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Los partidos de barrio contra barrio, en cualquier población o ciudad de Argentina, son un clásico en la niñez de todo ser humano que haya pasado por esa etapa de la vida.
Ese viernes teníamos partido contra el Stud, que era una especie de villa que se había formado 10 ó 12 años antes, en unos viejos studs de caballos. Cada una de esas piecitas donde anteriormente habían habitado los equinos, eran ocupadas ahora por seres humanos: parejas y hasta familias enteras habían convertido 18 metros cuadrados en un hogar.
Jugar contra los del Stud era especial porque eran muy buenos. Jugábamos en canchita de 7, en el Club Nueva Italia, y ellos siempre alistaban a los hermanos Miranda, que eran seis y jugaban descalzos, y algún otro que anduviera por el barrio. Nosotros, en cambio, íbamos 15 ó 20, y terminábamos peleándonos por jugar. Aunque entráramos todos a la cancha, siempre era lo mismo: los del Stud nos ganaban 7-0, 6-1, 8-0 ó 9-2, como nos había tocado perder la última vez.
Ese viernes era especial, Jorgito Baglietto había arreglado el fin de semana anterior, con el mayor de los Miranda, para jugar esa tarde que era feriado y no había clases. Queríamos ganarles, así que entrenamos todos los días en el terreno de las tejas bajo las órdenes de Ricardo Torres, que era jugador de rugby, y aunque de fútbol no sabía mucho, era “ordenado” y sabía “dar órdenes”, según decía Jaime, el uruguayo. Además era el más viejo de todos.
Después de comer, a eso de las 2 de la tarde, nos juntamos debajo de la morera que está al frente de la casa del Gordo Juanca, y cómo éste no aparecía nos cruzamos con Fernando, Adrián, Carlitos, el Mauri y el Negro Víctor, para llamarlo.
Apenas golpeó la puerta el Negro Víctor y vimos salir a la madre, supimos que algo no andaba bien. Doña Etelvina –que en realidad nunca supimos como se llamaba pero le decíamos Etelvina por el personaje de Jacinta Pichimahuida- ni siquiera miró a los otros tres y se dirigió a mí, porque me sentía aprecio y era muy amiga de mi vieja.
- ¿Qué pasa Marcelo? –dijo, mirando para otro lado.
- Nada… que tene… -no me dejó terminar de hablar.
- Juan Carlos no va a salir a jugar, porque no anda bien en el colegio y se va a quedar a estudiar todo el fin de semana –dijo Doña Etelvina con voz de maestra enojada-. Les aviso, que si es por eso que lo vienen a buscar a Juan Carlos, que se vayan yendo por el mismo caminito que vinieron. Nada más –y se quedó parada en la puerta de brazos cruzados, como si llevara un niño en ellos-.
La estafa estaba clara. El Gordo Juanca había clavado un 1 en Lengua y Literatura, porque no tenía idea de quien era Martín Fierro, y el boludo, en vez de guardárselo todo el fin de semana –como hace cualquier pibe de 11 ó 12 años de edad- se lo contó a la madre el mismo jueves a la tarde, al llegar de clases y mientras la vieja se ataba los ruleros. Arruinó el fin de semana largo de él, de la madre, de los hermanos –que eran como 8- y de todos nosotros, que teníamos pensado jugar los tres días al fútbol.
El Gordo no era un gran jugador, pero se daba maña para rechazar pelotas abajo. Si tendríamos que evaluarlo del 1 al 10, no superaría la nota del Martín Fierro, y a la hora de defender contra los Miranda tenía que jugar con sotana porque lo llenaban de caños. Pero el Gordo Juanca tenía dos grandes virtudes: en primer lugar –valga la redundancia- era un tipo de fierro: jamás te fallaba; y en segundo término -y éste es en realidad el más importante-, el Gordo era el dueño de la pelota.
Se me ocurrió decirle a la mujer que el partido de hoy era muy importante, pero la madre del Gordo estaba decidida a no ceder en nada.
Estábamos empezando a recular cuando se acercó Jorge Baglietto, al trote, preocupado porque veía que algo estaba pasando. Con él venían los mellizos Traverso, que eran nuevos en el barrio pero jugaban bien y su tío era arquero de Racing.
- ¿Qué pasa Marce? –preguntó Jorgito Baglietto-
- Nada… que el Gordo no puede venir –alcancé a decirle-.
Doña Etelvina amagó con irse y cerrar la puerta, cuando el Gordo Juanca se asomó al lado de ella. “Te dije que no salieras”, le dijo la madre; pero el Juanca se hinchó de hombros y se apoyó en el marco de la puerta para escuchar la conversación, aunque sin intenciones de hablar. Tenía cara de haber llorado.
Jorgito, canchero viejo y con mucha maña para tratar a Doña Etelvina, prefirió no perder tiempo mientras se hacía el pelotudo: “Dale Gordo, vamos que los del Stud nos están esperando…”, le dijo al Juanca.
La mujer puso el grito en el cielo. “¿Los del Sutd? ¿Cuáles del Stud? ¿Los Miranda?”, preguntó mirándonos uno a uno a ver si alguno le contestaba. “Mi hijo ya lo sabe, no juega contra los del Stud. Mi marido no lo deja ni acercar a los Miranda ¿Cómo va a jugar con esos vagos? Y encima, negros”, ratificó finalmente Doña Etelvina.
