UNA SENTENCIA ANTICIPADA
Los tres cadáveres mecidos por el viento de agosto que con fuerza soplaba desde el oriente colgaban como péndulos macabros de las vigas de madera del trojero que se levantaba metros más abajo de la carretera.
Una nauseabunda nube de moscardones zumbaba incesantemente revoloteando bajo el techo de palmas, ahogando el sonido producido por la brisa al frotar las hojas de los árboles que ocultaban el lugar.
El cuadro era dantesco, al igual que los otros cadáveres, el cuerpo de la mujer colgaba atado de manos con una delgada soga. Una cuchillada sobre la zona pélvica le había desangrado en una muerte lenta y dolorosa. El charco de sangre coagulada formado bajo sus pies expedía ese característico olor acre que se esparce por todas partes, penetra hasta el cerebro y aun después de varios días continua alojado en las fosas nasales como un acaro invisible
Alrededor de la herida un círculo blanco contrastaba con el color púrpura oscuro de la sangre seca. Tardé unos segundos para darme cuenta que eran queresas. Los pies le colgaban oscilando con el viento, de manera que era fácil de suponer que las piernas fueron quebradas en un acto de salvajismo sin igual. Por la forma en que se ensañaron con ella debió ser una desertora y la torturaron para que sirviera como ejemplo a todos aquellos que pensaran abandonar las filas del grupo armado.
Los hombres tenían múltiples puñaladas en el tórax y el abdomen. Uno de ellos con la garganta cercenada de un tajo estaba completamente cubierto de sangre, sin embargo, en esta herida todo indicaba que fue propinada después de muerto. El otro cuerpo estaba emasculado, tal vez con el fin de dejar una advertencia.
Las moscas revoloteaban cada vez en mayor número de cadáver en cadáver, luego se posaban en el suelo sobre los coágulos cubriéndolos de un cambiante azul verde-grisáceo.
Un súbito ataque de nauseas hizo que mi cuerpo se doblara en continuas arcadas, segundos después vomitaba las entrañas. Exánime y colgado de los brazos del pastor y su amigo caminé hasta llegar bajo la sombra de un zurrumbo florido. El aroma suave de sus flores y el frescor del aire hicieron que poco a poco recobrara mi compostura. Desde allí los cuerpos se me antojaban como un flash back de una película de terror.
Los inclementes rayos del sol golpeaban de frente los cuerpos acelerando su descomposición por lo que a pesar de haber sido dejados allí la noche anterior ya empezaban a apestar. Una bandada de buitres se acercaba desde el occidente girando en círculos descendentes mientras negros cúmulos empujados por el viento del este tapizaban con rapidez el cielo de las dos de la tarde. Pronto empezaría a llover con la crudeza propia de la región.
Desde el oriente el lejano fulgor de tenues fucilazos coronaba de oro una enorme nube azul-grisácea que se levantaba del horizonte seguida por otras de menor tamaño.
Permanecimos en silencio, las palabras sobraban, de antemano sabíamos quienes habían perpetrado aquella masacre que para nuestro bien debería permanecer oculta. El viento continuaba agitando las hojas de los arbustos produciendo un susurro fantasmagórico que enervaba el cuerpo y hacia que un escalofrío que calaba hasta los huesos, caminara sobre la piel.
Desde el norte, como un latigazo llego hasta nuestros oídos el rugido del motor del mixto que llevaba carga y pasajeros desde la cabecera municipal hacia el caserío cercano donde vivíamos el pastor Eduardo, su cuñado y yo.
Como impulsados por el mismo pensamiento, simultáneamente los tres miramos con desesperación hacia el lugar donde dejamos aparcado el campero que nos había llevado hasta allí. El rastrojo impedía que nos vieran, pero los pasajeros de la flota verían el vehículo y se enterarían que el pastor estaba en la choza, cosa que en otras circunstancias no nos hubiera preocupado porque el cultivo que se extendía alrededor del rancho era de su propiedad. El problema era que había tres cadáveres y dados los sucesos acontecidos en los últimos días en la región, podía ser nuestra sentencia de muerte.
