EN LA LLUVIA DE LA TARDE
En abril el cielo parecía desfondarse sobre la ciudad. Grandes nubes negras se deslizaban sobre las cúpulas de los templos, sobre los techos de las casas, sobre las cabezas de los transeúntes, que apurados buscaban un lugar que los proteja del inminente chubasco anunciado por un viento frío que se presentaba acompañado de pequeñas partículas de agua. Como una alegoría improvisada las calles se llenaban de paraguas, que daban la impresión de siempre haber estado listos para el momento esperado. Cuando se desató el aguacero, los habitantes de la calle apresuraron el paso, mientras los autos parecían saludarse entre ellos con los limpia brisas a todo movimiento. Un perro abandonado no se inmutaba por la lluvia, y seguía su caminar con la cabeza gacha, como alegre por la mojada que le daba en todo su pelaje. Un mendigo, habitante de la calle, acurrucado entre cartones a salvo de la lluvia bajo la cornisa de un viejo edificio, se deleitaba con un pedazo de pan que entre sus dedos tomaba la forma de algo vivo que en cualquier instante, parecía, escaparía de sus manos.
La ciudad tomó el aspecto de un sueño envuelto en agua para los ojos de Juan. Inmóvil en una esquina, semi-mojado, miraba como se desprendían unas gotas desde el techo de la casa de enfrente. Parecía estar hipnotizado contando para sus adentros los segundos que transcurrían entre una gota y otra antes de tocar el suelo. Juan era un joven, o más bien dicho, un hombre de treinta y dos años, ajeno a esta ciudad, ajeno a este país, ajeno a este mundo, según sus propias palabras, que las repetía cuando alguien le preguntaba su procedencia. De condición desarraigada, no había echado raíces en ningún lugar. Sin profesión, ni familia, a pesar de cual no desdeñaba su suerte. Siempre se vanagloriaba de su condición de paria, para él su situación era especial si comparaba con la del común de mortales que, para sus reflexiones, encajaban, o trataban de hacerlo a la fuerza, en el molde social. Su mayor logro, según él, había sido nunca enfermar a pesar de soportar, sin protección, aguaceros, lluvias, tormentas más fuertes que la de esa tarde.
Mientras parado en la esquina se concentraba en como el agua pegaba en el pavimento de la calle, trajo a su memoria la ocasión aquella en la que estando en Bogotá, coincidentemente un mes de abril, cuando trabajaba como estibador en una fábrica de papel, se destaparon las nubes, descargando sobre la capital colombiana uno de esos aguaceros de antología. Recordó que mientras todos sus compañeros estibadores se quedaron esperando en la garita de la fábrica a que amainaran las aguas, él, en acto de afrenta a las fuerzas de la naturaleza, al dios de la lluvia al que sin saber su nombre le asignaba una existencia, le habló como haciéndolo a un camarada, pidiéndole que se apiade los hombres y de la bestias, pidiéndole que su agua limpie de la existencia las pesadillas hechas realidad. Recordó Juan, que a esa lluvia de Bogotá la sintió como un beso de abril, sintió el abrazo del ese dios sin nombre. Recordó que al principio parecía uno de los tantos aguaceros bogotanos. Rememoró que caminó mojando toda su humanidad, mientras la cantidad y la fuerza del agua iban en aumento, sintió, ahora lo recordaba, que la ira de ese dios se había destapado como las nubes de las que se precipitaban las aguas. La lluvia de esa tarde bogotana verdaderamente arrasó con todo. Le había parecido que el dios de la lluvia pasaba por un mal momento. La fuerza del agua derrumbó casas, tiró postes de alumbrado, desbordó ríos, ahogó hospitales, anego calles, mandó al suelo las paredes de la cárcel de la que ningún preso se atrevió a salir por miedo a morir, inundó el cementerio haciendo que las tumbas se destaparan permitiendo que muchos ataúdes salgan navegando sobre ríos de agua lluvia a manera de una regata de ultratumba. La gente asustada se había refugiado donde más pudo, nadie quedó en las calles, sólo él, como protegido por un escudo invisible caminaba entre la destrucción provocada por el agua, mojado completamente, solo el tibio llanto que rodaba por sus mejillas era la única sensación no fría. Juan lloraba, lloraba, caminaba, se mojaba, impotente ante la destrucción se limitó a caminar. Ahora el recuerdo lo envolvió entero cuando rememoró como terminó esa tarde en Bogotá: mil doscientos muertos, más de quinientos desaparecidos, y más de un millón de hombres, mujeres, niños, ancianos de toda condición social afectados por pulmonía, muchos de ellos morirían días después del diluvio bogotano. Él por su parte llegó más empapado que un océano a su cuarto en una barriada suburbana, guardando en sus retinas las iras del dios de la lluvia. Tomaría un café y pondría su ropa a secar al fuego de un pequeño reverbero, pero eso si, ningún estrago en su salud después de soportar ese zafarrancho de agua y tormenta en ese abril bogotano.
