EL ÁRBOL DEL PATIO
El barrio era de los antiguos. Estaba donde la ciudad retomaba su aspecto provinciano. Era una calle adoquinada, ancha, flanqueada por casas de un estilo plano, con balcones y ventanas cubiertas por cortinas que ocultaban las existencias de sus interiores. En una de las esquinas, varias personas reunidas en la puerta de una tienda, conversaban con rostros de intriga. Una mujer, que llevaba sobre su cabeza un pañuelo con flores de colores, parecía ser la modeladora de la tertulia, se llamaba Imelda. Un poco más allá de este grupo de personas, unos niños jugaban aventándose una pelota, destacaba de entre ellos uno, cuya mirada poseía un brillo más natural que el de sus compañeros, su nombre: Nicolás, uno de los muchachos del barrio. Era media mañana, el sol pegaba con fuerza. Al fondo de la calle, en un pequeño bosque, los árboles se movían al compás del viento, mientras los pájaros revoloteaban en busca de alimento, o quizá simplemente existían.
Las mujeres y hombres reunidos en la esquina parecían tratar un tema relacionado con algún acontecimiento digno de perplejidad. Algunas de las mujeres de avanzada edad, se llevaban las manos a la boca en claro signo de asombro, los hombres arrugaban sus frentes en muestra de preocupación. Todos, por momentos, desviaban sus miradas hacia un árbol que sobresalía sobre el techo de unas de las casas del barrio. Era un ciprés gigante, rebosante en verdor, sus ramas se elevaban al cielo, abiertas como abrazando el espacio, su figura era perfecta, terminaba en una punta que coronaba su cuerpo ancho, las ramas del centro eran gruesas, fuertes, capaces de sostener a varias personas en una sola de ellas. La sombra del macizo se regaba hasta la calle, hasta fuera de la casa donde estaba sembrado ya hace muchos años.
El patio de la casa donde se levantaba el ciprés gigante era el lugar predilecto de Nicolás, ahí pasaba sus mañanas y tardes entre juegos, en los que el cipariso era su aliado. Trepaba al árbol con agilidad. Había construido entre sus ramas un camino con lugares distintos: uno donde podía recostarse y mirar el cielo entre el follaje, otro donde guardaba objetos, por ejemplo, una calavera de plástico que colgaba de una rama, revistas, que estaban a salvo de las lluvias bajo un pequeño techo construido con el entretejido de las ramas; otro espacio con características de un observatorio desde el cual podía ver, a más de los techos de las otras casas, el bosque del final de la calle, del que su árbol parecía un familiar distanciado.
Largas horas pasaba haciéndose uno con el árbol. Llegó a conocer sus detalles, sus formas internas, sus marcas, sus cicatrices. Tenía especial gusto trepar al árbol en las primeras horas de las mañanas de domingo, cuando sus padres y hermanos todavía estaban en la cama. Él, salía al patio muy temprano a compartir con los pájaros, que lo habían aceptado como un habitante más del árbol, los primeros calores y luz del sol que vestían al ciprés de un verde-amarillo aderezado con sombras. Cuando estaba entre el ramaje se quedaba quieto como intentando mimetizarse entre la frondosidad. Su mirada encontraba, en la luz matinal sobre el verde vegetal, motivos suficientes para ser verdaderamente feliz.
El rumor había corrido por el barrio precipitadamente. La mujer dueña de la tienda a la que todos los habitantes del barrio llamaban la “señora Piedad”, fue la encargada de diseminarlo a los cuatro vientos, todos quienes iban a comprar algo salían asustados escuchando la versión de la señora Piedad, que, a manera de una agencia oficial de prensa, le habían asignado el papel de portadora de noticias cuya veracidad nadie discutía. Había pregonado a sus clientes, y era suficiente para que todos en la vecindad se enteraran del rumor, que en labios de la mujer tomaba características de información verás.
El rumor daba cuenta de que las raíces del viejo ciprés estaban socavando los cimientos de todas las casas del barrio, que sus raíces, más temprano que tarde, levantarían los cimientos de las viviendas provocando la destrucción de todo cuanto se levante sobre ellas. En definitiva: el viejo árbol amenazaba con destruir el barrio entero, por lo que era un peligro para todos. La “noticia” llegó incluso a preocupar a los vecinos de la barriada vecina pues según los rumores las raíces del ciprés amenazaban incluso a la iglesia de San Blas que estaba a más de diez manzanas de la casa de los padres de Nicolás donde el viejo árbol se levantaba vigoroso. Los vecinos más alarmados pensaban que era necesario acudir en turba, cual inquisidores portadores de santificación, hasta la casa de Ángel, padre de Nicolás, y hacer justicia por mano propia tumbando el ciprés, veían el peligro latente, algunos no dormían pensando que en una de las noches las raíces los levantarían con todo y sus casas. El árbol paso a ser una verde amenaza, latente en las mentes de la vecindad, nadie escaba a esa especie de trauma colectivo, algunos llegaron incluso al extremo de vender sus casas augurando que ya era demasiado tarde, que las raíces cual brazos de un infernal ser, habían hecho presa sus bienes y de sus vidas.
