OBSESION
Era su primer exámen. El nerviosismo se había apoderado de él desde el momento que la campanilla del reloj lo ahuyentó de los brazos de Morfeo esa mañana, y ya no le dejaría hasta haber cumplido su hazaña. Claro; porque terminar su enseñanza media era toda una hazaña, y no porque fuera malo para el estudio, no; lo había demostrado durante el año a sus compañeros y a sus profesores. Lo que pasaba era que ahora debía demostrarlo a la Comisión examinadora y recién entonces sabría si su esfuerzo, su sacrificio, iba a dar esos frutos tan esperados.
La verdad es que su nerviosismo –que aumentaba a ratos- no tenía mucho asidero; había estudiado y bastante. Los dos últimos meses los vivió entre apuntes, materias, cuadernos y libros. Sus horas vacilantes habían transcurrido en medio de una horrible y angustiosa monotonía de números y conceptos; como aquél fin de semana que estuvo desde las cuatro de la tarde hasta las cinco de la madrugada pretendiendo introducirse la materia de cuatro años en la cabeza. Las definiciones se le escapaban a borbotones por los oídos y por las fosas nasales, pero él –con una terquedad rayana en lo increíble- se las volvía a introducir, sin mucho éxito, por supuesto.
O aquella otra oportunidad en que se sintió morir estudiando matemáticas. Llegó a imaginarse los titulares del periódico al día siguiente: “Joven estudiante muere al ingerir una sobredosis de ecuaciones de segundo grado”. Pero toda esa pedagógica locura tenía un fin; o un principio.
Sí, porque a comienzos de ese año se había dado cuenta que no podía seguir así, escarbando todos los días “El Mercurio” en busca de un empleo que estuviese de acuerdo a sus conocimientos. Como si el hambre necesitase de un certificado de estudios para poder ser satisfecha. Quería –Debía- superarse; sacaría fuerzas de quien sabe dónde (y dinero), pero le demostraría a ese medio hostil, que le acechaba desde su media marraqueta mañanera, que él era capaz de parecerse a un humano, de formar un hogar y darle a su compañera y a sus hijos, salud, educación, bienestar, felicidad; y a su madre esa tranquila vejez tan merecida…
Así lo había entendido ella, prometiéndole trabajar con tenacidad para poder pagar sus estudios ¿O sería la tan consabida protección maternal? El caso es que le insistió mucho, que no se preocupara, que estudiara tranquilo, y que ya se las arreglarían ese año.
¡Y cómo se las había arreglado! Platos medio vacíos se entremezclaron con Tropismos y Tactismos; su pesada cruz de cesante se le apareció “n” veces entre los rasgos económicos de América Latina, y el sucumbir ante tan desigual combate se le ofreció en muchas oportunidades como solución a algún complejo problema de Química. Su mundo se fue estrechando hasta convertirse en un apretado traje escolar; amistades, entretenciones, y hasta su vieja guitarra quedaron transformadas en una vulgar ecuación de estado. Pero nada le importó; pues ya volvería a reencontrarse con su milenaria alegría juvenil; aquella que había anotado cuidadosamente en su bitácora mental registrando cada minuto, cada segundo de su íntimo acontecer ¿Cuántos siglos hubieron de transitar por su idealismo burbujeante? Ni siquiera uno. Tan sólo seis años ¿o cinco? ¡Qué importaba cuántos! Después de todo él había muerto un día cualquiera de un septiembre cualquiera y había nacido otro: el de los sueños quebrantados por la maldad hecha hombre; el del añorador perdido entre la espesura del tiempo; aquél que después de comprenderlo todo, ahora simplemente no entendía nada…
¿Cuánto era lo conseguido en todo este tiempo? Sólo un montón de chatarra acumulada en la bodega de sus ensueños; había allí de todo: trozos de planes truncos, ilusiones a medio terminar, proyectos mohosos medio carcomidos por la frustración: nada productivo, nada que le hiciera exclamar: “Hé aquí mi obra”.Pero nó, no se dejaría abatir; saldría adelante, terminaría sus estudios, tendría su Licencia, y trabajaría, y seguiría estudiando, perfeccionándose, surgiendo, estudiando, estudiando…
¡Qué imbécil era! Como si el estudio fuese la llave mágica de la puerta de la real vida ¿De verdad se había convertido en algo tan insignificante, tan sin sentido? Quizás; pero cada cierto tiempo golpeaban en su mente, entre locura y locura, las palabras de su hermano advirtiéndole: “Estás equivocado; el estudio se ha convertido en una obsesión para ti; la vida no es solamente eso”… Sí; quizás estuviese equivocado, pero era su única arma y la estaba utilizando con destreza, con furia, con rencor por todas las humillaciones acumuladas en su cuerpo y la utilizaría para conseguir un empleo digno; sí, porque había conocido la dignidad humana en una época muy remota llamada… ¿cómo era? Socializante… o algo así.
