Manuel Salvatierra llevaba horas esperando algún “cliente” que asaltar, hasta que en las penumbras de la calle se divisó la silueta de un hombre.
Manuel se lanzó cuchilla en mano, gritando que le entregara la billetera y el celular, pero no esperaba tal resistencia...
El asaltado se defendió como pudo, no estaba dispuesto a entregar sus cosas así como nada, pero un certero navajazo lo persuadió, se le nublaron los ojos y no supo nada más...
La mente de Manuel estalló: ¡Conchesumadre, me lo pitié! ¿Qué hago? ¡Tengo que puro librar!
Medio aturdido Manuel tomó la billetera y libró...
Ya más tranquilo en su escondite quiso la curiosidad que Salvatierra mirara los documentos de su víctima, no era posible, se trataba de Armando Salvatierra, el primo que vivía en el sur y que no veía hacía tantos años.
Lo que vino después fue tragedia familiar: Morgue, llanto, ratis sin sospechosos, nadie sabía nada...
Manuel pasó todo el velorio mirando el ataúd, consumiéndose, pudriéndose por dentro, pero durante el funeral ya no pudo más…
“Antes que lo bajen- gritó llorando- tengo que decir algo: Yo fui (todos quedaron en silencio), yo no sabía que era Armando y, por pelarle unas monedas, le enterré este cuchillo en el pecho. Ustedes no saben como me duele, ustedes sufren por él, pero yo sufro por los dos y ahora vengo a pagar por mi cagaso”.
Manuel estaba fuera de sí, babeaba al hablar y temblaba. Abrió el ataúd, sin que nadie se atreviera a detenerlo, saltó dentro y se clavo la navaja...