VII
Una vez que hubo llegado al borde del paraíso, depositó a la mujer sobre la tierra. Ella estaba cansada, medio dormida, aturdida. Fausto la admiró inocentemente por unos instantes. Detalló su terriblemente flaca figura, su piel insanamente blanca, sus labios de hipotermia. Temblaba del frío y lloraba del dolor, con los ojos cerrados. Pero de un momento a otro, al abrirlos, quedó maravillada. Sus ojos parecían iba a salir de sus órbitas y su boca abierta expresaba un asombro inconmensurable e inexplicable.
- ¡El sol! – dijo con sus pobres fuerzas, pero apasionada - ¡Es el sol!.
Fausto levantó sus ojos para mirar el sol, que para él no era nada extraño, pero dedujo de inmediato que para esta mujer aquella visión tenía que ser milagrosa, luego de tantos siglos viendo sólo por la luz roja del magma que la quemaba y la maltrataba.
- Estás a salvo – le dijo dulcemente Fausto – Aquí estás a salvo.
La mujer miró a Fausto acostada en el suelo y se incorporó de inmediato, para sentarse. Lloraba con admiración mientras le miraba. Levantó sus huesudas manos, que temblaban por la debilidad y la emoción y acariciaba delicadamente el rostro y el cabello de Fausto.
- ¿Quién eres? – decía entre sollozos – Dime un nombre para agradecerte. ¿Eres Dios que me ha perdonado? ¿Eres un ángel salvador? ¿Un santo? ¿Quién? ¿Quién eres? No importa quien seas. Te agradezco tanto, te agradezco.
- No soy Dios, ni soy un ángel – La voz de Fausto le parecía dulce y perfecta a aquella cadavérica mujer – Menos aún soy un Santo. Soy un hombre simple y llano, que por casualidad se ha encontrado al mundo y ha visto lo terrible que es. Me llamo Fausto, es mi gusto conocerte.
- Mi salvador. Fausto mi salvador. Pero ¿Qué es esto? ¿En dónde estoy?
- Esto es el Paraíso, mujer. Estás a salvo.
Ella, al escuchar aquello miró tímidamente a su derredor, y comprobó la belleza extrema de todo. Los cerros, los pinos del bosque cercano, los animales que todos cerca de ella vivían en armonía, la brisa cercana y hasta las formas que dibujaban las hojas al ser arrastradas por el viento, todo era hermoso. Enmudecida, así quedo la mujer.
- Y tú, mujer, dime ¿Cuál es tu nombre?
- ¿Mi nombre? – La mujer miraba a los ojos de Fausto con devoción, pero a la vez una gran confusión reinaba en ella – Yo solía tener un nombre, antes, cuando vivía en el mundo. Pero ya no lo tengo. Con el tiempo, a medida que pasan los siglos y a medida que en medio de tu dolor todo lo que te preocupa es tratar de evitar las torturas, las violaciones y la ira de los demonios, se van olvidando las cosas que nos atan a la naturaleza humana. Hace tiempo sé que tenía un nombre y lo recordaba y lo podía pronunciar, pero ya no lo tengo, no lo recuerdo. Desde hace siglos nadie me llama por ni nombre. Allí nadie ha de recordar su nombre, nadie ha de tener siguiera una identidad, pues ningún recuerdo de nuestras vidas nos sobreviven. Yo ya no sé que fue eso tan terrible que pude haber hecho mientras vivía en el mundo antes del fin que me hizo merecedora de esa tortura lamentable y eterna. A penas algunas escenas de mi vida pasada, de mi existencia terrenal me sobreviven, pero no puedo armar con ellas un pasado ni una identidad. La peor parte del infierno es eso, el olvido terrible al que te somete el sufrimiento.
Fausto escuchaba con fascinación. Esa mujer tenía recuerdos de su existencia pasada, una existencia de la que él no sabía nada, pero que sabía debió tener. Alguna vez escuchó decir que ellos eran los hombres salvos, aquellos que sobrevivieron a la vida terrenal con el beneplácito de Dios, sin embargo, nada de eso sabía nadie de los que con él vivían. Pero esta mujer decía recordar algo.
- ¿Recuerdas algo de tu vida? ¿Hay algo de ella en ti?
- Sólo recuerdo algunos momentos, algunas escenas. Algunas caras. Recuerdo a mi madre, a quien tanto quería y por quien todo hubiera dado. Alguna vez también creo haberla visto en el infierno, sufriendo a mi lado. Intenté acercarme a ella, pero allí nadie cumple su voluntad y los demonios más bien nos separaron. Tantas veces he sido destrozada y reconstruida para ser destrozada de nuevo y con todo y eso aún la recuerdo a ella, a la madre de mi existencia terrenal. No recuerdo su nombre tampoco, pero recuerdo su rostro. Recuerdo al sol, que todo lo iluminaba y recuerdo la noche, oscura y hermosa, recuerdo las flores y el olor de la lluvia, pero no recuerdo mi nombre ni mi vida.
- ¿Y qué es la noche? – Fausto estaba fascinado por eso que escuchaba. Había cosas que reconocía él mismo también en su existencia divina, pero otras no podía adivinar lo que eran. La noche, madre, la lluvia, nada de eso se daba en el mundo divino y nada de eso recordaba de su existencia terrenal. Todo era nuevo para él, aunque ya lo había vivido tantas veces en el pasado. La mujer le observó con asombro ¿Es que había algo que ella poseía que no tenía un hombre del paraíso?
Al volver a su casa Fausto no pudo dormir, pensando en aquella mujer y los sufrimientos que debió padecer. Se preguntaba qué fue eso tan terrible pudo haber sido en vida para merecer algo así. Le dejó escondida en el bosque, cerca de una cueva, que asumió ella como su nuevo hogar. Parecía una mansión exquisita para ella, pues no había allí dolor, no había sufrimiento, no había torturas.
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