A mí en ese momento me dio pena por el Juanca porque nos miraba sin saber si llorar o reírse, pero el Jorge –al que el Piojo lo tocó de atrás como pidiéndole que hablara- insistió en dirigirse directamente al Gordo, obviando a la madre: “Bueno Juanca, decidite. ¿Qué hacés, venís o no?”. Y entonces la que contestó fue la madre.
- ¿Pero no entendés Baglietto que mi hijo no puede salir…? –dijo la vieja del Gordo-
- No se, señora -le respondió Baglietto sin dejar de mirar al Juanca-. Estoy hablando con su hijo.
- Sos un maleducad… -alcanzó a decir Doña Etelvina cuando el Juanca tomó la palabra y confirmó que no podíamos contar con él-.
El Gordo Juanca dijo simplemente “vayan ustedes” y le guiñó un ojo al Jorgito Baglietto. Se estaban ya metiendo en la casa, madre e hijo, cuando los hermanos Fernández Oriol -Marcelo y Guillermo-, llegaron a la escena y tras haber escuchado sólo la última parte del diálogo, intentaron arreglar la que creían que era la cagada.
- Esperá Gordo, que no tenemos… -intentó decir Marcelo pero Ricardo le metió un tacle de rugby y lo dejó con la boca cerrada, antes de que meta la pata-.
- Listo. Vamos. No hay más nada que hablar acá con esta mujer. Vamonos a la mierda –agregó Baglie-
El Gordo Juanca se metió para adentro, mientras Ricardo, con el Miler y el Mila que se habían sumado al grupo, trataban de evitar que los Fernández Oriol -que habían llegado de Río Turbio y no conocían todavía las idas y venidas del barrio- siguieran insistiendo con hablar y reclamar algo. Doña Etelvina cerró la puerta, pero antes se dio el gusto de decirle “clinudos” al Jorge Baglietto y a Martín y Silvio Traverso.
A mí me saludó de buena manera, pero sin mirarme a los ojos.
Mientras los más grandes nos arriaban para que saliéramos del porche de la casa, y con los hermanos Fernández que seguían protestando -especialmente el mayor, Guillermo, que no se qué cosa reclamaba de los derechos humanos de los niños-, alcanzamos a dar la vuelta a la esquina cuando el Jorge nos pidió que nos quedásemos callados.
- ¿Pero qué vamos a quedarnos callados, si este pelotudo del Juanca nos arruinó el partido? ¿Y ahora cómo les explicamos a los Miranda que no hay fulbo? –preguntó insistentemente Jaime-.
- Tranquilo, tranquilo. Vos tené fe que esto se soluciona –afirmó Baglietto, seguro de lo que decía-
- Vale, a ver si es cierto. De todas maneras, con los Miranda hablás vos, porque yo la última vez terminé a las trompadas con estos. Y yo por Peñarol me peleo con cualquiera, pero por un partido de barrio contra barrio, ni lo sueñes –dijo, amenazante, el yorugua-.
El Rodi, un rosarino que llevaba siempre una camiseta de Central y tenia el brazo enyesado, alcanzó a comentar, diez metros después de haber dado la vuelta a la esquina de la casa del Gordo, que el Juanca era un pelotudo: “No se para que mierda lo tenemos en el equipo, si ni siquiera…”. El Jorge no lo dejó terminar de hablar. Se paró delante de él y mirándolo a los ojos le dijo: “Escuchá bien, Rodi. Y escuchen todos. El Gordo Juanca es ‘De Fierro’. ¿Está claro? ‘De Fierro’. Y aunque la vieja no lo deje salir a jugar con nosotros o lo que sea, él siempre responde. ¿Está claro?”, y todos respondieron que sí; “¿Está claro Rodi?”, le preguntó al rosarino, y éste también respondió que sí.
Cuando llegamos a la siguiente esquina, Baglie nos hizo seña para que nos callásemos, poniéndose el dedo índice en los labios: “En esta cuadra, no hablen”. Cruzamos a la acera de enfrente, donde están plantados los eucaliptos, y en silencio nos quedamos calladitos sentados a la sombra, mientras el Jorge insistía con el dedo índice en los labios.
Fue cuestión de segundos. Primero oímos al perro que ladraba mientras jugaba con alguien, del otro lado de la pared de enfrente, e inmediatamente después la pelota saltó desde ese mismo patio hasta donde estábamos nosotros. Ricardo Torres la alcanzó a tomar entre las manos, como a una guinda de rugby, evitando que picara en el suelo, y antes de que pudiéramos reaccionar, el Baglie ya nos estaba llevando -como a las vacas- para el campito del Club Nueva Italia. Los Miranda nos estaban esperando.
Cuando el Jorge dijo que ya podíamos hablar, todavía no habíamos llegado a la cancha. Entonces el Rodi fue el primero en decir algo: “De fierro el Gordo Juanca, ¿eh?. De Fierro”.
A eso de las 10 de la noche, Baglietto y el Jaime le devolvieron el fulbo al Gordo Juanca. El perro volvió a ladrar, pero no pasó nada.
Esa tarde ganamos 7-1.

Texto agregado el 21-01-2009, y leído por 135 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
23-01-2009 muy pintoresco, lenguaje porteño sin caer en lunfardismos exagerados. Para mi gusto único defecto el exceso de nombres que hacen algo difícil la concentración. También tres nombres que comienzan con J confunden. Muy fácil solucionarlo(Janca, Jaime, Jorge)Te lelicito ninive
 
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