El misántropo
Es feo pasar por tonto dos veces, y la segunda vez ante mujeres, quiero decir, ante la opinión pública, que es tornadiza y burlona. Pero hay algo en mi que me fuerza a hacer pública mi extraña experiencia de hace un año en la isleta Cedrón. Las homéricas carcajadas de mis compañeros al día siguiente, cuando cometí la imprudencia -inevitable, dada mi emoción- de relatarles los hechos, no me pueden mortificar mucho. Yo veo claramente que, a la luz del sol y en la ciudad, el suceso es perfectamente risible, y yo mismo, ahora, en este momento, no lo creo; pero con otro fondo, en aquel islote pantanoso en medio el inmenso río desolado, es otra historia. "En este mundo, todo es cuestión de fondos -decía D. Pedrito Cormick-, la misma cosa es blanca o es negra según el fondo". En cuanto a creer que mi camarada misterioso de aquella noche fuese un fantasma, un criminal o un loco, primero creería, palabra de honor, que soy loco yo mismo. Lo cual se me hace dificil.
El hecho de que Lázaro no se halle más en el Cedrón, ni en parte alguna, no prueba absolutamente nada contra mía; ni mucho menos prueba "que se lo haya llevado el diablo", como dicen los supersticiosos boteros de San Fernando. Creo que han transformado en una capillita o ermita su sólido rancho de pinotea en medio del islote. Tampoco creo yo que lo haya barrido una riada o se haya suicidado; no me pareció hombre de eso. ¿Qué fue de él? Me abstengo de conjeturarlo, y me limito a aferrarme a los hechos. No impongo interpretación alguna, pero respondo de los hechos. Yo pasé una noche cerca de aquel hombre y oí, quizás el único en el mundo, su extraña confesión. No tengo documentos, sus partidas de nacimiento y defunción no las hallará la historia nunca; pero Lázaro es para mí un hecho por lo menos teológico, vale decir, más real que esta realidad material que me circunda.
Estaba pasando por prescripción médica dos semanas de descanso absoluto en el Tigre, cuando oí los rumores acerca del huraño solitario del gran río, y luego pude ver desde mi casa la luz persistente hasta altas horas de la noche, como una estrella caída, de su alto nido emperchado sobre las aguas; y me tentó la curiosidad. Achaque de ocioso, ¡vive el cielo! ¡Cansancio mental! ¿Me pueden decir ustedes qué cansancio mental puede tener un hombre que no ha hecho en su vida absolutamente nada capaz de cansar la mente, si es que puede cansarse la mente? Pero los médicos tienen de esas cosas, y hay que obedecerlos, aunque uno se aburra mortalmente y el remedio sea absurdo. El caso es que, sin soplar verbo al doctor Cormick ni a mis compañeros de hotel, el aburrimiento me movió a sobornar al botero que cada quince días hacia dos viajes hasta la choza del solitario desconocido para llevarle los víveres y el correo, el cual consintió en llevarme consigo con el mayor sigilo, a precio de salada propina; y en el día señalado, al alba, me hallé surcando hacia el islote Cedrón las aguas grises y rosas del inmenso Paraná melancólico. Una neblina perla borraba las estrellas. El río estaba alto.
Cuando apareció a mis ojos el chato montón de tierra en forma de yacaré, increíble refugio de un ser humano, que llamaban islote Cedrón, y es en realidad una especie de banco de lodo, yo estaba del todo consciente de la temeridad de mi acto. ¡Qué curiosidad científica ni echo cuartos! Me devanaba la cabeza pensando cómo podía decentemente presentarme; o como amigo del botero, 0 como repórter de un diario de la Capital, o como miembro de la policía; y las tres cosas eran igualmente peligrosas. Descartada la hipótesis de la locura, que el botero isleño pronunciaba absolutamente imposible, no quedaba para explicar aquella elegante casilla color verdoso que se agrandaba ante nosotros, con su inconcebible propietario sentado en la escalerita frontera, sino las hipótesis del crimen o de un desengaño de amor, anoser que aquella figura desarrapada, cuya vista empecé a sentir clavada en mí a medida que llegábamos, fuese algún místico o anacoreta de esos que existieron en otro tiempo. Basta. En el momento que la canoa rumbeó a la pequeña caleta espadañosa al pie del rancho siniestro, tomé mi decisión de golpe; volver por donde había venido. Eso era lo razonable. No bajaría, ni le hablaría, ni lo miraría siquiera. Así lo hice, permaneciendo de espaldas al hombre sospechoso, mientras el botero bajaba los bultos y sonaba allá arriba una voz espaciada en frases secas, extrañamente bien timbrada, una voz de tenor que parecía en las orejas tan rnaciza como agua. Yo no quería ni mirarlo.
