La soledad otra vez se instaló en la ciudad. Era la soledad individual, sola. Caminaba en su naturaleza sin mirar a nada, a nadie. En alguna calle los sonidos huyeron cuando la vieron llegar. Más allá su paso ahuyento a un niño con su perro. En una esquina desconcertó a un payaso de semáforo. Apátrida, como era, no tenía inconveniente en hacer lugar de residencia a esta ciudad, al contrario, la encontró familiar, le pareció que las nubes que cubrían el cielo eran amigas de antaño, al igual que el viento que rondaba los vericuetos de las calles. Sin equipaje la soledad andaba liviana, no se inmutaba de los seres que a su paso le eran indiferentes. Sin prisa desayunó en un parque bajo la sombra que le presto un árbol, acto seguido se enrumbo al cementerio buscando algún pariente olvidado, no lo encontró. Decidió entonces buscar un colectivo que la llevase a una cárcel en donde estaba segura sí podría saludar a otras soledades. Sentía la necesidad de compañía de otra soledad. Intelectual como era, sabía que en la cárcel hallaría a sus compañeras.
En la puerta de la cárcel nadie la vio entrar, sólo quien estaba en la entrada con las llaves de la prisión sintió en su espalda la presencia de ella, y como queriendo evadirla sonrió sin motivo. Una vez dentro no levantó la mínima reacción de los condenados. Hombres que platicaban a diario con las soledades, que habitualmente buscaban, entre los dedos de sus pies, su destino perdido, no se asustaron ni tuvieron reacción alguna cuando la visitante se presentó. Con sus ojos ausentes la soledad miró al cielo, le pareció particular ese pedazo de cielo que cubría la cárcel, las nubes de ese espacio estaban oscuras o reflejaban menos luz que las otras que estaban fuera del perímetro de la prisión. Después miró al viento, viejo amigo suyo, lo saludó, este con paso ligero y silencioso le devolvió la reverencia.
Era el momento de platicar con otra soledad. En una esquina mira a una que descansa, se acerca fingiendo no buscarla, la otra se apresura y la llama, empiezan a charlar, se cuentan sus momentos, sus existencias, sus viajes; recuerdan sus inicios, recuerdan los rostros familiares y por último hablan del viento como un aliado en su trabajo. Están de acuerdo en que el canto del viento es su mejor compañero en sus dominantes momentos, llagan incluso a la conclusión de que sin él sus existencias no estarían completas. Se quedan en silencio un momento, dando paso al bullicio de la prisión lleno de gritos destemplados y de voces ausentes. Se invitan mutuamente a recorrer la prisión, en el trayecto saludan con muchas otras soledades ocupadas en el trabajo de completar las existencias de condenados. Toman un respiro y se sientan en una esquina del patio de la prisión, miran al viento en sus labores, este se acerca y las envuelve en su saludo, las invita a visitar su casa. -¿cómo, tienes una casa? pregunta la visitante- El viento asiente con su silbido, ellas aceptan con su silencio. Los condenados no inmutan de este diálogo, sus rostros guardan miradas de seres para quienes el tiempo, la soledad y el viento hacen parte de un mundo invisible y real del cual forman parte.
Las soledades y el viento, como anfitrión, se juntaron en el viaje. El viento con talante seguro enfiló primero, tras de si las soledades hermanadas lo siguieron. Sin salir de la prisión, en el centro del patio, el viento dio vueltas sobre si mismo, levantó algún papel olvidado en el suelo, sopló sobre las existencias prisioneras, agitó las diminutas partículas de polvo vestido de pavimento, soltó un sonido como saludo y se asentó sobre sí mismo, miró con sus ojos inmateriales a las soledades. Ellas, con un aire de sorpresa tomaron posición, miraron al viento esperando una reacción, una explicación, de por qué no enrumbó hacia su casa como era su invitación, mas el viento no parecía deber una explicación, al contrario actuaba como si cumpliera su promesa. Parecía estar él en su hogar. Entre sorprendidas y expectantes ellas no se atrevían a mostrar sus inquietudes, simplemente esperaron con su paciencia propia alguna reacción de su amigo.
En el patio de la cárcel la luz de la tarde se posaba sobre todos los objetos, sobre todos los seres. Incluso las sombras tenían la presencia de luz. Era un día de visita, por lo que habitaban el lugar, ese instante, los más diversos seres: niños, hijos de prisioneros, que jugaban libres en el patio, como si no hubiera diferencia entre un parque y aquel espacio, mujeres que sostenían entre sus manos fundas, botellas de refresco, frutas, o esperanzas engalanadas de paciencia, jóvenes, viejos, ancianos que juntos daban forma a una tarde de domingo en la prisión. En el cielo algunas palomas de vuelo agitado, daban vida a un azul con blanco quieto. Los sonidos se confundían todos sin identidad propia, hacía la diferencia alguna risa franca escapada. Una cáscara de naranja se veía clara, clarísima; su amarillo resaltaba sobre el suelo, unas hojas de árbol ajenas del lugar combinaban bien mirándolas de lejos. Las armas de los guías penitenciarios, colgadas de sus cinturas, desprendían un silencio como momentáneo.
El viento en un silencio con movimiento invitó a sus compañeras a conocer su casa. Las soledades incrédulas de que ese lugar sea su hogar buscaban respuesta a su duda. Esperaban tal vez que cruzara la puerta de prisión, que escapara raudo de los muros del presidio, que se elevara sobre la alta garita donde un solitario guardia escuchaba una vieja radio, que rompiera las nubes. Pero no. Todo indicaba que el viento estaba mostrándoles su morada, incluso sus movimientos eran los movimientos como de un pez en el gran océano. Entonces no había ya lugar a la duda, estaban en la casa del viento. Esa era la casa del viento. Él libre, tenía su lugar en una cárcel de donde sólo él podía salir a pasear los momentos en los que la quietud del presidio la daba licencia de ausencia.
PABLO ARCINIEGAS A.
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