Había llegado agosto con sus vientos que eran señal inequívoca de la época de vacaciones escolares. Para Nicolás, las mañanas de agosto lo llenaban de unas ganas ilimitadas de vivir, de exprimir las horas del día entregándose a liberar su existencia entre el viento que silbaba, que empujaba hacia el azul del cielo las cometas de papel periódico con sus largos rabos que serpenteaban en lo alto como saludando a los niños que las alimentaban con hilo. Desde su observatorio del árbol esperaba ver salir a los niños de sus casas para juntarse a ellos y tomarse la tarde desguazando las horas, mientras corrían detrás de un balón, saciaban su sed con bolos de hielo de colores; tomaban por asalto alguna construcción de la nueva casa que se levantaba en el barrio, en la que, cual ejércitos de la edad media libraban batallas interminables; o se limitaban a recostarse sobre la hierba de un gran terreno baldío entregando sus rostros al sol que los marcaba con los colores del tiempo de diversión. El frenesí de la tarde terminaba cuando la primera estrella explotaba sobre el anaranjado cielo en el ocaso del día, entonces, cual soldados en retirada, los niños daban tregua a los escenarios de la calle dejando los ecos apagados, regados en los espacios de sus batallas infantiles.
Las alegrías no terminaban para Nicolás. Al llegar a casa lo esperaba el olor inconfundible del chocolate hirviendo que se esparcía por todos los ambientes, apuraba entonces hacia la cocina donde encontraba a su madre sumergida en la penumbra, en la que destacaba una puerta con cristales que dejaban ver al ciprés recibiendo pacientemente la luz de las primeras estrellas de la noche, su sombra tomaba el aspecto de un ser sobrenatural que reinaba en el patio. Ahora miraba al viejo ciprés con la convicción de que la luz de una tímida luna refrescaba su existencia, mirarlo así como en paz, descansando acompañado de su sombra, tranquilizaba a Nicolás, sabía que su árbol pasaría la noche bien, y lo emocionaba la idea de esperar la llegada de la mañana para volver a estar entre sus ramas.
Un grupo de vecinos acudió un sábado por la tarde a casa de los padres de Nicolás llevando una hoja en la que constaban varias firmas que respaldaban un escrito que resumía el pedido de que el ciprés sea talado, por la supuesta amenaza que representaba para las construcciones del barrio. El padre de Nicolás los recibió. La portavoz de los vecinos, la anciana de nombre Imelda con gestos exagerados y con una voz cargada de un falso drama, explicaba a Ángel las razones por las cuales el árbol debía desaparecer, Ángel la escuchó con atención mirando por momentos a su mujer que también escuchaba a Imelda, mientras por una ventana podía ver a su hijo en el observatorio del árbol, ajeno a lo que sucedía en el interior de la casa. Lo expuesto por los vecinos era por demás determinante: daban el plazo de una semana para que el árbol sea derribado. Los padres de Nicolás, contagiados por el miedo accedieron a la petición. Solo una realidad hacía que su decisión les cause preocupación y era Nicolás, ¿cómo le dirían que el viejo ciprés iba desparecer del patio?..., el árbol que los ojos de su hijo vieron desde que nació, el mismo que sirvió de apoyo a sus primeros pasos, el mismo, bajo cuya sombra, Nicolás pronunció su primera palabra, que para sorpresa de toda la familia, no fue papá, ni mamá, ni teta, sino árbol. Estaban entonces enfrentados a la reacción de su hijo que de antemano sabían cuál sería.
Entre las ramas del ciprés Nicolás, esa tarde de sábado, miraba ensimismado como se desplazaban las sombras proyectadas sobre el pasto del patio, mientras su imaginación en viaje sin horizonte, construía sensaciones arrancadas desde lo más profundo de su temprana existencia. Estando en este disfrute existencial, la voz de su padre lo arrancó de su vuelo, ahora miraba a su padre abajo, al píe del árbol, pidiéndole que bajara, que tenía algo importante que hablar con él. Le pareció fuera de lo común el tono de voz de su padre, y su actitud, antes nunca nadie de su familia lo había hecho bajar del ciprés. Desde que lo trepaba, siempre bajó de él por decisión propia, Nicolás tenía sobreentendido que para sus padres y hermanos los momentos suyos en el árbol se volvieron inviolables, y ahora, abruptamente, su padre violaba su espacio y tiempo. De mala gana descendió entre las ramas, de un salto estaba en el suelo, entró por la puerta de la cocina, los vecinos se habían ido ya. Encontró a sus padres con un signo extraño en sus rostros, lo miraron como con compasión cuando llegó hasta ellos. Ángel encendió un cigarrillo, su madre jugaba nerviosamente con la manilla de su reloj sobre su muñeca. Afuera en el patio el gran ciprés se agitaba vigoroso con el viento que recorría la tarde del sábado, el sonido de sus ramas acompañaba el aleteo de los pájaros que a esa hora se preparaban a plegar sus alas bajo la última luz de sol. En el fondo del cielo unas nubes de formas alargadas eran las puertas de la noche que se anunciaba con colores plateados.