Pero, de repente, oigo la voz que deja al otro y se vuelve a mí tranquilamente, después de un breve silencio conminatorio, imperiosa y tranquila.
-¿Qué tiempo más espantoso, no? -dijo.
-Peor estuvo la semana pasada. Ahora todavía se está componiendo algo -contesté yo, volviéndome; y antes casi de darme cuenta del derrumbe de mi propósito, me encuentro enfrascado en una conversación a gritos acerca del tiempo y sus viarazas con aquel desconocido alto y cenceño, de rostro pálido, de corta barba negra, de grandes ojos grises inconfundibles. No se movió un punto de donde estaba indolentemente estirado. Sus ojos me cubrían tranquilamente desde arriba, y su voz me manejaba como un adulto manipula un niño. Tenía una mirada de una movilidad suma, un poco azorada, y al mismo tiempo de un gran señorío. Desde mi primera palabra, la pauta la llevó él. Como un juez me interrogaba:
-Paseante o vecino, si no soy indiscreto?
-Estoy de paso en San Fernando. Descansando.
-¿De la Capital?
-Sí. De Avellaneda, más bien.
-¿Por mucho tiempo?
-Dos semanas.
-¿Le gusta la pesca?
-Soy loco por la pesca.
El botero bajaba del chalecito minúsculo, concluida su tarea. Entonces, el hombre mal afeitado me dijo lacónicamente.
-Al otro lado de l'isla hay un pozo con surubí hasta decir basta. Yo tengo aparejo para dos. Tengo una cama de sobra y todo lo necesario.
Era una invitación en toda regla. Yo trastabillé como a un garrotazo.
-Mañana... -empecé a decir tartamudeando.
-¡Cualquier día! -interrumpió el botero bruscamente-. ¿Y quién lo vuelve después?
-¿Usted no podría buscarme pasado mañana?
-¡Tomá! -dijo el isleño haciendo un gesto grosero-. ¡Demasiado vengo dos veces! ¡Pasao mañana, con el río creciendo, y cómo se está poniendo el sur! ¡Gracias que venga mañana! ¡Si quiere quedarse, se queda hoy! Digo, si quiere quedarse.. . -añadió con retintín de desafío.
Y me quedé, temerariamente.
Y luego dicen que las mujeres son curiosas.
Yo no me arrepentí aquel día, por cierto. Pasé de asombro en asombro. La vista del Paraná, desde aquel islote céntrico es fantástica; más asombrosa quizá que en alta mar, a causa de los lejanos puntos de referencia y del fino matizado de la llanura líquida en cambiante iris.
Pescamos muchísimo, y conversé con aquel nuevo y súbito amigo, que me dijo llamarse Lázaro, como pocas veces con nadie en el mundo. Era interesantísimo. Era un hombre de mundo. Sabía de todo. Estaba evidentemente regocijado de hallar un ser humano, después de quién sabe cuánto tiempo. Era argentino, seguramente. Hablaba con perfecta discreción; era del todo absurdo pensar en un demente, conforme opinara el canoero. Solamente dos cosas raras en su porte pudo pescar mi receloso escrutinio. Una, era aquella mirada fija, hipnótica, vasta, que lo cubría a uno del todo, como la-luna llena cubría entonces las aguas del rió empapándolas. Otra -la que me dio peor espina-, fue aquella inflexible y vigilante resolución, que noté bien pronto, de no dejarme jamás a su espalda, de hacerme marchar siempre delante de él por los sinuosos senderitos de la desolada isla. Al principio, creí que era exagerada cortesía, puesto caso que su finísima educación era patente;. pero muy pronto vi que no era eso. Simplemente, una vez que hubo que entrar al agua para desenredar de un junco la liñada, él estaba descalzo y yo calzado: pues esperó y exigió que me descalzase, y no quiso moverse de su lugar detrás mío por nada. Ni un solo instante me dejó verle las espaldas. ¡Malo!
