Extasiado, borboteando rabia y aturdido, descendió rápidamente por el terreno irregular desde la autopista, no le preocupó que acabara de rasgarse el saco con un vidrio saliente de una esquina ni que se le llenaran de piedras los mocasines nuevos, y se sumió en la oscilante oscuridad de los toldos y cartones, de los gritos futboleros y las bailantas repetitivas. Empuñando sangre, dio una mirada al lugar y reconoció que debía seguir avanzando, pues los brillos celestes y las sirenas le recordaban a la sociedad exigiendo su castigo. Esa misma sociedad que tanto criticara en los almuerzos de los clubes y cenas laborales junto a otros diletantes, que negaba tranquilidad a la mayoría trabajadora y pagadora de impuestos, amparando a los excluidos y reproduciéndolos. Ahora estaba en el terreno de estos desclasados, se imaginó lo que dirían sus pares de cuello blanco, y al instante lo borró de sus pensamientos moribundos, atravesando familias apresuradas por entrar a sus casas y bandas de muchachos dispuestas a tomar la noche, que le gritaban y reían. Dejó de temerles, el peor de los pecados que había ocasionado la huida desesperada le oprimía y le hacía cavilar cuánto se parecía a la violencia diaria para él antes tan natural de estos pagos. Atinó a mirar de a ráfagas las caras de los locales y no se asustó, quería pedirles ayuda, pero de a poco fue creciendo la sensación de inmundicia que había ignorado anteriormente, y cayó. Rendido, raspado y goteando, quiso creer en su fe y rezó unas plegarias para sí, logrando apenas frases inconexas, mientras un grupo de personas se le acercaba ruidosamente, algunos pidiendo ambulancias, otros ya cargando paños húmedos. La música cesó y los amigos se dispersaron cuando los pitidos y las armas oficiales irrumpieron poco después en el terreno. El cuerpo y el traje que lo cubría intentaron unos movimientos y de la boca afloró un agradecimiento a las muchas personas que se agolpaban. |