El aroma era de auténtico café, el cual recordó a Antton el viejo tostadero que había junto a su casa de la infancia.
-Un cortado, por favor –pidió sonriente-.
La camarera, de carnosos labios y cercana a los cuarenta, asintiendo con la cabeza y hablando con los ojos, se dirigió hacia la cafetera express.
Había algo extraordinario en aquella mirada o, por lo menos, así se lo pareció a Antton. Algo más que su color tostado, como el café, que le hizo sentirse agusto en aquel lugar.
-Aquí tienes –le dijo la camarera, con un timbre de voz que confirmaba la serenidad del momento-.
Apoyado en la barra, prendió un cigarrillo dispuesto a seguir contemplando el entorno. Apenas había cuatro o cinco clientes más: dos madres, sentadas en una mesa del fondo, que seguramente esperaban la salida del colegio de sus hijos; un jubilado con barba de varios días que apuraba su copa de anís y, a su derecha, de pie, una mujer que buscaba nerviosamente algo en el interior de su bolso de mano.
A Antton le sorpendieron aquellas manos fuertes y con cierto tono oscuro que, junto al chaleco impermeable azul que llevaba, le hizo pensar que sería empleada del surtidor de gasolina en la carretera general, a unos doscientos metros del pueblo.
El café estaba realmente exquisito, con cuerpo, de los que se dejan paladear sin prisa, cremoso. Aspiró una nueva bocanada de tabaco dejando fluir el humo lentamente y volvió a dirigir su mirada, difuminada en el espacio, hacia la mujer del chaleco. Sin saber por qué, sus ojos insistían en observar aquellas manos que rodeaban la taza en un intento de calentarse. Realmente hacía frío aquellos últimos días de febrero y trabajar a la intemperie debía resultar bastante duro.
De repente supo qué era lo que le llamaba tanto la atención de las manos de la mujer: las uñas. Eran todas largas y bien cuidadas, excepto las de los dedos índice y corazón de su mano izquierda. ¿A qué se debía este detalle? Podría ser que se las hubiese lastimado al forzar alguna tapa de uno de esos depósitos que se resisten a ser abiertos o, sencillamente, que fuese algo práctico, una costumbre que respondería a un fin concreto.
Pidió la cuenta a la camarera y, al ofrecerle los cambios de vuelta, ahora conscientemente, repasó uno a uno sus dedos. No había nada que confirmase la teoría que iba tomando fuerza en su mente, todas las uñas eran cortas, cosa lógica para su tipo de trabajo, donde una largura desmesurada resultaría incómodo y complicado de mantener.
Salió Antton de la cafetería decidido a continuar dando cuerpo a una teoría que por un lado se le antojaba absurda, pero que podía ser motivo de un estudio más pormenorizado: la autocomplacencia en la intimidad vista a través de las manos.
Como en todas las teorías, quedarían lagunas por resolver. No todas las mujeres sienten placer de igual manera, pero parece que algo sí quedaba claro: el modo de enfocar el tema habría de ser motivo de feroces críticas, por lo que resolvió guardar en secreto los sistemas y resultados de su estudio y, como mucho, hacer un comentario en alguna página de la red de redes sobre lo que una tarde de invierno observó en aquella cafetería, donde el aroma a café resultó ser el principio de una relación que relataría en otra noche de insomnio.
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