Y trabajaría y tendría tranquilidad económica; iría de vez en cuando al estadio, tendría su regio televisor, y hasta pasaría una que otra vez con sus amigos a tomarse una pilsencita por ahí. Pero ¿Y su madre? ¿Y su compañera, sus hijos, su hogar? ¿No era por eso y mucho más que había luchado alguna vez?
Claro, pero había que empezar por algo ¿nó? Y ahí estaba, sudando terror por cada uno de sus poros, saturado de conocimientos digeridos a costa de indigestiones intelectuales, pero aferrado porfiadamente a su infinita esperanza transformada en el cordón umbilical que le ataba a su nueva vida: la de los triunfos, la de los hermanos solidarios que alguna vez tuviera, la de las cristalinas risas adolescentes que vinieran un día a reparar su maltrecho camino. No, eso no era regresar al pasado; era proyectarse al futuro, al de los partos creativos de su intelecto, pero para eso debía primero engendrar y ése, su primer exámen, era la cópula inicial…
El día que se presentó a su último exámen ya no estaba tan sofocado. Se había ido despojando de su apretado traje escolar en un striptease catedrático no exento de vergüenza ante ese público erudito que miraba asombrado sus conocimientos al desnudo. Aún recordaba sus mórbidas sonrisas después de cada pregunta-proyectil disparada muchas veces con alevosía al blanco de su memoria: “Defína el concepto de lógica”; “Diferencias entre el Mester de Clerecía y el Mester de Juglaría”; “Explique las Leyes de Gay-Lussac”. Y él, con ese manantial inagotable de paciencia que le daba el recuerdo de lo ya vivido iba desnudándose, despojándose, desaturándose lentamente de toda esa pesada carga que le aplastaba sus células cerebrales en un horrible martirio soportado tan sólo por la fuerza de su obsesión. Cada respuesta correcta era un paso… nó; un salto hacia su triunfo… o lo que él creía era su triunfo, y cuando la última pregunta-proyectil llegó suavemente a sus oídos, ya derrotada de antemano, comenzó a darle de bofetadas al mundo: “Escriba la configuración electrónica del Aluminio”, y con la altanería propia del vencedor empezó a dibujar en la pizarra: “Al(13)->[Ne]3s2 3p1”…
Había triunfado. Por fin sus sueños se iban a convertir en realidad ¿O su realidad en sueños? El caso es que tomaría su media marraqueta mañanera y la vestiría de suaves capas de mantequilla y la enjoyaría con carísimas pulseras de queso. Sus lágrimas nunca lloradas las transformaría en un fraterno caudal que inundase cada bolsillo de su hermano pueblo, derramaría sobre su madre una finísima lluvia de tranquila vejez, su rol de cesante lo donaría al museo de las ignominias y sería felíz. “Ya soy felíz” se decía a sí mísmo mientras escarbaba las páginas de “El Mercurio” en busca de un empleo…
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Andrés Henríquez Reyes
Septiembre 1 de 1979
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