Mi primera intención fue decirles que intentáramos llegar al campero antes que la flota, pero me di cuenta que la obesidad de Eduardo le impediría subir corriendo la empinada cuesta de casi cien metros que nos separaba de nuestro vehículo. Solo nos quedaba rezar para que no viajara ningún miliciano o algún lengüisuelto que nos delatara diciendo haber visto el carro del pastor en el lugar donde se hallaban los tres ajusticiados.
Un par de minutos después, luego de ascender la cuesta casi a la carrera llegamos a la carretera, el mixto no era más que una estela de polvo que se perdía en una curva lejana desvanecida con rapidez por el viento.
-¡Rayos!- Exclamé. El pastor me miró como si estuviera reprendiendo mi proceder propio de alguien lleno de miedo. Juan solo se limitó a lanzar una interjección de desconsuelo. Mientras subíamos al campero observé que los primeros gallinazos se posaban sobre el techo de la choza dispuestos a darse un festín.
Un negro manto comenzó a tapizar el cielo y los truenos cada vez más cercanos llenaban el espacio con su sordo rugir, sería cuestión de unas horas y la llanura estaría bajo un completo diluvio.
De regreso al caserío nos embargaba un silencio lúgubre interrumpido solo por el traqueteo del campero al entrar y salir con dificultad de los baches formados en la carretera, el viejo Land Rover avanzaba raudo mientras su chofer esquivaba con pericia los guijarros de gran tamaño que tapizaban el camino.
Cuando las primeras casas se dibujaron ante el parabrisas, les dije en tono de advertencia:
- Ni una palabra a nadie de lo que vimos. Esto nos puede causar serios problemas - Con significativas miradas al rostro de los otros reforcé mis palabras.
Como por arte de magia el cielo se había despajado y el conato de lluvia viajaba hacia el occidente con sus truenos y relámpagos.
- ¿Por que? - pregunto inocentemente Juan, quien al parecer no comprendía la gravedad del asunto.
Después de un corto silencio en el cual busqué las palabras adecuadas, le expliqué acentuando la voz tratando de que comprendiera que corríamos un inminente peligro.
- A esos tres se los cargo la guerrilla y a ellos no les gusta la publicidad. Si contamos lo que vimos no las cobran. Consideraran que somos “turpiales de laguna” como llaman a los sapos y correremos la misma suerte de esos desgraciados -.
El pastor como si estuviera midiendo el alcance de sus palabras con voz dubitativa sentencio:
- No puedo quedarme callado Profesor, esto va en contra de mis principios religiosos y éticos. Lo que vimos fue una salvajada y por miedo no podemos convertirnos en cómplices. Eso es pecar doblemente -.
Ante estas palabras sentí un nudo en la garganta y conteniendo el desconcierto que sentía, le espeté:
- Pecado o no, eso no me importa. Lo importante es seguir viviendo y para ello lo mejor es guardar silencio. ¿O acaso no recuerdan al chofer que mataron por el simple hecho de haber recogido el cadáver de un amigo suyo al cual hallo tirado en la carretera? No quiero correr la misma suerte -, guardaron silencio, un silencio afirmativo, sin embargo tenia la certeza que el pastor no se quedaría callado y temiendo lo peor, rogué mentalmente a Dios para que lo iluminara y pudiera quedarse con la boca cerrada. Sabia que era lo mejor y recordé el adagio popular muy aplicable a ese lugar y a tales circunstancias: “En boca cerrada no entran moscas”.
