La casa.
Autor: Florencio Diaz Ceberino.
El día que volví a la casa, nada había cambiado, la locura seguía en pie. Mi vida había caído en un agujero sentimental. Al despertar, solo veía sufrimiento. Trabajar, trabajar y trabajar; ¿para quién, para qué, por qué? Eran preguntas con respuestas no muy esclarecedoras. Solo se podía responder una: ¿hasta cuando? Y la respuesta era simple: “Siempre. Por los siglos de los siglos. Amén”. La casa había caído en manos invisibles, aunque muy inteligentes. La mayoría de los habitantes se habían enterado de este suceso, pero es mas cómodo mirar televisión que armar una revuelta. Yo solo pensaba en lo incómodo que me sentía estando acá, en la tierra, si bien mis pisos eran de mosaicos. No tenía muchas alternativas. Luchar era la marginalidad ( vivir en el patio ), olvidar todo y seguir, algo inmoral, y morir, matar a mi madre.
Abrí los ojos bien grande y corrí por la vida. Como alguien que tiene miedo en la obscuridad. Algunos años intente sobrellevar el problema. Trabajé, me aliené, me dejé explotar, consumí y un día, hasta llegué a soñar. Pero… ¿y la felicidad?. Ciertos días, la cabeza me dolía de tanto pensar en lo que hacia yo en la casa y para que estaba allí, otros, me dolía mucho más intentando no hacerlo, no pensar, no imaginar. De tanto dolor llegue a una conclusión…llorar. Lo hice, pero a escondidas. En la casa los hombres no lloran.
En la casa, se hablaba de la libertad todo el día. Sólo se hablaba. Nadie la conocía, pero todos estábamos seguros de que la libertad que los viejos de la casa nos daban era plena. ¡¡¡ Una mierda de plenitud!!! Nos dieron un infierno, lleno de miedos y represor, y luego un Dios, que nos cuidaba por medio de mas miedos y culpas para no ir a ese infierno. Nos regalaron el ocio y una inteligencia que solo busca mas y mas comodidad. Una inteligencia que un día, ya no pensará. Ya me cansaba cada vez más. Temía disfrutar.
Me fui. Deje la casa atrás. Me construí mi propia casa, con mis reglas y mis mierdas, pero veinte años después, otra vez se me acercaban enfermos, otra vez veía mi sangre en las paredes, otra vez se me aflojaban las piernas hasta caer de rodillas, otra vez me dolía la cabeza, otra vez mi mano deja caer el revolver al suelo.
Fin.
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