La película de este recuerdo terminó en su cabeza. Juan, sin darse cuenta, había estado mojándose entero, puesto que la lluvia, ahora con viento, le pegaba de frente. Como de costumbre, contra corriente, se lanzo a la calle a caminar bajo el turbión. Sin un paraguas pasaba entre la gente, que protegida por su respectivo aparato contra el agua, lo quedaban mirando extrañados por su impasible caminar y su rostro que denotaba una alegría inusual en medio de la tormenta. Es que para él, los días de lluvia eran los precisos para pasear por la ciudad. Contrario a todos, los días de sol se limitaba a salir de su cuarto para cumplir con uno de sus trabajos esporádicos, luego de lo cual se encerraba a leer periódicos de fechas pasadas que era su pasatiempo favorito cuando no llovía. Cabe señalar que aunque había llegado a terminar solamente la primaria, era un lector con cierta disciplina.
Nadie ha podido explicar por que Juan disfrutaba tanto de los aguaceros. Muchos que lo conocieron daban explicaciones más cercanas a lo mágico que a lo real. Por ejemplo una doña que por algún tiempo le arrendó un pequeño cuarto, decía que Juan - no pertenecía a este mundo, a este planeta llamado tierra,- según ella lo que le hacía suponer y sostener su teoría era la extraña costumbre que su inquilino tenía de mojar el espejo cuando se miraba en él, según la matrona muchas veces pudo verlo en esta extrañísima acción. Y algo más extraño, según ella, inexplicablemente en varias ocasiones en días soleados podía escuchar como dentro de la pieza que ocupaba Juan sonaba como si lloviera a cántaros. Pero la versión de algunos de sus pocos amigos, que refería sobre la ocasión en la que Juan conoció, a la única mujer que le robaría el sueño en una tarde de lluvia, tenía más crédito, sin dejar de ser extraña. Según había contado él mismo, la visión de aquella mujer bajo la lluvia lo había impactado al punto de que desde ese momento la lluvia se tornó en un elemento inseparable de su existencia.
A partir de aquella experiencia, no la había vuelto a ver. Muy dentro, admitía la esperanza de que una tarde cualquiera de lluvia su imagen apareciera. En su pensamiento quedaría relacionada la lluvia con la existencia de aquella mujer. Tan estrecha relación estaba materializada en sus largos peregrinajes bajo “el llanto de las nubes” que era como bautizaba a la lluvia. La visión que guardaba de ella, cuya fugacidad la eternizó, traspasaba lo común, superaba lo mundano, sobrepasaba lo anecdótico. Esta visión estaba enrevesada con elementos extraños, prodigiosos, que la envolvían en un manto de sensaciones indescifrables que lo precipitaban a buscar una respuesta a tal situación. La estrategia para encontrar las respuestas a tan extraña presencia ausente, era entonces sumergirse en todas las lluvias posibles. Algo le dictaba que ella era parte de la lluvia, se la imaginaba con su cuerpo materializado en agua. Tan sutil representación iba acompañada del sonido inconfundible del agua precipitada del cielo, del sonido de un aguacero que se adentraba como la sinfonía del silencio de un sueño.
