Un equívoco fatal
"No dejes crecer la hierba en el camino de la amistad."
Platón
El sucedido que da pie a este relato me fue comentado creo que por el año 1958 o 1957, por Lucio Bertelli, el capataz de mi cuñado, en circunstancias en que yo pasaba un fin de semana en la estancia, de paso hacia Pergamino, donde debía anudar algunos negocios.
Era una bella mañana de primavera y mientras caminábamos con mi hermana, conversando de pequeñeces, nos arrimamos al humeante asador donde estaba Lucio dándole instrucciones a un mensual. Al vernos nos saludó y nos presentó al hombre, un tal Elvino Barragán, amigo de la infancia, según nos dijo, y que había venido para prestar servicios por un tiempo.
El hombre, de cabellos entrecanos, nos clavó la mirada de sus ojos claros de un modo singular e hizo una leve inclinación de cabeza a la par que proseguía encendiendo un fuego. Algo debió sucederme al verlo, curiosidad o intriga no podría decirlo, ya que por la tarde, mientras deambulaba medio sin rumbo, me crucé con Lucio por el lado de los galpones y decidido lo detuve. Le inquirí pormenores de la vida de aquel sujeto. Sabedor de mi inclinación por las historias, sonrío y a la sombra de un enorme plátano me relató el extraño destino de su amigo.
Era el mayor de los cinco hijos de Servando Barragán, un ganadero de la provincia de Córdoba, hombre chapado a la antigua, con fama de calavera en sus mocedades, pero avisado y derecho en asuntos de dinero en su madurez, que hacía de la amistad un culto supremo. Los amigos lo tenían en alta estima tanto por sus valores morales como por su mano pródiga. Jamás dejó de ayudar a un camarada necesitado, y cuando socorría lo hacía con discreción y desinteresadamente. Era lo que se dice un hombre de honor. Su esposa provenía de una familia de vieja raigambre en la provincia de Salta y cuidaba de sus hijos como una gallina a sus pollitos, hasta que llegado el tiempo, las hijas se casaron y los tres varones pasaron a revestir bajo las órdenes del padre en los asuntos del campo.
Elvino resultó habilidoso para las cuestiones de la hacienda. Comprar y vender ganado era lo suyo y pronto conoció todos los secretos del oficio. Era un muchacho trabajador pero medio cabeza hueca en asuntos sociales. El juego, la farra y las polleras lo ocupaban acaso en demasía. Su padre, zorro viejo, lo dejaba cansarse en ese camino, confiado en que el tiempo acomodaría las cosas. En parte tuvo razón, el muchacho se alejó del juego y de las farras, pero conservó una afición acaso excesiva por las mujeres, facilitada por su buena estampa y posición.
Ramiro Casasbellas, gran amigo de Servando y socio en algunos emprendimientos, enviudó por el año 1925. No tenía hijos y un par de años más tarde se enamoró perdidamente de una bella porteña, puede que unos treinta años más joven que él, y a la cual, luego de desposarla, introdujo en el seno de la buena sociedad cordobesa. La familia de Barragán le abrió de par en par, a Iris, que así se llamaba la moza, las puertas de la casa y del afecto. Iris, compensaba prodigando sus finos modales, su elegancia y simpatía a troche y moche, para regocijo de su marido y de los integrantes del círculo que frecuentaban.
Transcurrió para Casasbellas un quinquenio feliz, viviendo con la esposa y el hijo que les había nacido, ya en la ciudad durante los inviernos, ya en el campo durante los estíos. Pero como se imagina o se sabe, la mujer coqueta, en el ocio o en el tedio hace florecer su imaginación, que sin demora, la lleva de la mano hacia el equívoco.
El diablo por su parte, operó con sigilo en el espíritu de Elvino Barragán, y el muchacho que desde que conoció a Iris le había prestado una secreta admiración, tuvo durante la fiesta de su cumpleaños número 30 un preciado regalo de la mujer: El destello de una mirada fugitiva e insinuante. Así empezaron las cosas.
Se veían en la intimidad del departamento que Elvino acondicionó en las afueras de la ciudad, con una frecuencia y un ardor contraproducente para la seguridad del vínculo. El padre del muchacho sospechando la macana, al confirmarla lo conminó, furioso como Zeus Olímpico, a que cesara en el acto esa vergonzosa relación, cubriendo el asunto con un espeso manto de silencio, para que su amigo no tuviera conocimiento de semejante bajeza.
Era hombre de autoridad y respeto y el hijo partió con el rabo entre las patas, ya que lo despachó para que se ocupara en administrar unos campos que tenía por la frontera con San Luis, con el propósito de poner distancia y paños fríos al impropio romance, y más que dolido por la traición incubada por su hijo en el seno de la amistad con Casasbellas.
Poco duró la cura de aquellos males. Los amantes volvieron a las andadas. A Elvino se lo veía a menudo por la ciudad, abandonando sus labores y yendo a entregarse a los ardores de aquel enredo canallesco.
Iris, como a menudo sucede, pretendía lo mejor de ambos mundos: La fortuna y el bienestar de su matrimonio y las delicias que le prodigaba el fervor de su joven amante. Era demasiado bueno para que durara. Casasbellas, enterado de la situación mató a su mujer y luego se pegó un tiro en la cabeza. Un murmullo gélido recorrió la ciudad, sentimientos de rabia y estupor entre los íntimos, chusmerío y maledicencia entre el vulgo.
El viejo Barragán no dijo una palabra. Le echó los perros a su hijo, se las arregló para desheredarlo y lo condenó al destierro. Su mano larga impidió, mientras estuvo con vida, que alguien ayudara a Elvino en la penuria. Aquel hijo había muerto en su corazón, tal como había muerto su amigo.
Elvino mitigó sus pesares en el alcohol y hacía changas rodando por los pueblos del norte de la Provincia de Buenos Aires para sobrevivir quién sabe cómo. Expulsado de su medio social, rechazado por la familia, preso de hondos pesares, arrastró su existencia cargando la pesada cruz de aquel desvarío.
Días atrás cayó por la estancia y Lucio, compadecido, lo conchabó por unos meses, a sabiendas de que no había mucho más que pudiera hacer por él.
--Ahí lo vé, haciendo lo que le mandan, sin darse con nadie. Cuando llega el domingo y todos salen para el pueblo en busca de alguna alegría, él se queda con los perros, mateando en silencio bajo el alero del rancho de la peonada, como esperando una muerte que no se anima a apurar. Esa es la historia del hombre, que conoció removiendo las brasas, allá en el fondo, para hacernos el asado que hoy comimos. --Sentenció Lucio con una mueca triste en su rostro.
Se marchó y yo permanecí muy quieto, apoyado en la alambrada de un potrero, cabizbajo, pensando para mis adentros que los humanos nunca acabamos de entender que el inconstante Cupido, caprichoso como él solo, pocas veces resulta buen consejero en las cosas de su especialidad.
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