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Suspiró. Su aliento empañó el vidrio en el cual reposaba su cabeza inclinada. Había llovido a cántaros, y la frialdad del ambiente se deslizaba silenciosamente por el resquicio de la ventana, torpemente cerrada. Apoyó la yema de sus dedos sobre el vaho condensado en el cristal y dibujó una estrella simple que pronto se convirtió en una mancha informe.

Cerró los ojos, apartándose el rebelde cabello castaño del rostro con un movimiento brusco de la cabeza. “En cualquier momento llamará”, se dijo.

Su humor empeoraba a medida que transcurrían las horas. El tiempo parecía correr con insoportable lentitud, y el silencio del hogar deshabitado la aturdía, amenazándola con innumerables memorias que esperaban impacientes por cualquier indicio de debilidad para surgir y ocupar su ya turbado pensamiento.

Decidió que debía ocupar su mente en algo, y si ese algo requería cierta actividad física, mejor.

Se levantó de la cama, haciéndose finalmente consciente del dolor de los músculos que comenzaban a despertarse. Tardó unos momentos en ser capaz de moverse con normalidad y, tan pronto lo hizo, se precipitó hacia la pequeña sala de estar. Tomó su abrigo y llamó a su diminuto y jovial cachorrito, incapaz de reconocer su propia voz.

Ambos dejaron la vivienda con pasos apresurados. Afuera, el frío era penetrante y densas nubes oscuras amenazaban con una nueva tormenta. Dirigió la mirada hacia el animal y observó, sorprendida, el reflejo de sus propios miedos. Sus ojos, por lo general de un color rojizo y brillante, parecían ahora opacos y decaídos.

Apartó la mirada de él, sintiendo una ola de profunda desesperación alzarse dentro de su pecho. El fin era inevitable, y eso ya lo sabía. Todo poseía un término; incluso ella misma, el mundo, todo aquello que conocía y amaba. Todo, en algún momento, dejaría de existir. Sin embargo, hasta entonces, aquello había poseído poca o ninguna importancia para ella, y ahora, al enfrentar lo rotundo de su existencia, era consciente por primera vez de una vida que se diluía en la inevitabilidad de la muerte.

Caminaron sin rumbo por largo rato, evitando mirarse. Finalmente alcanzaron la pequeña arboleda detrás de la cual se levantaba, imponente, la imagen de la ciudad. Entre aquellos árboles existía uno, el más alto, que siempre había sido el favorito de la chica desde las más tempranas etapas de su niñez. Parecía un sauce llorón, con sus largas ramas danzando perezosamente con el movimiento del viento. La figura de aquél hermoso y único ejemplar era el recuerdo más nítido que poseía de su infancia.

Estaba aún a unos cuantos metros de distancia, y desde la lejanía notó la presencia de un grupo de gente que, reunida a su alrededor, murmuraba ofendida. Frunció el ceño ante aquel hecho poco común y continuó acercándose, renuente, sintiendo que algo no estaba del todo bien.

Cayó en cuenta entonces de que el árbol se mecía violentamente, y en ese instante cayó con estruendo ante la indignación de los presentes. Vio entonces a los hombres uniformados que asentían y lanzaban exclamaciones de satisfacción. El sauce había sido derribado.

Giró sobre sus talones, y con largas y torpes zancadas recorrió el camino de regreso a casa, siendo apenas consciente de sus movimientos.

Fue al llegar a su casa y captar con el rabillo del ojo su reflejo que se percató de la humedad que empapaba sus mejillas enrojecidas. Había estado llorando durante todo el camino de forma inconsciente. Fijó la vista en sus ojos, irritados e incrédulos, y sollozó un par de veces, dejando que la aceptación de lo que había presenciado ocupara su alma desesperada.

En ese momento el sonido del teléfono interrumpió sus pensamientos, devolviéndola violentamente a la realidad. Ligeramente confundida, buscó con la mirada el aparato, sintiendo el sopor propio de quien es arrancado de un sueño.

Atendió, respondiendo con cortantes monosílabos, incapaz de formar un pensamiento coherente. Escuchó, incrédula, la sentencia: su cachorro, su mejor y más fiel amigo, no tendría que ser sacrificado después de todo.

Colgó el instrumento y envolvió al pequeño animal en sus brazos, llorando ahora con agridulce satisfacción. “Una vida por otra”, pensó con tristeza. “Así funciona la existencia: Una vida por otra”.

Texto agregado el 18-01-2009, y leído por 76 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
18-01-2009 me gustó ***** lihue-aj
 
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