Era noche entrada cuando regresábamos cargados de pesca, y yo empecé a temer horriblemente. El hombre era sereno y distinguido como un dios griego, pero por fuerza tenía que ser un outlaw, un criminal que huía la Justicia, o quizás alguna misteriosa vendetta. El instinto social del ser humano, la inmensa sed de compañía de su desierta soledad le habría movido a acogerme; pero recelando en mí, sin duda, un posible emisario de sus enemigos, tomaba sus precauciones. Yo tenía ganas de volverme y confiarme con él fraternalmente, tan vivamente simpático me resultaba; pero su indolente superioridad me cohibía No, el hombre no parecía tener miedo. ¿Simplemente, habría un voto de que nadie le viese las espaldas? Cuando llegamos a la casilla y hubo que preparar la cena, mi certidumbre se volvió absoluta. El hombre me mandó delante, descargó su pesca sin inclinarse, se apoyó un momento en la pared, y después me rogó cortésmente, como una mujer que tiene que vestirse, que, saliese un rato fuera, evidentemente comprendiendo que no podría tender la mesa sin darse vuelta algún momento. Obedecí sin réplica, sonriendo. ¿Qué tendría este fantasmón de hombre en sus anchos hombros hidalgos; que marca infamante, que úlcera, qué horrible revelación que lo habla arrancado asi de toda vista y sociedad humana? El paisaje era soberbio; la luna había literalmente pasado de óleo fosforescente agua y cielo. Recuerdo ahora, que justamente en aquella hora que pasé en el balconcito se me ocurrieron unos versos bastante malos, pero que pue. den documentar la impresión de aquel fantasmal plenilunio. Dicen así, más o menos:
La luna en el mar,
se ha tallado un campito irregular
La luna, rizada escarola,
la luna desnuda ha bajado a bañarse sola
y toda se ha disuelto en la ola.
Dios, te doy gracias de este abismo negro
ceñido en plata por un cinturón culebro:
Grande lo hiciste y yo te lo celebro.
De tener que morir querría una noche así
con luna lunera y exactamente aquí
el mar crecería y yo haría así :
Brazos en cruz, no intentaría nadar,
me dejaría comulgar por el mar
y por el agua enlunada tragar ...
y otras macanas por el estilo que no copio, pues bastan las dichas para ver cómo andaba yo esa noche al lado del "hombre que rehúsa ser visto de atrás". Al lado quizá de un peligroso criminal, como toda lógica apuntaba, empezaba a sentir ahora una tranquilidad perfectamente desproporcionada a mi valentía personal; que no es mucha, que yo sepa. Cenamos.
Me hizo los honores de la casa y la mesa con perfecto decoro, con aquella su manera señorial entre indolente y humorosa. Cené muy bien. El interior, alumbrado al acetileno, era casi aristocrático, si se puede decir. Había dos o tres acuarelas de fino gusto por las paredes, vi en un rincón un caballete y una paleta, había sobre un escabel un libro abierto que me pareció de Matemáticas. Mi huésped descorchó dos botellas cuya etiqueta me hizo abrir tamaños ojos: "Cháteau-Mignard 1807". Yo creía estar soñando. Pero el momento de los sueños no comenzó en realidad sino cuando, a los postres, mi huésped se volvió todo en la silla y me espetó lentamente las palabras que abrieron la pesadilla de la confidencia:
-Después de todo -dijo sin mirarme-, ¿qué importa que se lo diga a éste también, y acabe de una vez?
Una sola palabra mía hubiese podido parar todo; pero yo imprudentemente asentí con la cabeza, maldita sea la curiosidad.
