Creyó reconocerlo al superar la esquina de Sarmiento y Florida. Se alejaba entre la multitud que colmaba la calle peatonal a esa hora de la mañana. Dudó entre continuar su camino o correr hasta alcanzarlo. Cuando se decidió por la segunda opción, ya los separaba una distancia de casi media cuadra, y sólo era visible con irritantes intermitencias. Corrió a los saltos, en zig-zag, con la vista fija hacia adelante (afortunadamente no llovía, pues los paraguas desplegados le hubieran dificultado hasta la exasperación tanto la visión como el avance), hasta tenerlo cerca y luego caminó a buen paso para ir ganando terreno poco a poco, sin entrechocar a los demás transeúntes. Mientras recuperaba el aliento, se arregló el pelo desordenado y ajustó la corbata, verificando el cuello del saco. El traje oscuro del otro era un signo que lo evidenciaba entre tanto colorinche que, con el verano cerca, abigarraba la acera. ¿Era él, o solamente lo parecía? El cabello claro cortado a la usanza conservadora, los hombros anchos, el izquierdo algo más bajo, el saco desprendido, la manera de ladear el cuerpo para ir avanzando en la marea humana, con lentitud pero sin pausa, ignorando los costados, sabiendo adonde se va... Ya estaba muy cerca; tres o cuatro pasos los separaban, y comenzó a elaborar un inicio de diálogo: “Hola, ché”, o “Tanto tiempo...¿no?”, “Pero... ¡Mirá qué casualidad venir a encontrarnos entre tanta gente!...
Llegó hasta tenerlo casi a la par, y cuando esbozó el gesto para llamar su atención, se detuvo bruscamente, como si una descarga eléctrica lo hubiera alcanzado de improviso en la mano hasta la raíz del brazo. Se quedó inmóvil; pasaron varios segundos y la gente lo zarandeaba como molinete de subte al superarlo en espacio tan reducido, llevándose también a aquél que tuviera tan cerca, a solo unos pocos centímetros. Casi nada los separaba, y ahora, el flujo
humano lo alejaba hasta hacerlo desaparecer en la confluencia de Florida y Corrientes.
Cuando recuperó la lucidez, ya el otro se había evaporado. Había dudado en el momento preciso, en el instante de la definición, cuando un gesto o una palabra hubieran develado si la intuición, el deseo, la imaginación habían orientado correctamente a su impulso. Pero la certeza hubiera esfumado inmediatamente la sensación de ávida incertidumbre. Encontrarse con él hubiera calmado su ansiedad, obligándole a observarlo con detención para buscar signos del pasado que lo acercaran a la imagen interna que creía llevar. De haberse equivocado, al encontrarse frente a un desconocido, habría debido frenar en seco, esbozar una disculpa y finalizar abruptamente el episodio.
Había decidido, entonces, (¿lo había decidido él?), mantenerse entre dos aguas, en esa posición que permite suponer, presumir, tal vez extrapolar imágenes internas a la realidad cotidiana. Arbitrariedades de la mente, que le dicen, y tal vez había perdido la oportunidad de un buen café y una hora de charla interesante. Tal vez.
Quizá no había resuelto nada, y otro u otros dispusieron por él. Tal vez fue dirigido hacia ese antiguo conocido o amigo, y así como en un comienzo lo dominó casualmente el impulso a acercarse, el rechazo lo había detenido también de forma caprichosa en el momento preciso de la definición.
¿Sólo veleidades de la mente? Hay quienes caminando por la vereda se sienten imposibilitados de apartarse de una senda de baldosas. Hay otros que, al llegar a una esquina, realizan complicados pases de cábala para poder continuar con su camino. Y también hay otros que, súbitamente, sienten necesidad del aire fresco en un elevado edificio, y luego de abrir una ventana y respirar hondamente, se arrojan sin más hacia el vacío.
Hoy en Sarmiento y Florida. Mañana, o tal vez pasado mañana ...
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