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El barrio era de los antiguos, estaba donde la ciudad retomaba su aspecto provinciano. Destacaba una calle adoquinada, ancha; flanqueada por casas de un estilo plano, con balcones y ventanas cubiertas por cortinas que ocultaban las existencias de sus interiores. En una de las esquinas, varias personas reunidas en la puerta de una tienda, conversaban con rostros de intriga. Una mujer, que llevaba sobre su cabeza un pañuelo con flores de colores, parecía ser la moderadora de la tertulia. Un poco más allá de este grupo de personas, unos niños jugaban aventándose una pelota; destacaba de entre ellos uno, cuya mirada poseía un brillo más natural que las de sus compañeros, se llamaba Nicolás, uno de los muchachos del barrio. Era media mañana, el sol pegaba con fuerza. Al fondo de la calle, en un pequeño bosque, los árboles se movían al compás del viento, mientras los pájaros revoloteaban en busca de alimento, o quizá simplemente existían.
Las presencias humanas se manifestaban cubiertas de una luz transparente, hacía que el ambiente desprenda una pureza regada sobre todos los objetos componentes del escenario vivo, manifestado en un sinnúmero de sonidos, que entremezclados producían una especie de espiral acústico, desde el centro del cual, el momento, el espacio, los seres, daban identidad a sus existencias rodeadas por las revelaciones de la naturaleza, por la expresión estática de los objetos inventados. A instantes parecía que se eternizaba el tiempo; que los humanos, animales, objetos, presentes en la mañana, en esa calle, era todo el universo.
Las mujeres y hombres reunidos en la esquina, parecían tratar un tema relacionado con algún acontecimiento digno de perplejidad. Las veces que se producían estas asambleas al aíre libre, en la esquina donde estaba la tienda, el barrio se transformaba en una especie de ágora griego en el que los asuntos colectivos eran tratados públicamente, como una forma de democracia directa. Algunas de las mujeres de avanzada edad se llevaban las manos a la boca, en claro signo de asombro; los hombres arrugaban sus frentes en muestra de preocupación. Todos, por momentos, desviaban sus miradas hacia un árbol que sobresalía sobre el techo de unas de las casas del barrio. Era un ciprés gigante, rebosante en verdor; sus ramas se elevaban al cielo, abiertas como abrazando el espacio, su figura era perfecta, terminaba en una punta que coronaba su cuerpo ancho, las ramas del centro eran gruesas, fuertes, capaces de sostener a varias personas en una sola de ellas. La sombra del macizo se regaba hasta la calle, hasta fuera de la casa donde estaba sembrado hace muchos años.
El patio de la casa donde se levantaba el ciprés gigante era el lugar predilecto de Nicolás, ahí pasaba sus mañanas y tardes entre juegos, en los que el cipariso era su aliado. Trepaba al árbol con agilidad. Había construido entre sus ramas un camino con lugares distintos: uno donde podía recostarse, mirar el cielo entre el follaje; otro donde guardaba objetos, por ejemplo, una calavera de plástico que colgaba de una rama, revistas de comics, que estaban a salvo de la lluvia bajo un pequeño techo construido con el entretejido de las ramas; otro espacio con características de un observatorio desde el cual podía ver, a más de los techos de las otras casas, el bosque del final de la calle, del que su árbol parecía un familiar distanciado.
Largas horas pasaba haciéndose uno con el árbol. Llegó a conocer sus detalles, sus formas internas, sus marcas, sus cicatrices. Tenía especial gusto trepar al árbol en las primeras horas de las mañanas de domingo, cuando sus padres y hermanos todavía estaban entre el calor de las sábanas. Él, salía al patio muy temprano a compartir con los pájaros, que lo habían aceptado como un habitante más del árbol, los primeros calores, la luz del sol, que vestía al ciprés de un verde-amarillo aderezado con sombras. Cuando estaba entre el ramaje se quedaba quieto, como intentando mimetizarse entre la frondosidad. Subía por las ramas siempre buscando cubrir toda la extensión del árbol. Las veces que lo hacía temprano, por la mañana, estaba descalzo; la sensación de sus pies sobre la superficie dura le producía una alegría que recorría desde sus plantas, trepaba sus piernas, se apoderaba de su pecho, llegaba a su cerebro en forma de pensamientos agradables, sumergían esos instantes en un mar apacible que trasmitía calma. Su mirada encontraba en la luz matinal sobre el verde vegetal, motivos suficientes para ser verdaderamente feliz.
