EL OJO DEL GRILLO
Y cuando salió él de la barca, enseguida
vino a su encuentro, de los sepulcros,
un hombre con un espíritu inmundo,
San Marcos 5: 2
La noche se hundía en la charca de aquella calle como queriendo agarrar nubes oscuras que corrían en su fondo.
El trote de un caballo subió la cuesta y de la puerta del bramadero un cuyego se alzó en vuelo.
Remigio con la candela en alto trataba de leer un trozo de pañuelo manchado con sangre. Eran tan sólo siete palabras escritas con letras temblorosas y gastadas: “encuentra el ojo, el ojo del grillo”
Aquel pañuelo parecía llevar tiempo amarrado a la viga del techo.
Lentamente sus dedos abrieron la caja de fósforos que tenía a su izquierda, en ella estaba un grillo, un grillo de antenas largas al que le faltaba un ojo.
Recordó la historia que contaba su maestra de religión, esa sobre los demonios que fueron expulsados del cuerpo del gadareno por el Maestro de maestros.
Aquellos inmundos seres suplicaron poder entrar en los cuerpos de un hato de cerdos, los cuales inquietos se arrojaron al mar y se ahogaron.
Esto era lo que contaban los Evangelistas y lo que la mayoría de la gente conocía.
Pero aquella noche, aquel hombre le contó algo más, algo extraño, algo diferente.
Le habló de un grillo, uno al que la muerte no había logrado abrazar, ya que en esa ocasión... ¡No sólo los cerdos fueron poseídos!
El pequeño insecto quedó maldito, pero la “suerte” de un demonio lo acompañó por siempre.
Quién tuviera ese cantador a su lado, las riquezas y vanidades de la Tierra le sonreirían.
¡Sí! Todos esos mismos tesoros que un día le ofrecieron al Salvador del mundo desde una montaña muy alta.
La voz del hombre sonaba distante y aún más la suya cuando hace 20 años había preguntado: ¿Pero... cómo se reconoce al grillo?
El hombre metió los ojos dentro de la hoguera que ardía y silbando las palabras contestó: En el momento de la posesión el grillo saltó al agua junto con los puercos pero una pequeña punta de olivo le perforó un ojo, y al instante se vio lanzado hacia un agujero del robusto y viejo árbol.
Desde ese día su canto no fue el mismo y cambió su cri-cri-cri por un quejumbroso críííííííí – crííííííííí.
Es por su apariencia y melodía que se reconoce. Por lo tanto quien lo encuentre no debe hacer ningún bien a persona alguna, ya que el orgullo, la vanidad y el egoísmo son la base de este poder.
Si se incumplen estas reglas el demonio se marcha, dejando sobre aquella persona las peores desgracias que se puedan imaginar.
Pero... –balbuceó el pequeño Remigio - ¿Para qué tantas riquezas si al final hay perdición?
Es el precio de la maldad, el malo nunca ampara a sus siervos, antes los arrastra aceleradamente al infierno, no lo olvides muchacho.
Aunque... existe una remota posibilidad - dijo la voz acomodándose el sombrero – una muy remota de encontrar el ojo del grillo y así escapar de las desgracias que se avecinan.
¿El ojo? ¿Qué pasa con él?
En el cielo las nubes parecían abrazar a la luna.
El hombre se acercó a la fogata y atizó los troncos que soltaron un gruñido crepitoso.
Sabes, la misma pregunta le hice a mi abuelo hace años; un anciano poderoso y avaro que tenía tanto y de pronto acabó muriendo en la desgracia.
Él me dijo que cuando el grillo perdió su ojo, este quedó enredado en la túnica de nuestro Señor, siendo así la única parte que no se contaminó con la Legión demoníaca. Mejor aún, fue cubierta por ese manto de santidad adquiriendo un don sagrado imposible de explicar.
Por eso, si el ojo se unía de nuevo a su dueño, el espíritu tendrá que salir como salió hace cientos de años del cuerpo del gadareno.
Encontrar al grillo es lo maldito, la bendición es encontrar su ojo. Un ojo de oro que nace en una flor muy cerca de la región donde se encuentra el animal, una vez al año, en la mañana misma del domingo de resurrección.
Remigio cerró la caja de fósforos y un críííííííííí agudo se hundió en el silencio.
Volvió a llamar a los recuerdos y se vio a si mismo agarrando un bicho que saltaba cerca de la ventana de su cuarto.
Lo guardó entre sus manos y durmió con él toda aquella y tormentosa noche.
