VIII
Fausto le llevó a la mujer cosas que pensó le harían falta. Un vestido de seda fina para cubrir su desnudez, un cepillo para su cabello maltratado, algo de comida. Ella todo lo recibió como si fueran regalos de un lujo extraordinario. Vestía orgullosa su nueva ropa, que era una túnica blanca bordada en oro. Cepilló su cabello con esmero después de muchos siglos y se alimentó con impaciencia. Finalmente el hambre acumulada por tanto tiempo era saciada. Bebía de un riachuelo cercano un agua que la extasiaba de placer y observaba el sol directo con sus ojos, sin temor a enceguecerse. Fausto, al verla, pudo notar un cambio ligero en ella. Estaba más bronceada, luego de tomar un poco el sol y su cabello estaba más brillante.
- Necesitas un nombre – Le dijo a la mujer.
- Pero no recuerdo mi nombre, mi señor, ya te lo he dicho.
- Pero de todas formas necesitas tener un nombre.
- Pues si he de tener uno, que sea el que tú elijas para mí. Te da el derecho a eso ser mi salvador. ¿Qué nombre te gusta?
Fausto observó a la leve mujer, quien le sonreía con ilusión. Alguna extraña maquinación en su cerebro le producía una gran emoción al poder escoger un nombre para alguien. Un nombre, por alguna razón, se vino a su mente.
- Debra. Te llamarás Debra. Es un nombre que me evoca algo, a lo mejor un recuerdo de alguien, pero no sé de quien sea.
- Pues seré Debra. Gracias mi señor, por darme un nombre.
A cada rato Fausto y Debra se encontraban en el bosque, en ese lugar clandestino, ocultos de la mirada de Dios. Todas las veces Fausto llevaba algún bello presente para la mujer de los infiernos, quien los recibía con sorpresa y alegría. Entre ellos una amistad primorosa surgió, tanto que no había compañía más grata para Fausto que la de Debra y para Debra, Fausto era como un ángel intocable, inmaterial, perfecto. Ella demostraba sus imperfecciones absolutas, su naturaleza completamente humana. Era débil, frágil y con el tiempo se mostraba quisquillosa y fatigable.
En cierta oportunidad, cuando Fausto llegó al encuentro de ella, la encontró desnuda bailando sobre las rocas. Había encendido un fuego alrededor del cual dispuso flores que había cortado del campo y piedras tomadas de por allí. En sus manos disponía de frutas mordidas y la voz de su garganta todo lo embargaba. Al ver aquella escena pecaminosa, Fausto, sorprendido e indignado, le ha reprendido amargamente.
- ¡Debra! ¿Por qué has convertido este lugar en un aquelarre? ¡Has cortado las flores del campo y las piedras cambias de lugar! ¡Andas impúdica bailando alrededor del fuego, desnuda!
Ella, quien después de un tiempo había logrado desarrollar algo más de su personalidad, le miró al principio con temor, y corrió a buscar su ropa, ya después de todo ese tiempo sucia, para cubrirse.
- Debes perdonarme, mi amado señor. Fui tonta e imprudente. Lo siento.
Fausto apagó el fuego azotándolo con un pie y las flores destrozadas lanzó al aire, abonando la tierra. Se acercó a la mujer enojado al principio, pero al ver los ojos atemorizados de la pequeña dama, sintió una piedad que le absorbió completamente. Ella estaba arrodillada en la tierra, vistiéndose velozmente. Tenía una flor en su cabello, que ya luego de tantos cuidados, había recuperado brillo, sedosidad y color. Fausto se arrodilló frente a ella y le observó un instante, algo deslumbrado por el cabello, que notaba por primera vez. Estando tan cerca notó en seguida su olor sudoroso. Ella todavía olía a mujer mortal, a ser humano, a hembra. Eso lo enloqueció, le impactó terriblemente y lo confundió, pues nunca jamás había sentido eso antes, pero a la vez que esos sentimientos le descontrolaban, evocaban su mente recuerdos forzosamente ocultos en el fondo de su mente.
A su cabeza vino una mujer mayor que él, de cabello rojo, quien se iba en un automóvil cruzando la lluvia, mientras que él mismo, siendo delgado y frágil como un hombre mortal, lloraba al verla irse.
- Adiós Debra – dijo en voz baja – te amo, pero mayor es mi temor por Dios que el amor que siento por ti.
Ella era Debra, su Debra original, la Debra de su vida mortal. Un dolor profundo volvió a su corazón, que si bien él nunca lo había sentido antes, pudo reconocer que en realidad sí lo conoció alguna vez, pero en su vida mortal, esa de la que nada sabía. La Debra de la Tierra se iba mientras él lloraba y la Debra de los Infiernos le ayudaba a recordarla.