Un rumor había corrido por el barrio precipitadamente. Los rumores, las noticias, no tenían ningún inconveniente para llegar a todos los vecinos, a más de que todos se conocían, estaba el hecho de que se habían establecido, a manera de redes, contactos con personas que cumplían el papel de informantes. La mujer dueña de la tienda, a la que todos los habitantes del barrio llamaban la “Señora Piedad”, fue la encargada de diseminarlo a los cuatro vientos. Todos quienes iban a comprar algo salían asustados escuchando la versión de la señora Piedad, a quien, a manera de una agencia oficial de prensa, le habían asignado el papel de portadora de noticias cuya veracidad nadie discutía. Había pregonado a sus clientes, y era suficiente para que todos en la vecindad se enteraran del rumor, que en labios de la mujer tomaba características de información verás. Alguien iba por pan, por una libra de arroz, azúcar, café, papel higiénico, por cigarrillos; de regreso a casa llevaba consigo en el rostro el signo del miedo por la versión escuchada en la tienda del barrio.
El rumor daba cuenta que las raíces del viejo ciprés estaban socavando los cimientos de todas las casas del barrio; que sus raíces, más temprano que tarde, levantarían los cimientos de las viviendas, provocando la destrucción de todo cuanto se levante sobre ellas. Según varias versiones, algunos vecinos descubrieron en sus viviendas partes del piso levantadas de las que salía una especie de raíces, cosa que nadie comprobó, al parecer era parte de un síntoma de exageración sobre la situación. En definitiva: el viejo árbol amenazaba con destruir el barrio entero, por lo que era un peligro para todos. La “noticia” llegó incluso a preocupar a los vecinos de la barriada vecina, pues según el murmullo, las raíces del ciprés amenazaban incluso a la iglesia de San Blas que estaba a más de diez manzanas de la casa de los padres de Nicolás, donde el viejo árbol se levantaba vigoroso. Los vecinos más alarmados pensaban que era necesario acudir en turba, cual inquisidores portadores de santificación, hasta la casa de Ángel, padre de Nicolás, y hacer justicia por mano propia tumbando el ciprés; veían el peligro latente, algunos no dormían pensando que una de las noches las raíces los levantaría con todo y sus casas. El árbol paso a ser una verde amenaza, latente en las mentes de la vecindad, nadie escapaba a esa especie de trauma colectivo; algunos llegaron incluso al extremo de vender sus casas, augurando que ya era demasiado tarde, que las raíces, cual brazos de un infernal ser, habían hecho presa sus bienes y sus vidas.
Había llegado agosto con sus vientos que eran señal inequívoca de la época de vacaciones escolares, era la estación del año en la que las calles del barrio estaban regadas por la luz del sol, dando una apariencia de limpidez a los días; las palomas, los pájaros, parecían muy alegres, se retiraban tarde a sus nidos; la claridad del día duraba más, las tardes se despedían bañadas por los últimos rayos solares que llegaban libres de nubes desde el último rincón del oeste.
A Nicolás, las mañanas de agosto lo llenaban de unas ganas ilimitadas de vivir, de exprimir las horas del día entregándose a liberar su existencia entre el viento, que parecía un ser frenético en clara expresión de complicidad con su alegría, el mismo viento empujaba hacia el azul del cielo las cometas de papel periódico con sus largos rabos, que serpenteaban en el cielo como saludando a los niños que las alimentaban con hilo. Mientras disfrutaba de estos placeres sin precio, pensaba que cuando regresara a casa, iría hasta el patio para subir al árbol, a la espera de la voz de su madre llamándolo para el almuerzo. Ahí en el árbol resolvía sus planes para la tarde, mientras se deleitaba con la tibieza que el calor de mañana había inyectado sobre el ciprés.
Desde su observatorio del árbol esperaba ver salir a los niños de sus casas para juntarse a ellos, y tomarse la tarde desguazando las horas, mientras corrían detrás de un balón, saciaban su sed con bolos de hielo de colores, recorrían la cuadra jugando con cualquier artilugio encontrado, tomaban por asalto alguna construcción de la nueva casa que se levantaba en el barrio, en la que, cual ejércitos de la edad media libraban batallas interminables; o se limitaban a recostarse sobre la hierba de un gran terreno baldío entregando sus rostros al sol, que los marcaba con los colores del tiempo de diversión. El frenesí de la tarde terminaba cuando la primera estrella explotaba sobre el anaranjado cielo en el ocaso del día, entonces, cual soldados en retirada, los niños daban tregua a los escenarios de la calle, dejando los ecos apagados regados en los espacios de sus batallas infantiles.
