|                                                                                  Vagabundo floral. 
 Autor: Florencio Diaz Ceberino.
 
 
 
 Todas  las  mañanas  de  aquel  otoño, crucé  caminando  el  boulevard desde  mi  casa,  que  se  encontraba  al  final  de  este,  hácia  la   avenida  donde  iniciaba.  Eran  ocho  cuadras  que  consistían  en:  dos  carriles de  diferentes  manos,  separados  por  un  cantero  central,  que  en  el  medio tenía una  senda  de  mármol  para  los  peatones  y  bicicletas. A sus costados,  cuatro  árboles  de  cada  lado  y  algo  de  tierra  con  poco  césped  a  sus  pies.  Por  allí  me  dirigía  hacia  el  colegio  secundario  de  la  ciudad.  El  auto  de  mi  padre,  un  ford  falcon  verde  modelo  setenta  y  cinco, tenía dañado el  radiador. El   no  podía  llevarme,  como  era  costumbre,  así  que  yo,  solo  caminaba.  A veces  lo  hacía  acompañado  por  Clara  Portané,  mi  vecina  de  toda la  vida. Otras…solo.
 
 Había  empezado  a  refrescar.  Esa  mañana  salí  muy  abrigado como  hacia  tiempo,  no  lo  hacia.  Tenia  hasta  guantes,  recuerdo.  La  cara  se  me  congelaba  por  haberme  olvidado  la  chalina  y  a  una  cuadra  de  la  avenida  lo divisé.  Tirado  en  la  tierra  del  cantero  central  con  el  cuerpo  recostado  y  su  brazo  izquierdo en  forma  de  ele,  sostenía  su  cabeza. Buscaba  una  comodidad  en  el  ocio  aterrador  y  permanente  al  cual  estaba  condenado. Era  un  vagabundo,  pero  uno  nuevo,  uno  que  nunca  había  visto,  y  éramos  pocos  en  la  cuidad  como  para  no  reconocerlo.  Este  era  distinto.  Nadie  nunca  lo  había  imaginado, soñado,  ni  nada.  Gordo  y  gigante,  oscurecido  por  la  mugre  acumulada  por  los  años. Una  barba  negra  cuyo  tamaño  daba  a  saber  que  hacía  mucho  que  no era  afeitada.  Un  viejo  pantalón  de  tela  deportiva.  Una  remera  que  no  le  tapaba  ni  la  mitad  del  cuerpo. Y  su  cabello,  se  había  enredado  tanto  con  la  suciedad  que  se  le  habían  hecho  rastas,  gruesas  y  largas.  Pero  allí  estaba,  en  el  primer  árbol  del  lado  derecho  del  centro  del  boulevard.  Tirado.  Con  sus  ojos  perdidos.  El  olor  agrio,  que  se  sentía  desde  una  distancia  mayor  a  los  veinte  metros,  obligaba  a  todos  los  transeúntes  a  contener  la  respiración  la  mayor  cantidad  de  tiempo  posible.
 
 Todos  los  días  que  pase  camino  hácia  la  escuela,  él  estuvo  allí,  sentado  o  recostado  al  pie  de  alguno  de  los  árboles.  El  primer  día  en  el  primer  árbol  de  la  derecha,  el  segundo  día en  el  primero,  pero  de  la  izquierda,  al  tercer  día en el  segundo  árbol  de  la  derecha,  al  cuarto  a  la  izquierda  y  así,  sucesivamente.  Recorrió  las  ocho  cuadras  y  reposó  en  los  sesenta  y  cuatro  árboles  del  boulevard.  Algunos  días  lo  veíamos  con  una  lata  y  un  sorbete,  que  utilizaba  como  mate. Nunca  supimos  que infusión  ingería.  Jamás  lo  vimos  pararse  o  parado,  ni  en  ninguna  posición  que  no  fuera  sentado,   recostado  o  dormido.  Esto  intrigó  a  todos  los  habitantes  de  la  ciudad,  que  no  entendían  como  se   movía  de  árbol  en  árbol  sin  que  nadie  lo  viese.
 