Había transcurrido una semana desde nuestro hallazgo en la parcela del pastor. Ese día me encontraba en el polideportivo frente al puesto de salud con un grupo de estudiantes realizando ejercicios físicos, cuando una camioneta irrumpió rauda en el caserío, avanzaba lanzando grandes cantidades de agua y lodo contra las puertas y paredes ubicadas a lado y lado de la vía desde las charcas formadas debido a los aguaceros caídos en los últimos días. Frente al puesto de salud se detuvo, varios hombres bajaron llevando consigo un cadáver. Sin prisa ingresaron al interior de la edificación desapareciendo por unos pocos minutos, luego regresaron al vehículo y se marcharon por donde habían llegado. Momentos después le entrada al puesto de salud se llenó de pobladores quienes querían saciar su indolente morbosidad.
La curiosidad propia de los adolescentes hizo que varios de mis discípulos acudieran al lugar. Cuando de labios de uno de ellos escuche el nombre de la victima sentí que un escalofrió recorría mi cuerpo. Mis temores se materializaban: ya nos estaban cobrando el habernos encontrado a los ajusticiados.
De regreso al colegio me preguntaba una y otra vez el porque de nuestra mala suerte, tener que ser justo nosotros los que encontramos aquellos cadáveres los cuales nadie conocía, pero que llevaban consigo una sentencia anticipada para quienes los hallaran.
Un charco de agua dejada por la lluvia, temblaba agitado por el viento húmedo de mayo, mi rostro se reflejó por un segundo sobre su espejo, dándome la impresión que temblaba.
Algunos de los estudiantes notaron mi turbación e inocentes preguntaron el por qué mi rostro sombrío. Sin responderles ingresé al aula de clases y me dediqué a mi trabajo tratando de hacerme a la idea que nada pasaría y que todo era fruto de mi paranoia.
El pastor Eduardo era un hombre de mediana estatura cuya edad oscilaba entre los cuarenta y cinco y cincuenta años, lucía una calvicie avanzada que le hacia brillar la cabeza. Su rostro era de carácter fuerte y decidido. Sus ojos negros poseían una mirada dura y fría impropia de un líder espiritual como lo era el. Cuando llegue a su casa se disponía a salir en compañía de su familia y desde la oquedad de la puerta apremiaba a sus hijos y esposa para que se apuraran
Al verme llegar supuso la razón de mi visita y caminó a mi encuentro evitando que sus hijos escucharan nuestra conversación.
El sol de mediodía adardeaba con furia los desnudos guijarros de la calle que reverberaban bajo nuestros pies. Alcé la mirada al firmamento con la esperanza de hallar una nube que ocultara al sol, solo hallé el azul intenso de un día sin lluvia. Dolorido, miré hacia el suelo y entre mis párpados cerrados se dibujo un fulgente disco de fuego que poco a poco se fue diluyendo. Cuando abrí los ojos el pastor me miraba entre divertido y socarrón; su rostro no denotaba preocupación alguna.
- Buenos días profesor ¿Cómo me le va? ¿Qué le trae por aquí?- Estuve apunto de abofetearlo, me pareció el colmo del cinismo que no estuviera preocupado por lo que estaba pasando.
Una furtiva ráfaga de viento hizo que un aluvión de hojas caídas desde las copas de un Sauce y varios almendros que refrescaban el lugar y que lucían adormecidos por el calor sofocante que inundaba el poblado, revoletearan enloquecidas a nuestro alrededor obligándonos a entrecerrar los ojos para evitar que se nos llenaran de basura.
- Estoy asustado pastor, mataron a su amigo Juan, ahora seguimos nosotros - Estaba realmente aterrado y a mi manera de ver el pastor no dimensionaba el verdadero peligro. Casi con rabia le reclamé: - ¿Por qué no se quedaron callados?, esa gente está enojada porque el despeje se acabó. Ahora soltaron a sus asesinos y están matando a todo aquel que no los apoyó, inclusive a los que se encuentran a uno de sus muertos tirado en la carretera y nosotros nos encontramos tres –
Mis ojos se pasearon una y otra vez por su rostro, quería que me diera una explicación convincente, que me dijera que no me preocupara, que todo estaba bien y que nada pasaría, aunque yo sabía que dijera lo que dijera, la suerte estaba echada y que nuestra muerte era cuestión de días, pues lo más probable era que los comandantes ya hubieran dado, a sus hombres, la orden de asesinarnos.
