Los hombres de madera.
Ahora que el tiempo ha pasado, y que las canas plateadas han espolvoreado mis ideas. Es cuando los recuerdos saben a dulce. Son pocos los que saben a vinagre. Das la vuelta y miras. Izquierda, derecha y sobre todo al fondo, al principio del camino, desde donde empezaste a correr.
Los hay de muchas cosas, buenas y malas. En los que lloras de felicidad, o en los que intentas no llorar.
Pero llega un día que te levantas y dices: Joder, como me duelen los huesos. Y como me pesa la cabeza. Y es a partir de ese día cuando empiezas a darte la vuelta. Cada vez más a menudo.
Recuerdos. Todos los tenemos. Todos los olvidamos. Todos los recordamos. Pero donde están ahora. Aquí y allí, por todas partes, mirándote, esperando su turno, su turno de olvido y recuerdo.
¿Quién no tiene recuerdos de su infancia? ¿Quién no recuerda su primer día de colegio? ¿Su primera caída en el duro suelo? ¿Su primer beso? ¿Sus primeros amigos? Los amigos.
A lo largo de la vida conocemos mucha gente, pero nadie como nuestros primeros amigos. Ésos que ves pasado el tiempo, y no saludas. Por duda, más que por otra cosa. Son con los que has jugado al futbol, con los que has ido a clase, con los que has tenido tus primeras confianzas. Infantiles, por supuesto, pero confianzas.
Una vez tuve un amigo. Digo tuve, porque fue hace mucho tiempo, y actualmente no creo que piense mucho en mí. Pues este amigo, Peci, para ser más concretos, era un niño fuerte, alto, moreno, serio y con unas gafas que le reforzaban su personalidad estereotipada. Peci era un hombre de madera. Pero era un niño, un niño visto así por otro niño.
Un día, volviendo del colegio vi a Peci sentado en la esquina de un edificio viejo, un lugar escondido, y un niño escondido, entre penumbras. Me alegré de verle, pues ese día no había ido al colegio.
Pero al acercarme mi alegría empezó a transformarse en tristeza. Pero no en una tristeza por dolor o por pena, sino una tristeza por asombro mezclado con decepción. Una tristeza de las que duelen al tragar, de las que cortan los ojos. Peci estaba llorando.
Peci no podía llorar, era de madera. Un niño listo y leal, pero de madera. De una madera viva, como pulida por un maestro artesano. Y la madera no llora, se puede partir, se puede quemar, incluso hay quien ha probado a, simplemente, talarla. Pero no llora.
Me acerqué a Peci y le pregunté:
¿Peci, por qué lloras?
Tú no puedes llorar, eres de madera.
El muchacho levantó la cabeza y me miro. En su cara había dolor por algún suceso desagradable, extrañeza por mis palabras, pero también se vislumbró una aguja de esperanza.
Recuerdos, ninguno te deja de ensañar algo y todos te ayudan a olvidar. Ha olvidar otros recuerdos, otros recuerdos que no son más que los que construyen tu vida.
|