Después de que Ángel dejó escapar un suspiro involuntario, la madre se acercó a Nicolás posando la mano sobre su cabeza. Se habían reunido todos en la sala de la casa, ahí estaban todos los hermanos y hermanas de Nicolás. El perro de nombre “Espía”, con una mirada desencajada, miraba ansioso desde detrás de los cristales de una de las ventanas de la cocina. Esta vez no parecía esperar su alimento, parecía inquieto por la actitud de sus dueños, era como si entendiera lo trascendental de la reunión familiar, como presintiendo que su existencia también estaba involucrada en lo que sucedía entre esos humanos. Espía era el dueño de la sombra del ciprés, su lugar predilecto en los días de sol era bajo el árbol, y motivo de sus juegos caninos cuando como un “perro loco” daba vueltas alrededor del árbol a velocidad mientras ladraba como festejando a su amigo vegetal. Hay que aclarar que las veces que se orinó sobre el tronco del ciprés no era, de ningún modo, un acto de desagravio contra el árbol, simplemente la naturaleza de su instinto cuadrúpedo en honesta manifestación.
El silencio se rompió cuando la voz del padre llenó el ambiente con un sentido de solemnidad, de ese tipo de solemnidad de funeral. Mirando uno a uno los rostros de sus hijos empezó su discurso. Parecía un orador frente a un público selecto, a pesar de que su oficio de taxista no le exigía ser un erudito en el uso de la palabra, frente a situaciones que requerían de la sensibilidad en el uso del verbo, sabía impactar. Con un tono entre enérgico y conciliador explicó la situación. Las miradas se entrecruzaban entre todos: la madre miraba a Nicolás, este miraba al padre hablando, el padre miraba en intervalos a todos, Sonia Lucía, hermana, miraba a Iván, hermano mayor; este miraba a Fernando, que observaba a Eulalia, la mayor de las mujeres que miraba a la morena Mercedes; esta posaba sus ojos en Patricio, que exhibía su barba de joven adulto; que a su vez observaba a César, quien veía a Esteban el infante que no miraba a nadie, sus ojos se divertían con los dedos de la mano de Fernando que lo tenía sentado entre sus piernas. En cuestión de segundos la secuencia se invertía: la madre miraba a Ángel, que miraba a Nicolás, que miraba a Sonia Lucia, que miraba a Fernando, que miraba a Eulalia, que miraba a Patricio, que miraba a Mercedes, que miraba a Iván, que miraba a César que seguía mirando al infante Esteban. El perro Espía miraba a todos desde el patio, por la ventana de la cocina.
Cuando Ángel terminó de hablar, el silencio envolvió el ambiente. Ahora todos miraban al ciprés a través de la ventana. Lo miraban con un sentimiento compartido, en silencio, como cuando se mira a un enfermo terminal al que pronto le llegará la muerte. Nicolás, sin decir palabra, se retiró a su habitación. Se recostó sobre la cama y quedó mirando el techo sumergido en una tristeza tan grande como la noche, que inadvertidamente había llegado.
Quedó profundamente dormido después de mojar la almohada con sus lágrimas. Y soñó, soñó que estaba en un gran bosque en el que su ciprés era el rey de los árboles; en el sueño él tenía alas de colores, volaba alrededor del árbol mientras su mirada rompía el horizonte, de pronto en lo alto de ese cielo onírico, de entre unas nubes anunciadoras de tormenta, un rayo certero se desprendió con un estruendo que desequilibró su vuelo, y fue a dar en el centro del ciprés convirtiéndolo en una hoguera cuyas llamas devoraron todas las imágenes de su sueño. Cuando despertó escuchó los golpes secos de un hacha que a manera de latigazos golpeaban sobre madera; se incorporó de un salto, bajo las escaleras con un temblor interno en su cuerpo que hizo que cayera entre las gradas. Descalzo llegó hasta el patio donde sus ojos encontraron que la sombra eterna ya no estaba, ya no estaba el gigante verde, ya no estaba su alegría sembrada; unos pájaros trinaban protesta encaramados en la cornisa del techo. El ciprés no era ya sino un montón de troncos diseminados en el patio. Nicolás cerró los ojos. En su interior construyó la imagen íntegra del árbol del patio.
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