Pude parar la confidencia y no lo hice,
-Yo, señor -dijo el hombre Lázaro-, padezco de tina terrible enfermedad de la vista. Astigmatismo. Llamémoslo, si usté quiere, astigmatismo moral. Esta enfermedad me obliga a huir para siempre de la sociedad de los hombres.
Atajó con la larga mano fina lo que yo estaba por replicar.
-La primera experiencia de mi terrible destino se remonta a mi niñez, a los seis o siete años -prosiguió lentamente-. Un día me encontraron bañado en lágrimas acusando a irá hermano Roberto. "Le había visto a cara fea" -eso es lo que yo dije-. Mi madre reprendió a Roberto, creyendo que me había hecho visajes para asustarme; mi padre, en cambio, me reprendió terriblemente a mí. El caso es que yo había girado la testa para mirar a Roberto por encima del hombro, y había visto repentinamente, en vez de la usual carita pimpante de mi hermano, una especie de bicho horrible con un pico y unos ojos diabólicos. Apenas lo miré de frente, la visión desapareció. Mi padre, o mejor dicho, el que me hacía de padre, me castigó. Ese castigo me reprimió hasta los 16 años. Nunca hablé más de mis visiones. Pero yo pasé la niñez transido de ellas, y sabiendo el medio infalible de provocarlas. Resulta que me basta a mí mirar por encima del hombro, es decir, torciendo al máximo el eje bi-óptico, me basta encarar de reojo un rostro cualquiera, para verlo horriblemente deformado. Usté ha notado cómo evité hoy día que Usté se situase a mi espalda o flanco. Lo peor de todo es que no sólo veo un rostro horrible, sino que veo ... Usté no me va a creer... ¿Es usté supersticioso?
Se detuvo jadeante. Sudaba. Se pasó la mano por la amplia frente semicana. Una ansiedad inmensa descomponía las líneas nobles y alargadas de su rostro, que me parecían, no sé por qué, vagamente familiares.
-Simplemente, veo -continuó con brusca decisión- veo visual y físicamente los vicios y deformidades humanos reflejados en los rostros como en una estampa iluminada de atrás, como en un espejo místico. Yo no puedo explicar esto, pero es así. Se me hacen las caras transparentes, se asoma el alma a los ojos, como dicen los poetas. Y eso me causa un tormento increíble. Veo a la gente como animales, como bichos, como demonios, como montones de carne fofa. Los hombres fuertes los veo como bestias de presa, los débiles me dan asco. Mi hermano Roberto, en sus 12 años, me apareció aquel día como un ser voraz, egoísta, replegado a sí mismo, estrecho, obtuso... El suceso confirmó mi vista. Diez años más tarde estafó al Banco donde estaba empleado y mató del disgusto a mi madre. Mi anticipación de su carácter resultó profética.
Yo lo miré con incredulidad. La hipótesis de la lecura apuntó de nuevo en mi sindéresis.
_¿Nunca se hizo ver? -le dije.
Rió amargamente.
-A los 16 años, cuando el escándalo de Roberto, me confié con un cura, el Prefecto del colegio donde yo estaba pupilo; un buen tipo, se portó bien conmigo, pobre hombre. El me decidió que fuéramos a un oculista. Yo estaba seguro que para mi caso no había anteojos. El oculista diagnosticó derecho: astigmatismo. Ya sabe usted lo que es astigmatismo, vea cualquier diccionario: "defecto de la vista por el cual el ojo percibe bien las líneas de un plano y mal las de otro" -pongamos, ve rectamente todas las líneas verticales y deforma todas las líneas oblicuas. Mi caso estaba complicado, según el doctor, de una superemotividad psíquica depresiva; era un caso único. Me propuso estudiarlo para una monografía. Bien pronto, sin embargo, se le desvaneció al infeliz el entusiasmo.
Rió acremente, con desprecio amargo.
-¿Qué pasó? -pregunté.
