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Inicio / Cuenteros Locales / angelateo / Debra de los Infiernos. Capitulos X y XI

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X
Corrió hacia el bosque en búsqueda de Debra, pero no la encontró en su lugar habitual. La buscó por los alrededores, siguiendo su canto. Finalmente la ha encontrado desnuda de nuevo, bañándose en el riachuelo cercano, restregando suavemente su piel con agua, sin mojar aún su cabello. Fausto se ocultó detrás de los árboles, para observarla detenidamente. Alguna extraña sensación recorrió su ser, como un ardor placentero que comenzó en su estómago y subió por su tórax hasta su cabeza. Sus brazos flexionó como en un acto reflejo y apretó con sus manos el tronco de los árboles y lamió sus labios, humedeciéndolos. En su ingle, una extraña sensación de exaltación se desató y su miembro viril, como cobrando vida, le hizo recordar momentos extraños de su pasado. En ese instante recordó el crespo cabello rojo de la Debra de la Tierra y pudo conocer su olor y su sabor. Su mano giró lentamente sobre su pene y le acarició con ardor. Cerró los ojos y subió la cara al cielo. Recordó los placeres sexuales de la vida mundana mientras encontraba en todo ese placer carnal un nuevo objeto de adoración en su vida.

Y Debra, tan desobediente a las reglas divinas, se bañaba lúdicamente, mientras seducía en secreto a aquel hombre magistral. De reojo se dio cuenta de su presencia, por lo que continuó detenidamente bañándose, frotándose delicadamente. De un momento a otro, se sumergió en las aguas, desapareciendo por un instante, para luego surgir completamente mojada y de frente al hombre, mostrando sus senos y su figura completa a Fausto. Luego de varios días de alimentarse bien, de tomar el sol y reír un poco, de haber dejado de llorar y suplicar, Debra parecía una mujer renovaba, joven y limpia. Una suave figura femenina, de amplias curvas mas de figura delgada y delicada, con un largo cabello rubio, tan dorado como el oro y ojos verde esmeralda que todo lo que veían se convertía en lujuria. Ahora recordaba la razón de su condena, sabía que había ido al infierno pues fue de esas mujeres que, aprovechándose de su gran belleza, conquistaba a los hombres a su paso y tomaba de ellos cuanto le interesaba. Era una mujer sofisticada y frívola que se entregó a toda clase de placeres en su vida terrenal, aprovechando aquello que el dinero y la belleza podían ofrecerle.

Fausto también recordó finalmente la razón última de su salvación. Había logrado sobrevivir a la tentación de Debra, una bella mujer, a quien había conocido en su juventud. Ella era mayor que él, con una larga cabellera roja que le conquistó de inmediato, despertando por primera vez sentimientos lujuriosos en aquel mojigato hijo de un Testigo de Jehová. Debra era en ese momento una infeliz mujer casada, con dos hijos de la edad aproximada de Fausto para ese momento. Ella fue su primera jefa, cuando él le servía de oficinista en su pequeño negocio de contabilidad. Él era simplemente un joven con necesidad de trabajar medio tiempo mientas estudiaba su carrera de administración en la universidad y predicaba la palabra de Dios en las esquinas de su ciudad, en donde era ignorado por la mayoría de los transeúntes. Ella notó enseguida la atractiva figura del joven Fausto, quien aún siendo joven, era sumamente bello, una cualidad que mas bien él consideró una maldición, pues muchas tentaciones le traía en su camino, de mujeres interesadas en él que se ofrecían fácilmente por tan sólo una sesión de sexo. Pero en su juventud más tierna, aun siendo inexperto y sin saber lidiar con los placeres de la carne, Fausto cedió ante una lujuriosa Debra, que descargó en su joven empleado todas las frustraciones de su vida.

La relación que les unía era un torbellino apasionado de sexo y amor mutuo, pero que en la mente de Fausto estaba signado por el pecado. Ella era una mujer casada y él un joven soltero, teniendo, por un lado relaciones con la mujer del prójimo, por otro, relaciones carnales fuera del matrimonio. Cada momento de divino placer era seguido por un terrible auto castigo psicológico. Fausto tenía que lidiar con su pesada condena, la de tener que decidir entre seguir una relación que le hacía feliz o seguir una religión que le amenazaba con un terrible castigo de seguir con esa actitud.

