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Había una vez un campesino que tenía tres hijos. Él y su esposa vivían del campo con la ayuda de los pequeños. Los años fueron pasando y los niños fueron creciendo. Con el tiempo, el hijo mayor marchó a la gran ciudad en busca de una vida mejor, lejos de los sufrimientos de labrar la tierra. Un par de años más tarde, el hijo mediano siguió el camino del mayor. El pequeño, al contrario, no marchó a la ciudad y prefirió quedarse con sus padres.

Los hijos del campesino se fueron casando y cada uno creó su propia familia. Los que vivían en la ciudad siempre aprovechaban las vacaciones para visitar a sus padres y a la familia del hermano menor. En esos periodos, los nietos del campesino disfrutaban de la compañía de sus primos. Jugaban, se peleaban, iban juntos a bañarse en las albercas, recogían moras o ayudaban en las tareas del campo. Los niños tenían que dormir apiñados en las camas de la casa, pues entre chicos y grandes tenían que acomodarse en cuatro dormitorios. Noches de calor y botijo, de sofás-cama, emboscadas de mosquitos, conversaciones hasta altas horas y ronquidos con los pies de alguien en la cara.

Tras muchos años, la esposa del campesino enfermó y murió. El campesino, jubilado ya, viéndose solo y sin querer depender de los hijos para cuidar del campo, decidió mudarse a un pequeño pueblo cercano. El hijo pequeño se hizo cargo de la finca y su cuidado en la medida de lo posible.

Después de algun tiempo, los hijos de la gran ciudad ya no venían tanto a visitar a su padre. Los nietos, adultos ya, comenzaban a independizarse y a tomar su propio rumbo. Aún así, alguna vez que otra iban a visitar a su abuelo.

El campesino era ya muy viejo, y sus hijos, empezaron a pensar en cómo se iban a repartir la herencia. El viejo no tenía una gran fortuna, pero tenía su finca. Sus hijos se habían criado allí, y todos querían su parte. Cada uno tenía sus motivos:

- Yo debería llevarme una parte más grande. -decía el mayor- Yo trabajé más que vosotros para sacar a la familia adelante.

- No, yo debería tener la mayor parte. -interrumpía el mediano- Le dí a padre todo el dinero que ganaba mientras estuve en casa.

- Estais los dos equivocados. La mayor parte debería ser mía. -increpó el menor- Yo me quedé con ellos cuando os fuisteis a la ciudad. Además estoy cuidando la finca sin vuestra ayuda desde que falta madre.

Las nueras del campesino tampoco perdían el tiempo, y cada una, animaba a su marido a no ser menos que sus hermanos. El viejo, viendo el panorama, y queriendo a todos sus hijos por igual, vendió sus posesiones en secreto y se marchó, no se sabe donde.

Los hijos, preocupados, estuvieron buscando a su padre durante meses. Buscaban una pista, una carta, algún dato relevante de sus últimas conversaciones con él,... nada. Nunca habían esperado aquello, con lo poco que le gustaba viajar, era increíble, el viejo se había pirado.

Pasó el tiempo y se perdió toda esperanza de volver a verle. Entonces, los hijos decidieron reunir a sus familias para recordar a sus padres, fallecido uno y fugado el otro. Al estar allí todos juntos, con sus hermanos, sus cuñadas, hijos y unos pocos nietos, fue cuando se dieron cuenta de la verdadera herencia de sus padres: aquella familia. Sin renconres, sin envidias, donde los primos eran casi hermanos y los sobrinos casi hijos. Los tres hermanos se miraron, levantaron la vista al cielo y exclamaron juntos: ¡Gracias papá!

Texto agregado el 23-01-2009, y leído por 521 visitantes. (1 voto)


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