-Pues que lo vi como él era por dentro, apenas comenzaron los experimentos ... y ... se lo dije. Se puso lívido: había que verle esa cara. Vi en él un vulgar vividor, sensual, amoral, degradado, libertino, vivillo ávido de goces animales con todas sus pretensiones de hombre de ciencia... arribista inmundo (esos dos ojos saltones de lechón sancochado). Me trato cortésmente de loco y me despidió. El sacerdote, mi acompañante, me quiso reprender. Lo miré por encima del hombro a él también, no pude evitarlo. Era un tipo joven, que me habla distinguido; muchos favores me hizo. Le tenía verdadero afecto. La decepción fue espantosa. Vi una cara vegetal, una especie de zanahoria con ojos, una facies inerte, sin vida, sin corazón, que había vivido siempre fuera de la realidad en océanos fofos de palabrería devota, renunciando a las grandes pasiones y enredado en deseos y zozobras pueriles ... jamás pude volverle a hacer la menor confianza.
-Todo eso es absurdo -le dije yo-. Usté debería vencerse. Son simplemente ataques de pesimismo. Usté es un hombre de alta calidad y juzga demasiado severamente a los demás. Orgullo, en el fondo.
-¡Orgullo! -dijo él, casi con un sollozo.
Le miré el rostro, y no vi la faz de un orgulloso, sino la faz más profundamente humillada de la tierra. Ecce homo.
-Eso me dijo también Teresa -continuó el desdichado, reponiéndose-. Por supuesto que el peor caso de todos fue la prueba con Teresa, mi novia. ¡Pobre Teresa! He venido a vivir aquí, justamente para escapar a sus búsquedas. Creyó poder curarme desdichada. Nos queríamos locamente. Era una maestrita, una profesora muy culta. Sumamente lista y valiente. Yo le conté mi enfermedad, por supuesto. Ella se interesó muchísimo. Empezó a soñar en algo como romper el encanto que dicen los cuentos de hadas: pensó que si yo pudiese ver una sola vez el alma facial de una persona sin verla horrible, quedarla curado: y que tal persona era ella, por gracia del amor. Yo, después de la visión del cura mi amigo, habla jurado no mirar jamás ninguno sino de frente. Ella me hizo quebrantar el voto, para su desdicha. Habla inventado una teoría no desprovista de ingenio: decía que yo era un gran intuitivo, con gran don de gente, con gran empatía (como decía ella) que penetraba el, ser moral de la gente y después formulaba mi apreciación en forma de estampas. "Usté es un gran moralista, soldado a un pintor genial un poquito loco, querido" decía, besándome la frente. De hecho, mi padre -mi verdadero padre, yo soy un bastardo- fue, hasta por razón de su oficio... era un hombre obligado a penetrar rápidamente y con certeza el ánimo de las gentes. No le puedo mentar a usted ni siquiera su oficio, porque inmediatamente adivinaría usted su nombre -añadió sonriendo.
Me recordé de golpe. ¡He aquí el misterio de lo familiar que me resultaban sus largos rasgos finos! ¡Un rostro conocidísimo! ¿Dónde había visto yo ese rostro, no una, ni dos, ni diez, sino docenas y centenares de veces, en ésta o en la otra vida? ¿O era todo un embeleco y estaba yo en poder de un hipnotizador poderosísimo?
-No trate de identificarme -dijo mi hombre pausadamente, adivinándome-. Mi padre fue un prócer argentino: murió hace muchos años. La hipótesis de mi novia no era tan idiota que digamos; pero ella, cuando la vi, pobrecita...
-¿La miró usted... así?
-La miré al, sesgo, por desgracia, a causa de sus intancias. ¡Condenación! Miré de reojo a Teresa, a mi Teresa, el tesoro dulce y gracioso de mis pupilas. Vi... No me pregunte usté lo que vi. Vi un trozo de carne rosa y blanco, una flor vistosa y ordinaria ya medio marchita, un animalito movedizo y vacuo, goloso de placeres tontos horriblemente pagado de si mismo. Cuando volví mi faz hacia ella, dio un grito y se tapó el rostro con las manos. Por supuesto que no volví más a verla. ¡Al diablo las mujeres! ¡Qué más quieren ellas sino que uno se ocupe de ellas! Para eso sirven. ¡para dar trabajo! ¡Dios mío!