La luz de la candela lo volvió a la realidad y tomando la cajita de cartón abandonó la choza galopando rápidamente hacia su gran hacienda.
En el camino pensaba en su prosperidad, su poder, su familia, su hijo y en un ojo muy pequeño de color dorado.
Nunca antes había pensado en encontrarlo. El poder y las riquezas demandaban todo su tiempo. Pero aquella mañana al encontrar su inocente Genaro jugando con el animalito, no logró contenerse más y el frío de un miedo atroz lo comenzó a embargar.
Huyó a encerrarse en esa choza, esa que estaba cerca del paraje donde una noche tuvo la oportunidad de conversar con el hombre aquel.
De ahí en adelante tuvo espanto de la noche, del silencio, de su vida, del mañana por venir.
En sus recuerdos no existía la bondad, los favores, el servicio...
Aquel domingo visitó la iglesia aferrado a la mano de su esposa y su hijo.
La gente lo miraba extrañada y más aún cuando depositó una ofrenda con mano temblorosa.
Conforme intentaba cambiar su vida el mundo de sus riquezas se desmoronaba ante sus ojos.
Murió su madre y su padre el mes siguiente la acompañó.
El dolor y la miseria extendían sus largos brazos hacia él.
Alguien abrió la caja de fósforos, la botó muy lejos pero el grillo no quiso irse.
Noche tras noche cantaba en su ventana dejando una estela de miedo que flotaba en la habitación.
Una tarde tuvo un sueño, caminaba por el cementerio de su pueblo con Genaro agarrado de su mano. Al llegar al final del Campo Santo estaban dos árboles, uno seco y podrido, el otro recio y lleno de flores. Eran Malinches, iguales a los que tenía al frente de su casa.
De un momento a otro su hijo se soltaba de su mano y caminaba despacio hacia aquellos árboles. Él intentaba seguirlo pero no podía moverse, de la nada surgían dos sombras, dos figuras que llamaban al niño, su anciana madre al lado del árbol seco y su esposa junto al Malinche florecido.
Al instante una densa niebla cubría el cementerio y Remigio perdía de vista a su hijo.
Despertó casi anocheciendo, un críííííííí – crííííííííí pausado se paseaba por el cuarto.
¡Ayúdame Dios mío! – gimió una voz – mientras caía de rodillas al lado de su cama. Unos brazos pequeños abrazaron su cuello y el beso de Genaro lo llenó de amor.
La semana entrante enfermó el niño, Remigio parecía envejecer con cada día que pasaba.
Sentía la culpa quemándole el pecho y por las noches el sonido del grillo lo quería enloquecer.
Una mañana inundada de viento Genaro amaneció mejor, sus padres lo llevaron con esperanzas a la iglesia.
De regreso quiso ir al cementerio, deseaba visitar la tumba de sus abuelos.
La madre no pudo acompañarlos y fue Remigio quien con pasos y temblores arrastraba su vista temeroso de encontrar los árboles de su sueño.
La noche se arrojó despacio sobre el pueblo y el críííííííí – críííí – críí– crí se apagó con la lluvia que caía.
Recién llegada el alba Remigio abrazó a su hijo que agonizaba. No había mucho que hacer, sólo esperar que la muerte lo arrancara lentamente de sus brazos.
Papáááá´- susurró Genaro – anoche soñé con la abuela, me habló de un granito de oro que estaba en el cementerio... en las flores... esas que crecen cerca de su tumba, me pidió que te contara, que tú sabrías que hacer.
Dos pedazos de cascajo saltaron por los aires, y el caballo de Remigio se perdió rumbo al cementerio. Al pasar por la entrada apenas se fijo en dos figuras que lo miraron, quiso saludar pero no había tiempo, su hijo lo esperaba.
Amarró el caballo y se arrodilló despacio entre unas flores que crecían cerca de la tumba de su madre. Eran flores bellas, pequeñas y de variados colores. Sus ojos corrían desesperadamente de flor en flor.
Hasta que... Un brillo... Dorado... Casi de sol.
Después un fuego hirviente, quemante, corriendo por su espalda.
El filo del acero lo hizo levantarse por unos segundos.
Luego las rodillas de parafina y un rió de sangre bañándole las vértebras.
¡Maldito! – dijeron unas voces.
La vista se le fue opacando poco a poco y ante sus ojos aparecieron los árboles de Malinche. Cerca de uno su padre sonriente lo llamaba.
En la hacienda la fiebre abandonaba a Genaro que jugaba alegremente con un animal que saltaba entre sus delgadas piernas.
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