EL DELATOR
Las aguas bermejas del arroyo desbordado fluían apaciblemente por entre la arboleda de Guamos y Yarumos que se erguían en la ribera, el tronco seco que servía de puente estaba inmerso bajo el agua a excepción de las raíces que emergían como brazos desnudos e implorantes.
El militar, un hombre gigantesco de piel morena, rostro adusto y hercúleos brazos se detuvo y giro con lentitud, luego se sentó en cuclillas frente a mí, su fría mirada penetró hasta lo más profundo de mí ser. El miedo hizo sacudir mi cuerpo como las hojas, de la arboleda, agitadas con loco vaivén por la brisa de aquella mañana de agosto.
Su negro bigote tembló bajo la aguileña nariz cuando preguntó por enésima vez:
-¿Este es su hermano?- Ante mi silencio su ira aumento –Dígame mocoso. ¿Este chusmero es su hermano?-
El miedo se transformó en llanto y con cada sollozo que trataba de contener mi cuerpo se estremecía sin ningún control, el hombre continuaba implacable con su interrogatorio, ofuscado se puso de pie, sacudió ante mis anegados ojos la fotografía que portaba en su mano derecha y con voz airada dijo mientras con la otra mano me sujetaba con brusquedad del hombro sacudiéndome con fuerza:
-¿Este es su hermano? ¡Responda!- Sin poder evitarlo rompí en llanto, la enorme pistola que le colgaba al cinto atada con tiras de cuero a una de sus piernas, gruesa como un Carrecillo, me aterrorizaba. Indolente se limito a mirar detalle a detalle la foto, de vez en cuando mirándome de reojo, dejando que mi desesperación aumentara. Flemático esperó que me calmase para luego volver a centrar su atención en mí. Después de un prolongado silencio durante el cual solo escuchaba los acelerados latidos de mi corazón, habló y lo hizo con voz calmada como si mis lloriqueos lo hubiesen ablandado –Mire niñito, necesito saber si este chusmero es su hermano- Durante unos segundos guardó silencio, luego su voz sonó implorante. Recuerdo que su actitud me desconcertó –Si me ayuda le puedo dar plata- introdujo su mano en un bolsillo de la camisa y saco un billete nuevo de doscientos pesos –Mire este es un cafetero puede ser suyo si me dice quien de la foto es su hermano- sin que pudiera evitarlo me tomo una mano y coloco sobre la palma el billete –Dígame cuál es y no me mienta- subrayó en tono amenazante -Si me miente ¿Sabe lo que le pasará?- su voz volvió a ser suave, casi como un susurro –Si no me dice la verdad le corto la cabeza- un dedo enorme de uña bien cuidada se paseo de lado a lado del cuello en línea horizontal semejando un tajo –Lo tiro por el caño para que se lo coman los peces- con el mismo dedo señalo el cauce- mire como esta crecido, nadie lo va a encontrar - haciendo énfasis en sus palabras enarcó las cejas –Ni siquiera su mamita- guardó silencio por un momento como esperando que sus palabras surtieran el efecto deseado –Eso le pasa a los que no me dicen la verdad- sentenció con un movimiento afirmativo de la cabeza.
A mis escasos siete años no comprendía lo que el militar llamaba verdad, me pedía que identificara a mi hermano donde el hombre que allí veía era mi padre. Era una vieja fotografía a blanco y negro de tamaño postal donde posaba junto a un amigo. Armados de estoques de madera practicaban esgrima. Recordaban viejos tiempos en los cuales según ellos existían hombres de verdad donde el valor y la pericia primaban, eran remembranzas de su querido suelo antioqueño y queriendo demostrar a sus amigos que los paisas no eran solo fama decidieron dejar para la posteridad toda su habilidad en las artes marciales en aquella empolvada foto que el militar extrajo del álbum familiar minutos antes confundiéndola con el entrenamiento de dos guerrilleros. Al menos eso era lo que aparentaba creer, aunque yo sabía que no era tan estúpido y que ese montaje era solo una artimaña para inducirme a hablarle sobre lo que él, quería saber y lo cual yo desconocía.
Temblando y con un nudo en la garganta miraba en silencio la fotografía, mientras el militar me apremiaba con gritos e insultos que hacían crecer mi temor, con voz entrecortada le respondí entre sollozos.
-No señor, no es, ninguno de ellos es mi hermano.
-¿Qué dice? Este es su hermano, no me mienta cabroncito de mierda, ¿quiere que le corte la cabeza?
-No señor- por enésima vez rompí en llanto y por enésima vez los ojos color miel del hombre se entrecerraron en forma amenazante y su voz aunque suave expresaba una velada amenaza.
-Es mi papá-
Me miró como si no comprendiera mis últimas palabras.
-¿Cuál es su papá y cual es su hermano?-
-Mi papá este- dije señalando al más viejo con el índice colocado sobre el papel- -mi hermano no esta-
-¡Con que toda la familia es guerrillera!- exclamó con voz apenas audible mientras su mirada pensativa se clavaba en mi rostro.
Más allá de la arboleda que nos ocultaba se escapaban los ruidos producidos por los soldados que pernoctaban en la escuela, hasta mis oídos llegaron varios gritos de dolor de alguien que imploraba que lo soltaran. El militar desvió la mirada prestando atención a los lamentos, mientras que en mí, el miedo se hizo más intenso. El gorjeo de un pájaro que se posaba sobre la copa de un guamo distensionó el ambiente con su melodía, la noche anterior había llovido a cántaros y ahora saludaba al sol matutino que brillaba con todo su esplendor en un cielo intensamente azul tachonado de algunas nubes que como raudos borregos se dirigían al sur empujados por el viento.
