido así, hace unos años, durante la etapa de su vida en que la definían como una chica “rellenita”, Marta amaba la Coca cola, un día decidió empezar a tomar Coca cola Light, posteriormente se pasó a la Coca cola Light sin cafeína, a la Coca cola diet, la Coca cola zero y, finalmente, eliminó aquella bebida del diablo de entre los líquidos a ingerir; ahora en los bares pedía normalmente Fontbella Sensación (agua mineral con extracto de limón, o de mandarina, o manzana, o fresa y melocotón), mucho más saludable; y si era invierno, una tilita con sacarina.
A pesar de no tomar cafeína, Marta se despertaba algunas noches de madrugada. Al principio no pareció preocuparle, y lo achacaba al insomnio por los nervios de los exámenes, no le preocupaba perder tiempo de descanso, sino el cómo empleaba ese tiempo. La primera vez fue por desesperación, la segunda por aburrimiento, la tercera…puro vicio. Ahora, Marta espera ansiosa el momento en que su cuerpo le dé la señal para levantarse. Descalza, con todo el sigilo del que es capaz, recorre el pasillo a oscuras dirección a la cocina, toma una bandeja, un vaso y una servilleta, arranca con la mano un pedazo de pan duro del de toda la vida, nada de semillas de sésamo ni cereal integral, rellena sus pulmones de un aire que huele a furtivo y se presta a abrir la puerta del frigorífico. Es el momento que más le seduce y le aterra de toda la operación, el ruidito de las botellas de vidrio entrechocando, la ruptura del vació al separase las gomas del anclaje. Como una aparición mariana, la luz ilumina su rostro que se transforma al contemplar el sinfín de pecados en forma de manjares que se extienden frente a ella. Se deja llevar por la tripa de morcilla aún fresca que los padres de Fede le trajeron el domingo y corta un buen trozo, coge también cuatro lonchas de queso y un brik de leche entera, llena el vaso de la bandeja, añade tres cucharadas de Nesquick, de Fede, y retorna a la seguridad de su habitación, y su olor a agua de jazmín, para darse un buen atracón. Feliz por recordar el gusto de la morcilla, muy parecida a la de su pueblo, bebe un sorbito de leche y saca del cajón de su mesita el último Donut Bombon que queda en el paquete, lo disfruta, lo degusta con voracidad y se relame los dedos antes de terminar con el vaso de leche. Quizás hubiese empleado el mismo empeño si conociera el hecho de que alguien, aquella misma mañana, había frotado su miembro sonrojado contra aquel bollo, quizás no. Mañana por la mañana, Fede comprobará si el donut sigue allí.
Podemos dar por cierto, y modificar en nuestro provecho aquel refrán de “ojos que no ven, corazón que no siente”, sustituyendo “corazón” por “paladar”, porque a Marta parecen sentarle muy bien todos los alimentos que consume, con los que Federico previamente ha decidido frotarse; le sientan bien, tanto los alimentos como las decenas de horas que dedica al deporte mensualmente. Al margen del gimnasio, Marta y Alfonso acuden otras dos veces por semana al club de tenis de la ciudad para practicar este deporte aeróbico y tan recomendable, incluso Manolo llega a apuntarse en alguna ocasión a jugar un dobles con ellos junto a una chica con la que lleva saliendo algunas semanas. Los cuatro jóvenes disfrutan saludablemente, se retan se ríen y refuerzan sus vínculos, especialmente Alfonso y Manolo que ya se han convertido ya en íntimos.
No obstante, ella, el vínculo entre estos dos muchachos, pronto comienza a sentirse desplazada, porque a veces no cuenta para jugar al tenis o para tomar unas cervezas, porque en ocasiones pasan hasta cinco horas viendo películas de artes marciales; y claro, como ella le comenta a alguna que otra amiga: “Debería pasar más tiempo conmigo, que para eso soy su novia”. Los consejeros suelen quitarle hierro al asunto porque “es normal que se lleven bien”, “si Manolillo es un pedazo de pan”. Ésto no consigue sino alterarla aún más y que los celos incubados vayan desarrollándose de forma irrefrenable; y al eclosionar, pequeñas refriegas acaecen entre los dos compañeros sin llegar, por parte de ningún contendiente, a oídos del causante. Lo peor es que el celo se torna recíproco, aunque el propio Manolo no dé crédito e intente racionalizar el asunto; “si son mis amigos y son pareja, necesitan más intimidad.” Pero no puede evitarlo, cuando Alfonso le propone salir en bicicleta por algún sendero demasiado complicado para Marta, o cuando le invita a ver un partido de fútbol, al reír y criticar juntos la camisa de un hortera que desfila por cualquier bar; se siente orgulloso de tener un amigo como Alfonso, de ser la mano derecha de una persona tan buena, graciosa e inteligente; saca pecho cuando entra junto a él en una cafetería y la gente los admira tímidamente. Incluso ha llegado a apuntarse, para desquicio de Marta, al ya famoso gimnasio, y comparte cada tarde sesiones de musculación con él; que le asesora, cuida que no se lastime con malos movimientos, le motiva y alienta a desarrollar los distintos conjuntos musculares de su cuerpo. Pero Alfonso es mucho más que eso, es aquél en quien Manolo se mira, del que espera un mensaje en el móvil al salir de clase cada mañana, la persona a la que ama y a la que nunca se lo desvelará. Decimos nunca porque Manolo es un cobarde, o puede que tan sólo un pusilánime, porque siempre que Alfonso ridiculiza a una pareja de chicos que se besan sin ningún reparo en la calle, o cuando el objeto de mofa es “esa marica loca”, Manolo secunda, reafirma e incluso lleva más allá la burla. Sabiendo lo que siente, se niega a aceptarlo y prefiere no arriesgar y conformarse con sus pequeñas fantasías y ensoñaciones, que automáticamente descarta cuando detecta. Continúa batallando con Marta por la atención de Alfonso, consciente de no tener ninguna posibilidad, como un niño palestino empuñando una piedra frente a un tanque del Tzáhal. Mas sólo por un tiempo, hasta que decide buscar en Google algún psicólogo de su ciudad.
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