Las alegrías vividas en el día no terminaban para Nicolás. Al llegar a casa lo esperaba el olor inconfundible del chocolate hirviendo esparciéndose por todos los ambientes, apuraba entonces hacia la cocina donde encontraba a su madre sumergida en la penumbra; destacaba una puerta con cristales que dejaba ver al ciprés recibiendo pacientemente la luz de las primeras estrellas de la noche, su sombra tomaba el aspecto de un ser sobrenatural que reinaba en el patio. Nicolás miraba al viejo ciprés con la convicción de que una tímida luna, colgada en la inaugurada noche, refrescaba su existencia; mirarlo así como en paz, descansando acompañado de su sombra, tranquilizaba a Nicolás, sabía que su árbol pasaría la noche bien, lo emocionaba la idea de esperar la mañana para volver a estar entre sus ramas.
Así transcurrían los días de agosto, los niños en desenfrenada aventura, los adultos en sus labores cotidianas; el zapatero sentado frente a su mesa con la mirada fija en algún zapato necesitado de arreglo, el carpintero sumergido en su trabajo envuelto en los sonidos escapados de la madera aserrada; el radiotécnico rodeado de aparatos eléctricos sin vida; Genaro el joyero, trabando sentado en su banco, escuchando los deportes en la radio, mientras un gato dormitaba sobre la mesa; el abogado del barrio parado en la puerta de su estudio leyendo el periódico, meticulosamente vistiendo su habitual terno gris; la vendedora de plantas sumergida en su jardín, envuelta en el silencio de las flores; el dentista encerrado en su gabinete, solo el sonido de su instrumental daba cuenta de su existencia. El barrio entero activo, cada quien desarrollando su mundo en una sola calle, que era un mundo efervescente en agosto.
Un grupo de vecinos acudió un sábado por la tarde hasta la casa de los padres de Nicolás, llevando una hoja en la que constaban varias firmas que respaldaban un escrito, donde se resumía el pedido de que el ciprés sea talado por la supuesta amenaza que representaba para las construcciones del barrio. El padre de Nicolás los recibió. Imelda, la anciana portavoz de los vecinos, con gestos exagerados y con una voz cargada de un falso drama, explicaba a Ángel las razones por las cuales el árbol debía desaparecer, Ángel la escuchó con atención, mirando por momentos a su mujer que también escuchaba a Imelda, mientras por una ventana podía ver a su hijo en el observatorio del árbol, ajeno a lo que sucedía en el interior de la casa.
Lo expuesto por los vecinos era por demás determinante: daban el plazo de una semana para que el árbol sea derribado. Los padres de Nicolás, contagiados por el miedo accedieron a la petición. Solo una realidad hacía que su decisión les cause preocupación, era Nicolás ¿Cómo le dirían que el viejo ciprés iba desparecer del patio?... el árbol que los ojos de su hijo vieron desde que nació, el mismo que sirvió de apoyo a sus primeros pasos; el mismo, bajo cuya sombra, Nicolás pronunció su primera palabra, que para sorpresa de toda la familia, no fue papá, ni mamá, sino árbol. Estaban entonces enfrentados a la reacción de su hijo, que de antemano sabían cuál sería.
Entre las ramas del ciprés, Nicolás esa tarde de sábado, miraba ensimismado como se desplazaban las sombras proyectadas sobre el pasto del patio, mientras su imaginación en viaje sin horizonte construía sensaciones arrancadas desde lo más profundo de su temprana existencia. Lo ponía en una especie de levitación descubrir espacios, lugares, objetos, que desde el lugar en el que él estaba podían ser observados, descubiertos; se veía a sí mismo como poseedor de secretos desconocidos por muchos, sentía que solo él conocía realmente el mundo donde se desenvolvían las vidas de su familia y vecinos.
