Cuando abrí la puerta de mi dormitorio el día de mi cumpleaños, y vi a Gilberto con un perrito en brazos, y pensé que más que regalo, lo que me traía mi hijo era una maldición.
El perro de marras, aunque yo lo despreciaba cada segundo del día, se había encariñado conmigo. Siempre pensaba que era algo masoquista, pues yo apenas si le hacía caso para darle las sobras del almuerzo o para barrer la mierda que hacía en mi sala. Realmente sentía que repudiaba al bendito perro. Pero por las noches, cuando me atacaba la soledad, pues mi hijo es muy parrandero y no tenía otra compañía pues mi esposo me dejó por su secretaria, a Satán –nombrecito éste que mi hijo le había puesto- lo dejaba sentarse al lado de mi sillón favorito, y me acompañaba a ver mi novela favorita. Si a veces sólo parecía que le faltaba hablar y comentarme acerca de lo guapo del galán de moda o si la protagonista se había puesto siliconas.
Pero luego, en el día a día no lo soportaba. Su ansiedad por agradarme me asqueaba. Pero era un sentimiento que pretendía esconder pues siempre dicen que los perros pueden atacar cuando sienten que no son bien recibidos, además, la antipatía que siento para con los perros es de una larga data, de un susto que me dio uno cuando niña.
A Satán le encantaba salir a pasear en mi Datsun del 74. Iba con él de compras, o a visitar a mi comadre pues odiaba dejarlo solo en casa pues luego me daba con la desagradable sorpresa que había masticado mi zapato favorito o hecho caca en una de mis alfombras. Y pobre de mí si dejaba la puerta de la casa abierta, que Satán salía despavorido, pero para mi mala suerte, siempre regresaba. Satán era bien aguerrido. Manejando, cuando me distraía por un rojo, Satán se pasaba a mi derecha y miraba atentamente cuando hacía los cambios. Si hasta parecía interesado en manejar!
Un día, me llamó mi vecina impactada por haberse enterado que su marido le sacaba la vuelta con una mujer más joven, y yo rauda y veloz, salí casi corriendo, pues su casa quedaba sólo cruzando la calle.
De pronto, vi a lo lejos un Datsun, parecidísimo al mío que se acercaba veloz por la pista. Me extrañó pues el color de mi auto era único en su clase, pues yo misma había asesorado al pintor en la mezcla del color.
Siempre he sido respetuosa de las señales de tránsito y estaba cruzando por la esquina, pero el auto (era el mío?) no se detuvo y mas bien noté que aceleraba y cada vez se acercaba más. Intenté acelerar el paso para llegar a la otra acera, pero fue inútil y, ya segura que se trataba de mi auto, crucé con la mirada atenta al chofer. Indignada, y segundos antes de perder el conocimiento, pude ver las grandes orejas de Satán, sus cochinas patas en el volante y juraría que una sonrisa de crueldad se dibujaba en su hocico.
Me gustaría saber qué habrá sido de mi Datsun ¡! Satán que vaya al infierno, donde nunca debió salir. Hoy, postrada en la cama de la Unidad de Cuidados Intensivos, sólo puedo pensar una y otra vez en ese “accidente” pues los tubos no me dejan hablar. |