Debajo como un soplido insostenible, la humanidad desata sus cuerpos en estruendosas explosiones. Algunos huesos limitan al norte de mi ser, sedientos y difusos, para mezclarse indescifrables detrás de las trincheras. Nadie me vio partir, desterrado o solo, reptando entre la maleza en una interminable lágrima de verdes, tampoco a los flashes sacudir las vísceras en un aire caliente que sangraba eternidad o camuflados sobre un laberinto de gemidos que a nada arribaban. Y los campos cedían su dolor ante las grietas como un vientre desgarrado, devorando cadáveres bajo las bocas de su desolación. Pude resistir las emboscadas para perderme en huestes amigas, cruzar ríos imaginarios y embestir anónimos, sonreír al ver una bandera aliada, rescatar la memoria de los otros, sudar el cielo de mi frente bajo un fuego invasor, pero nunca renunciar a este legado. Y con el tiempo hasta desaparecer de los refugios y el horror, del rojo sucesor tendido como un espejismo de las almas. He cumplido con mis instrucciones, matado, derribado los muros y las sendas, asesinado en honor al nombre de mi patria, ahora sólo quiero descansar en paz.
Ana Cecilia.
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