Entre Debra y Dios, Fausto al final se decidió por este y Debra no volvió a ser parte de su vida, excepto en que fue la mujer que recordaba con más pasión. Al final, se casó con otra Testigo de Jehová, tuvieron sexo santo dentro del matrimonio y tuvieron hijos bien habidos. Todo eso mientras Fausto recordaba cada día a su amada Debra. Tantas veces pensó en buscarla, tantas veces pensó en iniciar otra vez una relación clandestina con ella, que le diera cierta felicidad, aunque fuera un poco solamente. Sin embargo, a cada pensamiento pecaminoso que tuviera que ver con ella, pedía ayuda a Dios, para que le ayudase a superar su tentación. Su gran pecado era su apetito por los placeres carnales, que sólo satisfizo por un corto tiempo mientras fue el amante de Debra, en su juventud. Posterior a esa relación nunca más hizo el amor como lo hacía con ella y nunca se sintió satisfecho sexual y personalmente como se sentía con ella. Su esposa, cuyo nombre no podía recordar, no era más que un ser a su lado en la cama, a quien de vez en cuando embestía en civilizados ataques sexuales, prestos solo para evitar la masturbación, otro pecado terrible, peor que el hecho mismo de tener sexo. El destino de su esposa y sus hijos lo desconocía. Ni siquiera recordaba sus nombres. El paraíso los había borrado de su memoria. A lo mejor vivía cerca de ellos en el Nuevo Edén y no lo sabía, a lo mejor algunos estaban en el infierno, pero nada de eso le importaba. Todo lo que le interesaba eran sus recuerdos de la Debra de la Tierra.

Al abrir sus ojos, vio que Debra ya no estaba en las aguas, pero sus ropas seguían en la orilla del río. Volteó a un lado, donde la vio desnuda acercándose a él. Venía, apetitosa, deliciosa seguramente, llena de su olor a fémina, de olor a mujer viva y mortal, con su vulva abierta y dispuesta. Fausto recordó la deliciosa sensación de su pene penetrando a una mujer, de su glande a ser rozado por las paredes internas del cuerpo fémino y la deliciosa sensación de apretujar delicadamente unos senos con sus manos, el sabor de la piel salada al ser lamida y el olor del cabello al ser olido. Esta Debra estaba dispuesta a hacerle recordar aquello que tanto le gustó en vida y que casi lo lanzó al abismo eterno del infierno. Él se levantó, mostrando su miembro erecto, su rostro enrojecido, sus músculos descontrolados en un temblor ligero que le hacía prever el gran placer que sentiría. Al fin, cuando Debra estuvo frente a él, la levantó entre sus inmensos brazos y la acostó sobre un lecho de pasto en la tierra. Allí recordó a la Debra de la Tierra, mientras conocía a sus anchas a la Debra de los Infiernos.

XI
Algo en él era ya tan diferente, que no se sentía más como un hombre del paraíso. Era, al parecer, un hombre de la Tierra que tenía el privilegio de conocer el Cielo, pero que no pertenece a él. La vida lo invadió por completo, el deseo de vivir, la sensación de estar haciendo algo que daba sentido a su existencia. Tenía a una mujer para él, quien le amaba y a quien él amaba profundamente. Cada vez que iba a la ciudad divina y caminaba entre los otros hombres salvos, se dio cuenta de cuan vacía era su existencia.