- Denuncié por que no hacerlo va en contra de mis principios. Callar lo que esta pasando, en cierto manera, es aprobar lo que hacen y no puedo estar de acuerdo con que conviertan esta región en una carnicería -
- ¡¡Por Dios Pastor! comprenda que aquí no hay mas ley que la de ellos. Estamos en sus manos, harán lo que se les antoje. No debemos darles motivos para que nos maten-
- Profe déjeme decirle algo - Su voz era totalmente calmada, llena de confianza, esto me desconcertó aun mas. No podía comprender como un hombre que como yo, al cual le colgaba una lápida al cuello estuviera tan tranquilo - Estamos en las manos de Dios, si es su santa voluntad que sobrevivamos a esto, pueden enviar a todos sus frentes, a todos sus milicianos tras nosotros y nada ni nadie nos tocará. Pero si el, ha decidido llevarnos ante su presencia nada, absolutamente nada, nos librará de morir en sus manos -.
La absoluta confianza de sus palabras me dejó sin argumentos, sin embargo de algo estaba seguro, estábamos sentenciados a muerte y la primera condena ya se había ejecutado.
Durante unos segundos guardamos un pesado silencio, en ese lapso me dedique a mirar una bandada de gallinazos que en negros círculos ascendentes sobrevolaban un monte cercano, me pregunte para mis adentros si no habría allí otro cadáver de algún ajusticiado.
¡Había ocurrido tantas cosas últimamente!
La esposa de Eduardo lo llamo recordándole que se les hacia tarde.
- Voy a acompañar la familia de Juan.- sus ojos trataron de encontrarse con los míos mientras su mirada escudriñaba cada gesto de mi rostro, solo pude mirar hacia el suelo. -¡vamos!- dijo exhortándome a que lo acompañase, dudé por un instante, luego respondí:
- Siento vergüenza con usted pastor, pero no quiero más problemas. Asistir a ese funeral será desafiarlos y no quiero darles más motivos para que me maten -
Sintiéndome el peor de los cobardes giré sobre mis talones y me aleje sin decir adiós. Por un instante sentí sobre mi espalda su mirada de reproche taladrándome y conteniendo las ganas de llorar apreté mis pasos hacia lo que consideraba la seguridad de mi apartamento.
Horas mas tarde cuando el sol moría tras el abigarrado horizonte, sintiéndome asfixiado entre las paredes de mi habitación salí nuevamente a la calle, quería despejar un poco la mente y huir aunque fuera por un instante de mis pensamientos. Ya había tomado la decisión de abandonar el pueblo el día siguiente, lo haría aprovechando la coyuntura del fin de semana, por lo que consideré oportuno respirar por última vez el aire fresco que aun allí podía respirarse. El caserío para mi sorpresa estaba desierto como si el miedo colectivo impidiese que los transeúntes anduvieran las anchas calles empedradas y llenas de huecos donde enormes piscinas dejadas por la lluvia las hacia en parte intransitables.
En la plaza, sentados sobre las graderías del polideportivo, una pareja de enamorados se comían a besos mientras un par de caballos ajenos al romance, pastaban en el césped de la cancha de fútbol. Sin prisa caminé calle abajo dando pequeños saltos para evadir las charcas. Como casi todas las tardes me dirigía a la casa de Laura, una profesora que además de ser mi amiga era mi confidente. Era la única persona a quien le había confiado el incidente con los tres ajusticiados y fue quien me aconsejo abandonar el caserío.
Con el asesinato de Juan, sus palabras eran perentorias, pero antes de huir quería despedirme y darle un beso.
Sentada en el andén junto a la puerta de su casa charlaba animadamente con Lucy, otra profesora que al igual que nosotros laboraba en el mismo colegio. Lucy era una simpatizante de la causa guerrillera y creíamos que pertenecía a las milicias, además de ser amante de un comandante de rango medio. Al verla sentí un vació en el estómago y acelerárseme la respiración.