Le vi ocultar a su vez el rostro entre las manos y callar ominosamente. Me pareció que lloraba. Yo no sabía qué decir.
-Usted ve en los hombres lo malo y no lo bueno que hay en ellos -le dije-. Así no es posible la vida. Si no fuese un absurdo, yo diría que usted ve en el hombre el pecado original, pero no ve la gracia de Dios. Pero eso es imposible: esas dos son cosas invisibles.
Entonces vi que el hombre lloraba. Lloraba. Sacudones de arriba abajo en silencio, con lágrimas que escapaban entre los nudillos y los dedos que se hundían en las sienes, y estertores, estertores como de muerte. Es duro ver llorar a un varón. Tenía ganas de irme al lado y pasarle el brazo por el cuello, y no podía. El crucifijo que tenía en la mano me parecía un palo. Por una extraña aberración, en ese momento no se me ocurrían más que unos versos perfectamente tontos que me hicieron aprender en la escuela cuando chico, y que repito automáticamente al ponerme nervioso:
"... un hombre de alto ingenio allí perdido:
ebrios los padres de su padre han sido,
los hijos de sus hijos ebrios son,
Los tristes frutos de su amor, los rasgos
de esa fatal herencia llevan fijos
¡y ebrios serán los hijos de sus hijos!
¡ay, hasta la postrer generación!"
-¿Y usté nunca se miró de ese modo en un espejo? -se me ocurrió preguntar por distraerlo.
Alzó los ojos ya secos, esta vez con una expresión casi de miedo, a no ser que fuera de reproche y de asco.
-Sí -contestó secamente.
-¿Y? ...
Sacudió la cabeza.
-Usted ve que no me afeito. No me he atrevido a traer conmigo un espejo. Es horrible.
-¿Se vio feo?
El hombre guardó silencio.
-Debe hacer agachar bastante la cresta verse feo también uno mismo -dije, tratando de bromear.
-No -contestó-. Uno se olvida de su estampa roñosa, apenas vista, Desprecia a los demás lo mismo. ¡Ah!, eso que dicen ustedes del libro de los pecados, ese mito del juicio Particular, ridículo como parece... el trono de Dios, el libro con los pecados de uno, el Diablo a un lado, la Virgen al otro... qué terrible realidad representa para mí psicológicamente. Nadie puede figurárselo. Realmente, si un ser a quien por un imposible yo amase y venerase (no puede existir tal ser), pero supongamos, mi madre; si hubiese de verme un día en la figura que yo vi en aquel espantoso espejo ...
-¿Qué vio usted de sí mismo?
-Eso que ustedes llaman infierno, es poco. Yo no puedo explicarlo. La única comparación que se me ocurre es ésta. Un día vi en un hospital a un chico idiota presa de un gran dolor corporal. La cara de bola, estúpida y horrible, se movía sola como si la recorriesen por debajo cosas vivas. El practicante que estaba a mi lado, con ese cinismo petulante del 4to. año de Medicina, dijo una cosa grosera y cruel que me quedó grabada: "Parece un matambre con ojos", dijo mirando al idiotita. Y bien, así vi yo mi propio rostro -concluyó el desdichado con una carcajada falsa. Y levantándose de golpe, me mostró con toda cortesía una división de la casilla con un catre de hierro, deseándome buenas noches. Entonces cometí la cuarta estupidez del día. Me volví desde la puerta y dije:
-Míreme a mí también así ... al sesgo.
Casi me empujó adentro:
-¡Buenas noches! -me dijo con ira.