Estando en este disfrute existencial, la voz de su padre lo arrancó de su vuelo; ahora miraba a Ángel abajo, al píe del árbol, pidiéndole que bajara, que tenía algo importante que hablar con él. Le pareció fuera de lo común el tono de voz de su padre, su actitud; antes nunca nadie de su familia lo había hecho bajar del ciprés, desde que lo trepaba, siempre bajó de él por decisión propia, Nicolás tenía sobreentendido que para sus padres y hermanos los momentos suyos en el árbol se volvieron inviolables; ahora, abruptamente, su padre violaba su espacio y tiempo.
De mala gana descendió entre las ramas, de un salto estaba en el suelo, entró por la puerta de la cocina; los vecinos se habían ido ya. Encontró a sus padres con un signo extraño en los rostros, lo miraron con compasión cuando llegó hasta ellos; Ángel encendió un cigarrillo, su madre jugaba nerviosamente con la manilla del reloj sobre su muñeca. Afuera en el patio el gran ciprés se agitaba vigoroso con el viento que recorría la tarde del sábado, el sonido de sus ramas acompañaba el aleteo de los pájaros, que a esa hora se preparaban a plegar sus alas bajo la última claridad del día. En el fondo del cielo unas nubes de formas alargadas, eran las puertas de la noche anunciada por colores plateados.
Ángel dejó escapar un suspiro involuntario, acercó una silla señalando en silencio a su hijo que tomara asiento, todos estaban esperando la llegada de Nicolás; cuando hizo su aparición recibió sobre sí todas las miradas, la madre se le acercó y posó la mano sobre su cabeza. Se habían reunido en la sala de la casa, ahí estaban los hermanos y hermanas de Nicolás. El momento revestía un acontecimiento importante, la familia entera, abandonando sus actividades, estaba presa de una expectativa, mientras transcurrían los segundos, se alargaba, provocando en todos ansiedad, reflejada en los rostros. Afuera la luz natural se había hecho tenue, solo el movimiento de las ramas del ciprés alentadas por el viento; el ir y venir nervioso del perro de nombre “Espía”, daban signos de vida en el patio.
“Espía”, con una mirada desencajada, miraba ansioso desde los cristales de una de las ventanas de la cocina; frenético, daba la impresión de querer intervenir en la reunión; breves gruñidos acompañados del movimiento desesperado de sus patas que raspaban la pared, eran muestra de que su instinto canino estaba certero al evaluar la situación. Esta vez no parecía esperar su alimento; inquieto por la actitud de sus dueños, era como si entendiera lo trascendental de la reunión familiar, percibía que su existencia también estaba involucrada en lo que sucedía entre esos humanos. Tenía una edad avanzada, era un perro adulto; había vivido lo suficiente, para desde su condición animal, conocer las reacciones humanas. Su comportamiento cambiante de acuerdo a las circunstancias, lo hacía un perro sabio; al contrario de lo que ocurre con los seres humanos, entre quienes la idea de poseer una sola personalidad es sinónimo de madurez, la sabiduría de un perro se refleja en su adaptación al medio, a las circunstancias; en estas artes “Espía” había escrito páginas gloriosas, como aquella vez, que perdido por más de un mes en las calles, sobrevivió gracias a su instinto de adaptación que lo llevó hasta la puerta de la casa de una viuda solitaria, quien lo cuidó, lo alimentó; aunque nunca lo dejó entrar a la casa; vivió en esa vereda, mientras observaba la rutina de los humanos, de los que aprendía cómo no debía comportarse. Era el dueño de la sombra del ciprés, su lugar predilecto en los días de sol; el árbol era además motivo de sus juegos caninos, como un “perro loco” daba vueltas alrededor del ciprés a velocidad, mientras ladraba como festejando a su amigo vegetal. Hay que aclarar que las veces que se orinó sobre el tronco del ciprés, no era de ningún modo, un acto de desagravio contra el árbol, simplemente la naturaleza de su instinto cuadrúpedo en honesta manifestación.
En la reunión familiar el silencio se rompió. La voz del padre llenó el ambiente con un sentido de solemnidad, de ese tipo de solemnidad de funeral. Mirando uno a uno los rostros de sus hijos empezó su discurso. Parecía un orador frente a un público selecto, a pesar de que su oficio de taxista no le exigía ser un erudito en el uso de la palabra, frente a situaciones que requerían de la sensibilidad del verbo, sabía impactar. Con un tono entre enérgico y conciliador, explicó la situación; por momentos trataba de evitar mirar a Nicolás, pero inevitablemente terminaba dirigiéndose a él, quien, en concordancia con la explicación de su padre, era asaltado por un ligero temblor de todo su cuerpo, acompañado por la nada grata sensación de sequedad en su boca. La madre y sus hermanos adoptaron la posición de oyentes silenciosos, invadidos por una parálisis, haciendo que la escena parezca congelada.