Laura y yo pensábamos que en caso de inconvenientes podríamos tener su intercesión debido a su cercanía con el grupo guerrillero.
Al llegar junto a ellas las mujeres me sonrieron e invitaron a sentarme en el espacio libre que quedaba entre ellas.
¿Sabría Lucy de mi condena a muerte? Era el interrogante que me daba vueltas en la cabeza, sin embargo no me atrevía a planteárselo por temor a empeorar las cosas. Fue Laura la que lo hizo. Sin más preámbulos la interrogó casi de una manera agresiva:
- ¿Te ha dicho tu novio que así como mataron a Juan, van a matar a Luís y al pastor Eduardo por haber encontrado los cadáveres del rancho? -
Una mirada y un gesto de extrañeza se dibujaron en el rostro de Lucy.
Aunque no eran los únicos cadáveres encontrados en esos días, entre los lugareños se habían hecho famosos como “los cadáveres del rancho” por ser los únicos dejados en una propiedad privada, casi todos eran arrojados a la vera del carreteable. Para ese momento tenía la certeza que los habían dejado en el rancho como manera de sentenciar al pastor y de paso advertir que todo aquel que no se ciñera a sus leyes correría la misma suerte, lo irónico era la cruel broma que el destino me estaba jugando y la cual les daba la oportunidad de sacarme del juego, pues al fin y al cabo me había convertido en una piedra en el zapato para los proyectos que impulsaban en la región. A pesar de mi discreción, siempre me opuse al velado juego al que sometían a la población civil, pues por una parte decían representarla mientras por la otra la robaban, mataban, secuestraban y desaparecían
El inquieto silencio de Lucy me indico que sí lo sabía y la sentencia era inmutable e inmediata.
- No, no me lo ha dicho, pero no creo que te vayan a matar por el simple hecho de encontrar un cadáver - mientras hablaba, lo hacía con la mirada pegada al suelo evitando mirarnos a los ojos por lo que comprendí que mentía.
-¿Y al chofer y los tres pasajeros que mataron el mes pasado por recoger un cadáver? ¿Quién fue?-Laura refutó con vehemencia la afirmación de Lucy. Esta sin darse por enterada respondió con una mansedumbre rayada en la hipocresía:
- fueron los paramilitares -
El cinismo de su respuesta hizo que la sangre me hirviera en las venas y con voz dura la enfrenté:
-¿Paracos? ¡Cuales paracos! aquí no hay paracos, usted sabe Lucy que el único grupo armado que opera en esta región son las FARC y por lo tanto ellos son los únicos que hacen y deshacen -.
Molesta, la mujer guardó silencio por unos segundos, después olvidando el tema comento algo sobre un asunto del colegio. La conversación dio un viraje y momentos después hablábamos de cosas triviales.
Desde el oriente la noche se acercaba abriendo rápidamente con su negro manto el paisaje. El monte cercano no era más que una línea difusa sobre el horizonte y entre las nubes que tapizaban el cielo con timidez se asomaban algunas estrellas.
En el patio vecino un gallo saludaba la noche con su afinado canto, un transeúnte cruzo la calle solitaria y con un gesto de la cabeza nos saludo mientras sentenciaba: “el gallo a cantado tres veces al anochecer, algo grave, una calamidad que va a dejar muchos muertos va a suceder”.
Que rima tan mala, pájaro de mal agüero. Pensé molesto, recordando que ya teníamos suficiente con los muertos de los últimos días.
Las mujeres rieron con la ocurrencia del tipo y al unísono los tres, como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, vaciamos de un solo trago las tazas de café que se enfriaban en nuestras manos.
Los pasos del hombre se perdieron calle arriba y los perros echados junto a las puertas comenzaron a ladrar. Las primeras luciérnagas encendieron sus zigzagueantes farolitos mientras alzaban el vuelo en busca de las luces de las bombillas eléctricas donde encandiladas terminaban su fugaz viaje.
