El amor es como un par de zapatos nuevo. Uno va a buscarlo a la tienda sin saber con que se va a encontrar, y entonces ocurre el milagro y anhela en la vidriera, más allá de cuanto cueste, lo que le gustaría llevar en sus pies en todo momento y a toda hora del resto de su vida. Y una vez obtenido el amor dura igual que los zapatos. No conviene usarlo demasiado, y funciona de a dos, obviamente, igual que los zapatos.
Nos sentimos muy felices de haberlo encontrado, nos acompaña día a día, nos hace sentir cómodos, seguros, brillantes. Nos hace caminar con la frente alta y el pecho henchido de aire y orgullo. Tenemos a nuestro par, tenemos alguien que se preocupa por nosotros tal vez más que nosotros mismos.
Pero el amor se gasta, igual que los zapatos. Y no de forma pareja. Un día distinguimos una manchita, algo que no creíamos que iba a aparecer tan pronto. Puede que hasta un detalle que antes nos hubiese gustado. Si hasta nos molestaba un poco el brillo y ese aire de “recíén nos conocemos” que nos hacía desear que fuésemos más antiguos en esos menesteres. Y otro día escuchamos al otro hablar de alguien más con entusiasmo, con admiración, como en algún momento lo hizo de nosotros. Como si en la vidriera hubiesen aparecido otros zapatos. Más nuevos, más brillantes.
Y cuando menos lo esperamos nos levantamos sólo para comprobar que el amor se gastó como una suela. Sólo queda un cariño, un sentimiento de nostalgia, de respeto por eso que fue hasta ayer, hasta hace unas horas, hasta el momento en el que el último destello quedó entre las sábanas. Entonces, al igual que con los zapatos, sabemos que no podemos lucir más ese amor, que está en nosotros atesorarlo, pero dejar de utilizarlo como escudo cuando ya se ha deslucido y gastado por completo. Si o hacemos, terminaremos lastimados o lastimando, como si fuésemos por la calle medio descalzos. Y nos convendrá guardarlo, con ternura, nostalgia y algunas lágrimas, en el cajón más alejado de nuestro armario.
Igual que a los zapatos.
|