Gira la moneda en el aire. Qué maravilla, mira como refulge, casi encandila. Mareada por tantas vueltas, se tambalea al caer. Observa con atención como recorre un pequeñismo trecho y se desploma junto a la pata de la silla. Ya está. Si el azar hubiera preferido cara, el árbol de la vida se habría inclinado generoso para ofrecerte sus frutos. Una caricia para borrar tu tristeza infinita, un helado de chocolate en una tarde de verano, la carta de amor esperada desde siempre. Hasta un blues entibiando tu alma o una playa con palmeras y un sol dorado.

Pero, amigo mío, ha resultado seca.

Corramos, pues, las cortinas. Echemos llave a la puerta. Sólo el tenue resplandor de una lámpara, si quieres. No olvides la nota, un detalle importante. Bien, está todo dispuesto. Siéntate y relájate. Sí, puedes derramar alguna lágrima. Ahora, extiende los brazos, desabróchate las mangas de la camisa y toma con decisión la cuchilla reluciente.

Te espero.