IX
Otra vez Fausto evitaba a Dios, siguiendo nervioso con la mirada el resplandor que siempre le acompañaba. Cada vez que el resplandor se acercaba a él, Fausto se alejaba, buscando refugio. Pero sabía que no sería posible esconderse para siempre de Dios. Por eso, se esforzaba más por inventar una mentira que Dios pudiera creer.
- ¡Es pecado! – Se decía en voz baja – Mentir es pecado y acá estoy, tratando de inventar una mentira, nada más y nada menos que para Dios. Es que Debra no trajo sólo la imaginación profunda, el dolor y la pena de la Tierra, sino que de paso trajo el pecado y yo, ingrato con Dios, he caído en esa tentación terrible. Pero ¡Cuánto placer trae el pecado consigo! No veo la hora de poder ir a verla, de hablar con ella y sobre todo, de olerla, de saber de ella, de conocerla un poco más. Es caprichosa, mala, engreída, tan, pero tan humana e imperfecta. Es frágil e indefensa, pero en medio de esa gran debilidad e indefensión hace todo lo que quiere, todo lo que desea. Canta del amor, toca su piel sin pudor, me mira lujuriosa algunas veces y yo, que soy perfecto, que soy un hombre divino, un hombre salvo ¿es que lo merezco? ¡Estoy cayendo! Mujer de tentación, harás que mi vida en el paraíso termine, porque Dios, sin duda, me descubrirá alguna vez. Pero ¡Ah, Debra de los Infiernos! Ven y quémame un poco.
De súbito, Dios apareció ante él, sin previo resplandor, sin previo aviso, sin el coro de ángeles que usualmente le anuncia. Su magnífica presencia empequeñeció a Fausto de inmediato y el temor le embargó.
- ¡El temor te embarga ante mí! – Dijo Dios entre extrañado y enojado - ¿Es que acaso has pecado? ¿Has faltado en mi contra? ¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho?
- ¡Ah, mi Dios grandioso y poderoso! ¿Es el temor pecado? – Fausto, sorprendido de repente, se sintió casi descubierto, casi hasta pudo sentir el terrible castigo de Dios sobre sus carnes. Sería lanzado al infierno junto a Debra, quizá un tiempo o peor ¡La eternidad! ¿Sería Dios tan terriblemente inflexible? – Sí, me has sorprendido de repente, pero no es temor por haber hecho algo, sino porque te has presentado ante mí sin aviso.
- ¡Me culpas a mí de tu temor entonces?
- ¡No! Jamás me atrevería a semejante afrenta – Fausto, sintió por primera vez temor ante Dios. Sentía que lo descubriría indefectiblemente y que lo castigaría sin piedad – Es mi propia culpa, jamás la tuya.
- Algo te pasa, Fausto. Lo sé, algo te pasa. No puedes ocultarlo, puedo notarlo, pero no quiero intervenir sobre ti. Si hay algo que hayas hecho de mal, confiésalo, te prometo que seré misericordioso y no te castigaré si te arrepientes. Mas si amerita castigo, te prometo que seré justo y no recibirás un dolor más allá de lo merecido.
- No hay nada malo que te oculte, mi Dios. Es solo, ya me conoces, cosas que me gusta mantener privadas, sin que nadie las sepa. ¿Puedes admitirlo? ¿Soy desobediente por ello?
- No, no eres desobediente. Les he concedido la libertad de ser y hacer lo que desean en privacidad. Confío en ustedes y les doy libre albedrío. Pero ¡Ah, que difícil eres! Otros hijos míos pasan los días detrás de mí y me encanta el alboroto que hacen a mí alrededor. Pero tú eres de esos a los que tengo que ir a vigilar de vez en cuando y ver que hacen, pues no me siguen, no me hablan voluntariamente. ¡Te di el don de ser independiente! Pero a veces me pregunto si abusas de de ese don.
- Lamento que te sientas así, mi Dios. Me siento culpable. Lo siento.
- No me hables de culpas, hijo mío, si eres solo un ser humano. No te estoy condenando. Se libre de hacer y actuar como gustes, pero sé prudente.
- Lo seré, Padre, lo seré.
Dios le abrazó cálidamente y siguió su camino, dejando a Fausto emocionado por un momento, pensando en su nuevo poder. Mentir, placer, recordar. Todas esas imperfecciones le daban fuerza, sentía que lo hacían poderoso. La locura humana volvía a correr por sus venas calientes, llenas de sangre de hombre, que le palpitaban y eso era algo que, sin duda alguna, le gustaba.
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