Llegué a considerarme una persona totalmente cuerda hasta el día en que le entregué mi alma, sin miramientos, sin contemplaciones de ningún tipo. Su aura me embargó, haciéndome perder los estribos por completo, llenando mi corazón con el temor y la angustia insufrible de no volver a verla jamás, y, junto con ella, perder a mi felicidad. Creí beber de sus ojos el más delicioso néctar de dulzura y regocijo, comparable únicamente con la paz postrera a la muerte. Pensé que el regodear mis memorias con su imagen me devolvería la tibia sensación de su cercanía, la fría corriente de su aliento, el suave roce de sus manos. Obtuve una falsa respuesta de su inaudible voz cuando la mía pregonaba súplicas hacia ella, en medio de la oscuridad de mis sueños. Vendí todo lo que poseía, lo regalé, es más, lo sacrifiqué todo, absolutamente todo con tal de andar junto a ella, convertirme en su sombra, en sus ojos. Ella me susurró frases tiernas y cordiales al oído, acarició mi nuca con sus labios, abrazó mi espalda y puso sus manos en mi vientre. Dijo que yo era todo para ella, y así mismo ella lo es todo para mí. Dijo que no podía ya vivir sin mí, nunca, que tenía mi imagen en su mente, colmándola. Pero, después se fue. Me dejó solo, desilusionado. No dijo nada más; simplemente, un día, desapareció. Entonces pude verla, pude observarla aún ahí. Porque su ausencia la había traído de vuelta hacia mí. Al irse, ella había regresado, de cierta manera. ¿Qué por qué digo tales cosas? ¡Pero, si es cierto! Pues, su nombre es la locura. Yo estaba enamorado de la locura. Y cuando la locura me abandonó, me volví loco. Y al volverme loco, ella regresó. |