Los lejanos ladridos de los perros indicaban que a mi casa llegaba gente, por un momento pensé en mi madre que acompañada por mis hermanas menores permanecía aterrada sin atreverse ni siquiera a ordeñar las vacas, mi padre se encontraba en la ciudad para un chequeo médico y el peón que ayudaba en los quehaceres cotidianos se había marchado temiendo ser colgado por los militares; mi hermano mayor estaba retenido al igual que varios vecinos que habían sido llevados hasta la escuela después de ser sacados a empellones de sus viviendas y yo, el único hombre que quedaba en casa a punto de mearme en los pantalones.
-Si este es su papá, quiere decir que es el comandante- aseguro después de meditar un poco,-¿Dónde esta su papá y los demás bandoleros?- Preguntó ansioso.
-Mi papá esta enfermo- respondí después de que hubo reiterado la pregunta.
-¡Con que enfermo!- exclamo mirándome con severidad -¿Qué tiene?-
-Una vaca brava lo golpeó-
-¿Una vaca? ¡Mentiroso! Esta herido y de seguro fue en un combate. Dígame la verdad o si no ya sabe lo que le pasa, mocoso de mierda- sus palabras airadas hicieron que el llanto regresara. Preso de terror comencé a hablar. El grito de un yacabó me golpeó con su tufo de muerte, recordé las palabras de mi padre; “cuando canta el yacabó la muerte anda cerca” El corazón me dio un vuelco y el nudo en la garganta que me había acompañado toda la mañana me impedía hablar con claridad, esto irritó aun más al militar.
-Si señor, esta herido- entre sollozos y balbuceos le dije al hombre todo lo que quería saber, al fin y al cabo lo único que quería era la verdad, una verdad que yo desconocía, sin embargo, la única verdad que el hombre quería escuchar y comprendí que era la única forma de evitar sus insultos.
-Espéreme aquí- dijo después de escuchar con atención mis palabras, luego se marcho en dirección a la escuela. Conteniendo los sollozos me quede solo viendo como el cauce crecido del riachuelo arrastraba troncos, ramas y espuma. Parapetada sobre un tronco que descendía, una víbora dormitaba ajena a mi tragedia, cuando la vi estuve a punto de salir corriendo, sin embargo era más grande el miedo que sentía por el militar y permanecí en el lugar esperando a que el hombre regresara. Mentalmente recité un padrenuestro rogando que la alimaña continuara su viaje, unos metros más abajo una pequeña vorágine atrapo el tronco y molesta la serpiente se arrojó al agua nadando hacia la orilla, como hipnotizado la miré trepar por un barranco y perderse zambullida entre la hojarasca que junto al camino tapizaba el suelo. Por un momento me olvidé del militar y absorto observé el lugar por donde desapareció el ofidio.
Sin que me percatara el hombre llego junto a mí, cuando lo vi estuve a punto de gritar de terror. Su moreno rostro continuaba impasible, solo su mirada parecía interesada en mí. Mientras se hurgaba los dientes con una brizna, me observaba fijamente estudiando cada uno de mis movimientos.
-Gracias por su colaboración niño- dijo sonriendo después de contemplarme en silencio durante un largo rato que para mí fue como una eternidad
–Con su ayuda he identificado a un comandante de los chusmeros, la patria esta en deuda contigo. Ahora puede irse-. Se dio media vuelta y regresó por donde había llegado, cuando hubo dado algunos pasos se detuvo y mirándome por encima del hombro concluyo: -¡Ah! Si su mamá le pregunta acerca de nuestra conversación, no le diga nada porque si le dice que yo lo amenace, entonces vengo y lo tiro al caño para que lo devoren los peces- con indolencia arrojó la brizna con que se hurgaba los dientes, dio un pequeño salto hasta el terraplén que bordeaba el camino para evadir el agua que lo anegaba y se alejó con pasos decididos y largos hacía el campamento.
Con la mirada nublada por el llanto y el miedo visceral que inundaba mi cuerpo regresé corriendo a casa, por el camino de vez en cuando miraba hacia atrás para cerciorarme de que el militar no venia tras de mí, por primera vez olvide el temor que sentía por las serpientes y sin vacilar pase junto a la hojarasca por donde desapareció la que había visto antes.
Cuando llegué, mi madre le servía el desayuno a mis hermanas, sintiéndome culpable por haber roto la promesa que la tarde anterior le había hecho no me decidía a entrar; con timidez me recosté contra el marco de la puerta que daba a la cocina. Un grupo de soldados se alejaban por el potrero en dirección desconocida. Los rayos del sol de media mañana despedían destellos siniestros del cañón de sus armas y el viento trajo hasta mis oídos el golpeteo metálico de los arneses que sostenían colgados en bandolera sus fusiles. Los enseres de la casa continuaban desperdigados por todos lados y los ojos de mi madre estaban enrojecidos por el llanto. Después de asomarse por la ventana para cerciorarse que los militares ya no la podían escuchar se dirigió a mí.
-¡Ojala que haya abierto la boca!- amenazó con voz airada –ya sabe que no puede decir nada porque nos hace matar-.
-No mamita, no dije nada- respondí apresurado mientras los ojos volvían a cuajárseme de lágrimas.
Sus ojos negros se clavaron sobre mi rostro como si quisiera leer en mis facciones la veracidad de mis palabras. Su amenaza quedo flotando en el aire como el rastrillar de un látigo:
-Si le dijo al ejército que su hermano se fue para la guerrilla, le pelo el culo a fuete.
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