Su condición de errante no era un obstáculo a su convicción de que sus ojos la volverían a encontrar, le bastaba con saber que al lugar donde iría la presencia de lluvia estaba garantizada, para tomar la decisión del viaje. Llegó a conocer, como un experto, las condiciones climáticas de las ciudades a la que desplazaba, siempre haciendo que coincida su presencia en los meses de mayores precipitaciones. Tampoco le importaba, ni se cruzaba por su pensamiento, la posibilidad de que la mujer viviera en una ciudad, en un país determinado, le bastaba con la certeza que tenía que donde lloviera estaba garantizada la posibilidad del encuentro.
La lluvia estaba en su momento supremo. Según él, que había vivido intensamente tantas, toda lluvia, por leve o fuerte que sea, tiene un instante en el que se manifiesta su clímax, como cuando la vida de un humano llega a un período determinante en su construcción de ser. Sus pasos, sin dirigirse a ningún lado, estaban en dirección ciega al encuentro improbable con una existencia apenas impregnada en un recuerdo mojado. Caminaba con la parsimonia de quien no desespera por llegar o encontrar un destino, caminaba con la mirada enfrentada a las gotas de agua que se sucedían como el fluir de la sangre en sus venas, su humanidad empapada en agua lluvia parecía un espectro escapado de un mundo extraño. El cielo gris derramaba su oscuro brillo sobre la ciudad, el agua lluvia cubría con un manto de fulgor los techos, las calles, que parecían confluir en una visión limpia que emanaba una sensación de pureza. Las calles, vistas en perspectiva, mostraban la soledad paseándose en las veredas, por las que solamente se avistaba el reflejo de las edificaciones. La lluvia había puesto en retirada a los pájaros, las palomas, cuya ausencia, por momentos, parecía algo definitivo. La tarde empezaba a ceder su tiempo al ocaso del día. Las primeras luces aparecían por las ventanas de algunas casas, volcando un amarillo apagado al exterior.
Juan parecía motivado por la sensibilidad de su cuerpo mojado. Reflejaba una silueta recortada sobre la cortina de lluvia, que evocaba a un hombre con determinación de ir hacia lo inexistente, regido por una evidencia manifestada en las gotas que desde el cielo cubrían su universo. Sus pasos lo condujeron a la parte de la ciudad donde esta se codeaba con el paisaje natural, llegó hasta un lugar elevado desde donde la lluvia tomaba el aspecto de un manto húmedo que cubría la ciudad. No había diferencia entre él y la lluvia, ahora era parte del agua. Inmóvil paseó su mirada sobre la ciudad que disparaba al cielo mojado miles de luces diminutas, mientras en su pensamiento construía la imagen escapada de la realidad, esa imagen que la sentía necesaria para sobrevivir, necesaria para seguir siendo parte del mundo. El tiempo se detuvo en su interior, extendió sus manos para tocar la lluvia de la forma en que imaginaba acariciar el cuerpo de su sueño, de su espera. Fue el momento cuando sintió, a sus espaldas, la presencia de una mirada que lo escrutaba, el sonido de su respiración se confundía con el de la lluvia, inmóvil no atinaba una reacción, cerró sus ojos cuando una mano empapada en agua tomó la suya, dentro de su pecho su corazón libraba un rito de velocidad. El cielo gris y húmedo dejó escapar el sonido de un trueno cuando los ojos de Juan se abrieron y encontraron frente a sí la mirada mojada de su sueño convertido en mujer. La presencia física de ese cuerpo empapado que terminaba en una mirada prendida de luz y agua, hizo que sus brazos, actuando compulsivamente, aprieten esa humanidad húmeda con tal fuerza, que el cielo se rompió en millones de partículas de agua iluminadas por un rayo estruendoso que cerraba la lluvia de la tarde.
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