Las miradas se entrecruzaban entre todos: la madre miraba a Nicolás, este miraba al padre hablando, el padre miraba en intervalos a todos; Sonia Lucía hermana, miraba a Iván, hermano mayor; este miraba a Fernando, que observaba a Eulalia, la mayor de las mujeres que miraba a la morena Mercedes; esta posaba sus ojos en Patricio, que exhibía su barba de joven adulto, que a su vez observaba a César, quien veía a Esteban el infante, que no miraba a nadie, sus ojos se divertían con los dedos de la mano de Fernando que lo tenía sentado entre sus piernas. En cuestión de segundos la secuencia se invertía: la madre miraba a Ángel, que miraba a Nicolás, que miraba a Sonia Lucia, que miraba a Fernando, que miraba a Eulalia, que miraba a Patricio, que miraba a Mercedes, que miraba a Iván, que miraba a César, que seguía mirando al infante Esteban. El perro Espía, miraba a todos desde el patio por la ventana de la cocina.
Ángel terminó de hablar, el silencio envolvió el ambiente. Ahora todos miraban al ciprés a través de la ventana. Lo miraban con un sentimiento compartido, en silencio, como cuando se mira a un enfermo terminal al que pronto le llegará la muerte. Nadie se atrevió a contradecir la decisión tomada, tampoco nadie se aventuró a moverse de su puesto por el lapso de varios minutos. Nicolás, sin decir palabra, se retiró a su habitación. Se recostó sobre la cama y quedó mirando el techo sumergido en una tristeza tan grande como la noche que inadvertidamente había llegado.
Sólo, en su habitación, pensó en salir al patio y subir al árbol para no bajarse nunca y evitar que sea talado. Un pensamiento que lo hacía verse a sí mismo como impotente frente al mundo, lo hizo desistir de la idea.
Quedó profundamente dormido después de mojar la almohada con sus lágrimas. Y soñó: estaba en un gran bosque en el que su ciprés era el rey de los árboles; era un bosque lleno de pájaros y cometas de papel pulsadas por miles de niños, tantos como los árboles; en el sueño él tenía alas de colores, volaba alrededor del árbol, y entre las cometas, mientras su mirada rompía el horizonte, de pronto en lo alto de ese cielo onírico, de entre unas nubes anunciadoras de tormenta, un rayo certero se desprendió con un estruendo que desequilibró su vuelo, y fue a dar en el centro del ciprés convirtiéndolo en una hoguera, cuyas llamas devoraron todas las imágenes de su sueño.
Cuando despertó escuchó los golpes secos de un hacha, que a manera de latigazos golpeaban sobre madera; sin abrir los ojos, quiso imaginar que aquel sonido era parte de su sueño transformado repentinamente en pesadilla, pronto se dio cuenta de que era realidad; se incorporó de un salto, bajo las escaleras con un temblor interno en su cuerpo, que hizo que cayera entre las gradas. Descalzo llegó hasta el patio donde sus ojos no encontraron la sombra eterna del ciprés, ya no estaba el gigante verde, ya no estaba su alegría sembrada; unos pájaros trinaban protesta encaramados en la cornisa del techo. El ciprés no era ya sino un montón de troncos diseminados en el patio. Nicolás cerró los ojos. En su interior construyó la imagen íntegra del árbol del patio.



Texto agregado el 15-01-2009, y leído por 1099 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
28-01-2009 Bien, allka, respondiendo a tu pedido, me he llegado hasta tu cuento. Primero, el tema me parece interesante. Es más, las raices destruyendo todas las casas de barrio son una buena veta para desarrollar más una dimensión fantástica de tu relato, que no me parece explotada. Segundo, me parece que es necesario un recorte, concentrarte un poco más en el tema principal y dejar algunas descripciones (y en algunos casos reiteraciones) de lado. Me parece que el cuento gana, así, en intensidad e interés. Leí también la otra versión, y no hay duda que esta es mucho mejor, especialmente en lo que hace a puntuación. Bueno allka, espero que te sirva el comentario, desde ya de un simple aficionado a la lectura. Saludos arqui
 
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