 
 -Yo  una  vez  vi  como  intentaba  ponerse  de  pie  -  dijo  el  sereno  de  una  de  las  casas -  pero  al  darse  cuenta de que  lo  observaba,  volvió  a  recostarse  como  si  nada  y  durmió.-
 Esto fue  lo  mas  cercano  a  pararse  que  (si  es  cierto)  lo vieron.
 
 El  tiempo  pasaba  y  cada  vez  nos  acostumbrábamos  mas  a  él.  Me  enteré  que  algunas  personas  le  llévaron  comida  que  terminó  pudriéndose  en  los  mismo  recipientes  en que  la  habian  dejado,  sin  que  nada  faltara  dentro  de  éstos.  Pero  no  adelgazó.
 
 Fue  un  martes  a  las  seis  y  media  de  la  tarde, un horario  en  el  cual  yo  sabía  regresar,  cuando  vi  como  el  vagabundo  se  levantaba  de  su  habitual  siesta  bajo  el  árbol  que era  el  de  enfrente  de  mi  casa.  Tomaba  sus  pocas  pertenencias  y  se  alejaba  caminando. Volvió a cruzar  toda  la  avenida.  Lo  acompaño  una  cantidad  incontable  de  moscas.  “De  lejos  parecía  una  nube  negra”,  dijeron algunos  exagerados.
 
 
 
 Quedé  atónito,  al  igual  que  todos  los  que  pasaban  por  el  boulevard.  Tres  choques  ocurrieron  simultáneamente.  La  gente  se  paralizó.  Lo  miramos  irse  sin  pena  ni  gloria.  A  los  que  les  paso  mas  cerca,  tuvieron que aguantarse  la  respiración.  Su  olor  era  peor  que  cuando  llegó.  Pero  se  fue,  sin  más.
 
 Esa  noche  en  todas  las  casas  hubo  reuniones,  en   las  que  debatieron  el  por  qué,  quién,  cuando,  como  y  algunas  otras  mentiras  y  verdades  del  que  ya  se  había  marchado.  Algunos,  dijeron  que  era  lo  mejor;  otros,  en  cambio,  se  sintieron  mal  por  no  haberle  ayudado  ni  hablado con él,  dejándolo  en  la  tierra.  La  noche  pasó.
 
 
 
 El  miércoles  me  levanté  a  las  siete  y  media  de  la  mañana.  Me  lavé  la  cara  y  los  dientes.  Mi  madre  me  preparo  un  café  con  leche  con  tres  cucharadas  de  azúcar  y   masitas  de  agua,  mientras  yo,  me  arreglaba  para  ir  al  colegio.  Ya  debían  ser  las  ocho  para  cuando  salí  hacia  el  boulevard  que  estaba  mas  oscuro  que  de  costumbre.  Era  una  oscuridad  celeste.  Caminé dos  cuadras.  Creí  que  estaba  soñando.  Era  otoño  y  yo  no  sabia  mucho  de  la  vida,  pero  si,  algunas  reglas  de  la  naturaleza.
 
 Flores  de  cientos  de  colores  y  formas  distintas,  acompañadas  por  el  aroma  mas  hermoso  que  algunas  vez  reino  sobre  la  tierra.  Dalias,  jazmines,  petunias,  floripondios,  magnolias, fritillarías, alelíes,  ambrosías,  belladonas,  ulmarias,  begonias,  jacintos,  orquídeas, margaritas,  narcisos,  fárfaras,  tragapánes,  tulipanes  multicolores  y  ya  no  recuerdo  mas.  Eran  cientos  de  especies  distintas.  Algunas  no  existían  mas…otras  no  eran  de  nuestra  región  ni  continente.
 
 Así  se  encontraba,  al  amanecer,  el cantero  central  del   boulevard.
 
 
 Fin.
 
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