Es 20 de Diciembre, las mujeres del bar de Jorge apresuran el ritmo ante la proximidad de la tarde. Se rasuran, ciñen sus mínimos vestidos ajustados, arreglan sus uñas y se maquillan con labiales pastosos de colores intensos. Mientras alisan el cabello y perfuman sus senos revisan mentalmente los últimos detalles para garantizar una velada perfecta.
El bar está impecable, el olor a desinfectante de pino intenta ser una aproximación al aroma de la Navidad. Luces de brillo intermitentes decoran la barra y multiplican reflejos al chocar contra las jarras cerveceras, hicieron colgar una bota de fieltro en la puerta que da acceso a las habitaciones y hasta armaron un árbol artificial con algunas bambalinas que estaban rematando en la quincalla. En la barra, el infaltable cochinito de plástico amarrado con alambre a la pata de la caja registradora aguarda con apetito las propinas que servirán para comprar el regalo de Jonás, el hijo de nadie que cuida Coromoto y que terminó convirtiéndose en el hijo de todas.
Esa noche el bar se llenará a reventar. Como cada 20 de Diciembre, los obreros de la fábrica invadirán el lugar con los bolsillos rellenos de dinero fresco. Han cobrado su bonificación de fin de año, y las putas omniscientes son las únicas que lo saben antes que sus esposas.
A las diez de la noche el lugar parece la plaza en plena feria. La rocola reproduce las canciones navideñas de Billos y las mujeres se agrupan junto a la barra a escoger su candidato. Tienen que ser rápidas y precisas para que la noche sea productiva. Esta es, según ellas mismas dicen, su noche de navidad, porque es la única noche del año en las que Jorge, en calidad de aguinaldo y mostrando un ápice de gratitud, les permite quedarse con el total de las ganancias por su trabajo.
La competencia es fuerte, así que rápidamente acechan a los que llegan retrasados al bar. Cualquier pretexto es válido para entablar conversación y simular que les seducen…
-¡Hola moreno!, ¿me prestas tu cigarro para encender el mío?... ¿porqué no me invitas un traguito y luego subimos a pasarla rico?
Habrá quién acceda de inmediato, también habrá quien intente resistirse y prefiera conversar iniciando un juego absurdo en el que unos creen que enamoran y otras fingen ser enamoradas. Pero tarde o temprano, con el aguardiente calentándole las orejas, terminarán subiendo al cuartito oscuro, en el que alcanzan cinco minutos para descargar las hormonas y recargar la hombría.
A las cuatro de la mañana ya casi todos han emprendido la retirada. Los pocos borrachos que quedan ya no tienen dinero, así que son sacados del lugar bajo cualquier pretexto. Coromoto, que pasó toda la noche cambiando las sábanas de los cuatro cuartos, comienza a barrer el lugar y a voltear las sillas sobre las mesas. A partir de ese momento, el bar se convierte en la sala de la casa, y tras las puertas cerradas, las mujeres destapan una botella de vino y brindan juntas como una familia. Es entonces cuando comparten, improvisan
una cena con los pasapalos que sobraron, se emborrachan y amanecen felices cantando boleros junto a la rocola.
La noche del 24 será diferente. El bar de Jorge estará cerrado porque nadie en el pueblo querrá visitarlo. Los hombres se pondrán su ropa más nueva, y junto a sus niños y esposas, que recién les han perdonado la borrachera del 20, irán a la misa de gallos a celebrar la navidad. Cenarán en familia y jugarán con sus hijos, que estrenarán los juguetes que les trajo San Nicolás.
Para las putas la navidad ya habrá pasado hace cuatro días. Esa noche será como cualquier otra, sólo que sin trabajo. Venidas de otros pueblos, ninguna tiene un familiar cercano con quién cenar, tampoco ningún amigo que la lleve a su casa o se pasee en público con ellas. Es una consecuencia que viene con el empleo, así que no se lo toman a pecho y piensan en ello sin nostalgia alguna. Se saben amigas de incógnito y la soledad de esa noche es para ellas algo natural. Por eso no hacen planes, sólo se enrollan en la cobija y se acuestan temprano, aunque el hábito del trasnocho no les permita dormir. Su insomnio deambula a través de las diez, las once y las doce de la noche, y las alcanzan las horas de los fuegos artificiales y los gritos de los niños emocionados con el espectáculo. Piensan en Jonás, y asoman una sonrisa al imaginarlo jugando con el carro a control remoto que tanto quería y que compraron con las entrañas del cochino plástico.
Afuera los chiquillos cantan aguinaldos y juegan entre ellos. Los padres cenan en familia y beben cerveza mientras encienden las bengalas para disfrute de los más pequeños. Tras la ventana, el cansancio comienza a adentrarse en las sábanas de alguna de estas mujeres, que adormecida dejará cerrar sus párpados. En ese instante, en una concesión inusual, se permitirá abrir una grieta mínima en su coraza y volver a ser una niña en su nochebuena. A través de la piedra se colará el sueño ingenuo del hombre que toca su puerta en la víspera de navidad. Vendrá con las manos vacías, sin obsequios ni sorpresas, pero también sin ninguna solicitud, ni con manos toscas que sólo quieren hurgar la carne. La tomará de la mano y la llevará con él hacia la plaza, a los ojos de todos. Allí se mezclará entre las personas con una cotidianidad no experimentada desde hace muchísimo tiempo. Conversará, reirá con las ocurrencias de los niños. Pero sobre todas las cosas va a disfrutar del placer de estar en la calle en compañía de la gente, bebiendo una cerveza, disfrutando de las bengalas, como si fuese una más de esas mortales que habitan a las afueras del bar de Jorge.
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