Una motocicleta desembocó en la calle recorriéndola a baja velocidad, los dos muchachos que se transportaban en ella saludaron a Lucy con gesto indolente, ella correspondió con una sonrisa de protocolo y se puso en pie, segundos mas tarde se marchó. Laura y yo continuamos en silencio viendo como nuestra compañera que hasta hacia unos días considerábamos amiga doblaba la esquina con paso presuroso. De pronto una verdad escalofriante me golpeó con la fuerza de una bala: los de la moto eran sicarios. Lucy lo sabía, por eso su prisa por marcharse.
Aun no había tenido tiempo de asimilar la realidad, cuando desde la otra calle se oyeron varias detonaciones, eran disparos de pistola.
Una descarga eléctrica recorrió mi espina dorsal y el miedo me dejo casi paralizado. La mirada temerosa de Laura me dijo que estaba pensando lo mismo que yo, no debíamos permanecer en la calle. Al unísono nos pusimos en pie y arrastrando las sillas tras nosotros ingresamos a la casa. Una nueva descarga reboto contra la oscuridad de la noche que se cernía sobre el aterrorizado caserío.
- Me voy - dije después de colocar la silla en la sala
- ! No te vayas- rogó Laura mientras con su cuerpo taponaba la abertura de la puerta- ¡tengo miedo! - Su voz era casi un susurro y una de sus manos sujetó con fuerza mi brazo derecho. El tono de su voz y su mirada eran suplicantes- No sabemos que vaya a pasar. Acompáñame. ¡Por favor!- señalando a través de la pared con el dedo índice afirmó: -las calles están desiertas y en este momento no debes aventurarte en ellas- en efecto con la segunda descarga las puertas que daban a la calle empezaron a cerrarse una tras otra escuchándose sus golpes y el sonido de los pistillos al cerrarse. Armados de valor nos asomamos a la calle, Laura sostenía con una de sus manos la hoja de la puerta dispuesta a cerrarla inmediatamente ante cualquier eventualidad.de pronto, en cuestión de segundos el caserío se había tornado en un pueblo fantasma. Un solitario perro trotaba calle abajo, en dirección al descampado. Los gallos dejaron de cantar y un búho tal vez interrumpido su sueño por los disparos, lanzó su ulular al aire enrarecido del crepúsculo.
En dirección a nosotros una chiquilla corría despavorida.
- ¡Es Angélica! - exclamo Laura sorprendida. La niña al vernos se detuvo, luego con lentitud avanzó hacia nosotros. - ¿Qué pasó nena? - le preguntó mientras la abrazaba, la niña no dejaba de llorar, su frágil cuerpo se estremecía a cada sollozo, al cabo de unos segundos repuso, con voz entrecortada:
- ¡Fue horrible profesora! estábamos orando para empezar el culto, cuando llegaron dos tipos. Vi que uno de ellos saco una pistola y empezó a disparar- la voz de la chiquilla se quebró, contuvo el aliento y después de una corta pausa continuó: - creo que le dispararon al pastor porque vi cómo la camisa se le tiñó de sangre. Salí corriendo y no se que pasaría después - dicho esto se desmayó en brazos de la profesora.
Sentí que las fuerzas me abandonaban y estuve a punto de caer también. Solo faltaba yo, talvez esa noche vendrían por mi. Las palabras de la niña me dejaron catatónico, cuando por fin pude reaccionar me di cuenta que tenia entre mis brazos a una mujer que lloraba y a una niña desmayada por el terror.
Sin pronunciar palabra alguna permanecimos abrazados, el sonido ronroneante del motor de la motocicleta que transitaba a baja velocidad pasó frente a nuestra puerta. Sentí que me faltaba la respiración. Cuando el vehículo se alejó el ánimo volvió hasta mí y en silencio me uní al llanto de mis acompañantes.
Un minuto después una nueva sucesión de disparos acallaron el aullido desapacible de los perros y en la vecindad un gallo lanzó a la oscuridad de la noche un nervioso cacareo.