- Yo era como ellos – pensaba – Alguien que solo tiene por fin vivir feliz, siguiendo a Dios en todas direcciones, revoloteando a su lado, haciéndolo sentir especial y querido, esperando de Él unos pocos segundos de atención, todo para ser feliz eternamente con eso, sin tener recuerdos, sin memoria, sin personalidad propia, sin asumir responsabilidad alguna, sin sentir amor real, carnal y pasional. Heme aquí hoy, diferente, divergente, completamente opuesto a ellos. Soy un hombre de pasión ahora, un hombre fuertemente ligado a la pasión de saber que algún destino tengo, algún refugio. Ella, mi querida Debra, a quien yo mismo fui a sacar del Infierno, me espera para complacerme y yo, dispuesto a complacerla a ella, quiero serle su más amado ser, su más amado hombre. No habría pues recuerdo alguno que le sea más grato que el presente que vive conmigo. Después de tanto esfuerzo en la vida, luego de ser tan fiel a Dios, para que en la existencia grata de paraíso, te de por toda recompensa olvido y dicha, basada en no saber a quien has dejado atrás. ¿Cómo podrían ser diferente? Cuantos millones no han quedado atrapados para siempre en el infierno. Si la gran mayoría quedaron allí, todos los hombres y mujeres salvos a alguien han debido haber perdido. Tal vez mi esposa quedó allí, o mis hijos. A ellos no los recuerdo, pero se bien que mi amada Debra, la de la Tierra, no está conmigo en el paraíso. Ella también está allí en el infierno. ¿Cómo habría podido ser feliz de saberlo?

De nuevo y sin previo aviso, frente a sí, Dios le sorprendía. En medio de su soledad absoluta, en medio de su conciencia única, frente a Dios, Fausto no sabía si sentirse seguro o acorralado.

- Mi querido Fausto, noto algo muy distinto en ti. Has venido evitándome más de lo normal desde hace algún tiempo y algunos gestos tuyos han llamado poderosamente la atención de tus hermanos, quienes se preocupan por ti. Me han dicho que tienes ahora la costumbre de alejarte y adentrarte en el bosque lejano a la ciudad, sin conocer ni ellos ni yo tus acciones en ese lugar. Igual, me han dicho que tu actitud es diferente, que los miras a muchos de ellos, en especial a las mujeres, con una insistencia perturbadora. También me han contado que exhibes un olor desconocido para ellos, sumamente desagradable. ¿Es posible que confíes a tu padre cual es el origen de tu cambio repentino?

- Padre mío, por más que insistan las gentes en que algo diferente hay en mí, debo decirte que en realidad nada es distinto. Soy el mismo de siempre. Ya tantas veces lo hemos hablado y se bien que ya me conoces. Soy un hijo algo extraño, me lo has hecho saber, de esos muy independientes, a lo mejor independientes de más. Padre, no hagas caso de lo que la gente dice de mí, ellos sólo se sorprenden de mi independencia, pero nada más.

- Puedo creer eso, hijo mío, puedo creerlo, sin embargo, has de sabes que la inquietud de mis hijos es legítima, ellos se preocupan por ti y por tu suerte y desean que seas feliz como ellos. Temen que pueda haber algo que te perturbe terriblemente y por eso han pedido mi intervención. ¿Puedes asegurarme que no hay nada que te perturbe y que no me hayas dicho? No debes temer, no debes sentir vergüenza ante mí, todo lo que yo te daré serán respuestas a tus dudas y haré realidad tus ilusiones y tus deseos. Hijo, recuerda que puedes confiar en mí.

- Lo se bien padre, pero te reitero, sin temor a equivocarme, que, aunque sean legítimas tus preocupaciones y las de mis hermanos, no hay nada en mí que me perturbe y que nuble mi existencia.

- Me alegra saberlo hijo. Considera esto sólo como una nueva oportunidad en la cual tú y yo hemos podido comunicarnos de forma amable, otra vez. Recuerda, hijo mío, yo estoy a tu lado todo el tiempo y así, todo el tiempo, puedes acudir a mí para consultarme cualquier duda y para ayudarte en todas y cada una de tus necesidades.

Y Dios se retiró, dejando a Fausto solo en medio de la nada absoluta, que poco a poco volvió a cobrar fuerza y regresó a ser el paraíso, ese que siempre rodeaba a Fausto, en toda oportunidad y en todo momento. Por supuesto, sofocado y terriblemente angustiado por la parafernalia inventada por Dios que le rodeaba, corrió casi despavoridamente, atropellando gentes y cosas a su paso. Iba, como siempre le habían visto hacer en estos últimos días, hacia el bosque.

Texto agregado el 10-01-2009, y leído por 145 visitantes. (2 votos)


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