Poco dormí en toda ella, por supuesto: pero no de miedo. Aquel hombre no era criminal ni loco. Al contrario. Si alguna vez he visto yo un hombre superior, esta vez ha sido. Aquella mirada serena y vasta de sus ojos claros, que se posaba en uno con la majestad y el agarre de una gran ave de presa, así debieron ser los ojos de los grandes conductores, de los grandes directores de almas. Quién sabe si no era éste de la pasta de los grandes reformadores morales, un Bernardino de Siena, un cura de Ars, un Savonarola, de esos furiosos aborrecedores de la fealdad moral, de esos intuitivos a quienes el bien y el mal hacían la violencia y choque que a nosotros hacen las realidades visibles, el rostro en flor de las muchachas, los ojuelos dulces de los niños, la herida del traumatizado, las bubas del luético. Pero entonces el don místico en él, por quién sabe qué razón, estaba misteriosamente roto, mochado, truncado, tronchado al vivo. Me dormí al amanecer pensando esto: es un hombre que tiene lo que se llamó antaño discreción de espiritus, junto con un pesimismo radical del corazón; y que, por extraño fenómeno, quizá por desequilibrio mental, en vez de conceptos, juicios y raciocinios, formula sus apreciaciones morales en fulgurante alucinación visual... La alucinosis o semialucinación pasajera de Baillanger... Así me dormí. Nosotros los psicólogos, cuando hemos puesto una etiqueta a una cosa ininteligible, podemos dormir tranquilos.
Desperté muy alzada la mañana, perfectamente fresco y hasta casi del todo olvidado. El botero gritaba allá abajo, y oí a Lázaro que bajaba dando un portazo. Me despedí de él con pocas palabras, y él tampoco aludió para nada la escena nocturna. Yo estaba alegre y frívolo, lo mismo que el tiempo: seminublado, la luz del sol a intervalos y el viento que jugueteaba en ráfagas. No quería acordarme de nada. Quizá mi naturaleza misma defendía mi cerebro del choque del horror sacro.
"Es un mistificador y nada más -decía entre mi al embarcarme-; me ha tomado el pelo. Es simplemente un misántropo, un pesimista, un atrabiliario, que siente la náusea de los hombres como todo enfermo del hígado, y ha inventado esa parábola simbólica en forma de cuento, con astigmatismo y todo, para explicarme el estado de su pobre alma resentida y herida. Y me la hizo tragar. ¡Buen narrador el tipo! El alucinado fui yo. El tipo lloró, sin embargo, y su vida aquí es espantosa. O dioses o bestias, dice Aristóteles, son los que viven solos; y éste no es ni uno ni otro, aunque tiene algo de los dos en mezcla turbia. En fin, me han tomado por tonto; pero yo me lo he buscado.. ."
Así discurría yo mientras me embarcaba. Lázaro no me habló sino lo estrictamente preciso. Me parecía ahora un tipo cualquiera, flacón y alto; hasta su soñada distinción de maneras parecíame disipada. Imbécil de mi, que creí adivinar en él las facciones de Roca, de Irigoyen o de don Juan Manuel. La canoa arrancó pesadamente, cimbrándose el, botero sobre un reino. Mi huésped me saludó levemente con la mano y se fue. Pero a los pocos pasos sucedió la catástrofe: yo, que le clavaba los ojos en la espalda, lo veo volverse rápidamente... y vi claramente que me había mirado por encima del hombro. ¡Me estaba mirando al sesgo!
No pude resistir la curiosidad.
-¡Lázaro! -le grité.
El hombre se detuvo en su camino, inmóvil como la mujer de Lot, estatuario, rígido.
-¡Lázaro, oiga! -insistí sin comprender. Pero comprendí en seguida.
Era presa de inmensa vacilación, luchaba como contra una gran repugnancia a volverme el rostro. Cometí la idiotez de violentarlo.
- ¡Lázaro, oiga, venga un momento! -grité con fuerza.
El hombre giró pausadamente y me miró. No reconocí más su rostro, que estaba descompuesto como el de un agonizante. Me miró, y me escupió... sí, me escupió, no hay otra palabra para expresar lo inexpresable, me escupió asquerosamente al rostro una mirada implacable de infinita repulsión y desprecio.
No lo olvidaré jamás.
Yo me pregunto si aquel rostro agónico y odioso fue el mismo que viera él antaño en el espejo.
Y desde hace un año, no ceso de preguntarme cómo vio Lázaro mi propio rostro.
Pero no me animé jamás a volver a averiguarlo.
Leonardo Castellani
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