Al rato Angélica se fue y yo corrí al baño: tenia diarrea. Esa noche por primera vez en mi vida conocí el verdadero miedo y como si el cuerpo quisiera expulsar el terror que lo minaba encontró al retrete como depositario.
Aquella aciaga noche, en la que descubrí que el coraje que un hombre cree poseer, ante la inminencia de la muerte se quiebra como una vasija de barro lanzada contra una roca, fue la única vez que dormí con Laura. En silencio me llevó hasta su cama, me obligó a sentarme y con infinita ternura me quitó los zapatos. Luego se acostó a mi lado y me abrazó como si con sus brazos quisiera protegerme de las balas, que ambos sabíamos tenían mi nombre grabado. Ninguno de los dos pudo dormir, cada paso que se acercaba hasta la puerta, hacia que nuestros cuerpos se tensaran y el miedo nos fundiera en un abrazo casi asfixiante. Sobre mi rostro podía sentir la respiración entrecortada y cargada de miedo de la mujer.
Tarde en la noche, cuando la diarrea había disminuido, en medio de la oscuridad total de la habitación creí sentir dormir a Laura. Unos pasos se acercaron lentamente por la calle, frente a la puerta se detuvieron y allí permanecieron. Dos hombres cuchicheaban y un perro empezó a ladrar, sentí que los miembros se me agarrotaban y un sudor frió recorrió mi cuerpo, las manos de Laura se aferraron fuertemente a mi espalda como dispuestas a no dejarme ir. Unos segundos después sentí que lloraba en silencio. En un gesto desconocido para mí en tales circunstancias llevé mis dedos hasta su rostro y con la yema enjugué sus lágrimas, la tibieza de su llanto reconfortó mi alma y en una muestra de infinito agradecimiento le besé la comisura de los labios. Laura dejó de llorar. Apreté mi cuerpo contra el suyo y nos fundimos en un fuerte abrazo lleno de terror y de ternura. El tibio calor, el suave aroma que emanaba su cuerpo y el fresco aliento de su boca hicieron que en una actitud egoísta pensara que si me mataban, al menos me acompañaba alguien que se preocupaba por mí.
Hoy, pienso que talvez la hermosa Laura, la profesora seria y dedicada, la mujer que muchos en el caserío deseaban y la que ni siquiera uno de los comandantes mas importantes pudo seducir; sentía por mi algo mas que una simple amistad.
Esa noche, después que luego de casi una interminable hora los hombres se marcharon por la calle que da a la salida del caserío y nosotros continuábamos fundidos en ese abrazo fortificante; estuve a punto de confesarle que estaba locamente enamorado de ella, pero como todas las veces anteriores que tuve la oportunidad de hacerlo me dije a mi mismo en un acto de cobardía, que no era el momento indicado. Y callé, oculté para siempre, como a menudo lo hago, mis más sinceros sentimientos, mis recónditos deseos.
La madrugada continuó su curso, al día siguiente amanecería de nuevo y la vida continuaría como antes, nada habría cambiado, todo seguiría lo mismo y la muerte, como lo era desde el principio de los tiempos, no sería más que una sublime expresión de la vida donde cabría la posibilidad de nacer de nuevo.
Desde varios puntos diferentes del caserío el silencio de la madrugada trajo hasta mis oídos el llanto desesperado de varias mujeres: talvez madres, hijas, viudas o hermanas que lloraban a sus muertos.
Afuera, los gallos empezaron a cantar anunciando el alba que desde el oriente se acercaba, los últimos aullidos de los perros noctámbulos se acallaron, en el corral cercano los vaqueros con sus gritos arreaban las vacas para el ordeño y desde un almendro el búho solitario emprendió el vuelo mientras se despedía del caserío con su apacible ulular.
Laura, mi eterna Laura, mientras por mi rostro corrían lágrimas de tristeza, rabia e impotencia continuaba abrazándome con fuerza como sí con su último y eterno abrazo no me quisiera dejar ir
|