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Inicio / Cuenteros Locales / angelateo / Debra de los Infiernos. Capitulos III y IV

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III
Fausto andaba un día caminando por un campo florido lejos de la pequeña ciudad en el centro del paraíso. Caminaba por los alrededores del mundo conocido, tratando de buscar nuevas experiencias. Y es que Fausto tenía una personalidad difícil. Tenía la natural tendencia a recordar su existencia mortal y por eso Dios debía estar detrás suyo todo el tiempo, haciéndole olvidar a cada momento. Sobre todo Debra venía una y otra vez a su mente.

El aire parecía que le murmuraba ese nombre al oído a Fausto, pero él no lo escuchaba, o lo escuchaba y no lo comprendía. Algo extraño pasaba en él, algo raro tenía en su mente. Caminaba mientras miraba las flores bajo sus pies, el pasto, la grama. Unos árboles definían el límite de su mirada, pues era un bosque que, delante suyo, se expandía. Nunca había ido más allá de ese bosque, pues jamás sintió curiosidad por ir más allá, pero ese día el viento tenía algo extraño. Una suave brisa venía de entre los árboles y trajo consigo un olor particular y también trajo hojas de árboles secas, levantadas del lecho de la tierra. Una extraña fuerza interior hizo que su mirada se dirigiera hacia allá, hacia el bosque. Esta vez quería adentrarse y conocerlo, saber qué había dentro de sus límites y escrutar su verdad. “¿Qué es ese olor?” Se preguntaba, se decía a la vez que deseaba ir, que deseba conocer, que necesitaba entender. “¿Qué es lo que no entiendo y por qué necesito entenderlo?” Imprudentes preguntas de un hombre que se enfrentaba sin saberlo al poder de Dios.

Caminó hacia el bosque, lentamente al principio, pero luego con rapidez, hasta que estaba casi trotando en un momento. Se adentró profundamente en él maravillándose con la sombra. Era la primera vez en sus recuerdos que conocía la luz del sol filtrada por los árboles de un bosque y la penumbra le parecía fascinante. Era un recuerdo de su vida mortal, pues a Fausto le encantaba la noche y sobre todo, ver la luna salir por el horizonte, pero no podía saberlo, porque la noche nunca se daba en el Paraíso pos terrenal.

De un momento a otro, se detuvo, ya cuando sintió que estaba en medio del bosque. Estaba rodeado de árboles altos, como coníferas, que se elevaban varios metros sobre el suelo. Se sentía en medio de una sala hipóstila caóticamente diseñada. Observó la vida que se desarrollaba en el los árboles, las aves que revoloteaban de rama en rama y las serpientes que convivían armónicamente con ellas. Al ver aquello, algo le pareció extraño a Fausto y se dijo en voz baja: “Esto no está bien”. Y siguió mirando, tratando de descubrir qué era lo que no cuadraba. Pasó allí un largo rato, de pie, viendo las aves y las serpientes juntas, las serpientes enroscadas en el nido de las aves y estas revoloteando sobre su cuerpo.

- Esto no está bien – dijo esta vez en voz alta – Serpientes domadas, desasistidas de naturaleza, les ordeno que sigan esta vez sus instintos, pues se que algo no está bien, pero no recuerdo que pueda ser. Y ustedes, aves tontas, no pueden estar allí, felices, junto a ellas, algo que dice que no es así, no puede ser así. Por eso, por el poder que me ha conferido mi amado Dios Padre, les ordeno que dejen de ser falsas por un momento y actúen como su instinto vital les ordene. ¡Háganlo! ¡Ahora!.

Y así, de un momento a otro, las serpientes y las aves se paralizaron por unos segundos. La situación era analizada por cada ser vivo de forma exhaustiva, como tratando de no ser la primera en actuar, para no sorprender al otro. Mas de repente, un caos absoluto. Las aves volaron todas juntas, despavoridas, abandonando sus nidos y las serpientes se abalanzaron sobre ellas. Algunas lograron atrapar algún pájaro con sus bocas. Una de esas serpientes, al atrapar a un ave, cayó a los pies de Fausto desde el árbol. Allí, en la tierra, engullía con lentitud al ave, que aún viva, emitía ciertos quejidos ahogados por el abrazo sofocante de su predadora y por el veneno potente después de tantos siglos de no haber sido utilizado.

Fausto observaba aquello con horror y fascinación a la vez y de nuevo sudó y su corazón se aceleró. Esto es tan terrible, se decía, pero es lo correcto. Es lo correcto. Y de nuevo, ante la bruma repentina de Dios que se acercaba, Fausto, por alguna razón se aterró. Sus recuerdos serían borrados de nuevo y él, instintivamente, quería protegerlos. Por eso corrió en dirección contraria, alejándose de Dios que se acercaba, pero sabía que no podría huir, por lo cual se escondió entre unos matorrales cercanos, procurando no hacer ningún ruido y no delatar de alguna forma su presencia. Vio a Dios que llegó hasta el lugar que él había convertido en un desastre y vio como Dios, al observar aquella escena, gritó airado.

- ¡Animales estúpidos! Deberían estar agradecidos de saber que los he aceptado en mi paraíso. Pero mírense, quieren volver a sus costumbres mundanas. ¿Es eso lo que quieren? Pues entonces es lo que tendrán.

Dios tomó a todas aquellas aves y serpientes y las atrajo frente a Él en una gran bola palpitante, que gritaba de dolor y pánico. Dios tomó la bola con sus manos y en un impulso extraordinario, la lanzó hacia el cielo en dirección a la periferia del nuevo edén.

- Vayan al mundo al que pertenecen. Sufran su dolor y listo. ¡Es lo que querían! ¡Vean cuan bueno soy que les he concedido lo que tanto añoraban!

Dios se sacudió las manos y dio la espalda al lugar, volviendo lentamente hacia el centro del paraíso, caminando, mientras los árboles se llenaban de vida rápidamente otra vez. Otras serpientes y aves, provenientes de otros lugares, llegaron. Las aves cargaron a las serpientes consigo y las lanzaron sobre los nidos abandonados de las anteriores y luego ellas empezaron a revolotear a su alrededor. Pero Fausto ya no se fascinaba por el bosque ni por las aves o las serpientes, sino por ese lugar misterioso al que Dios había lanzado a los desobedientes, que habían pecado por su culpa. ¿El mundo?, se preguntaba, ¿Qué es el mundo y dónde está? Qué fatídica pregunta, qué fatídico momento, Fausto quería saber del mundo.

IV
Intentar ocultarse de la mirada de Dios no es en absoluto una tarea sencilla y menos tratar de ocultarle los pensamientos, pues Él todo lo sabes y todo lo ve y cada pensamiento humano escucha como si fuera una voz lanzada libremente al viento. Sin embargo, Dios en el paraíso también tenía espacio para ser feliz, por lo cual muchas veces dejaba pasar los pensamientos de los hombres, sin reparar en ellos y eso era algo que Fausto sabía muy bien. Por eso, intentaba deducir eso que era el mundo, a la vez que evitaba todo encuentro con Dios. Al ver aquel gran resplandor y halo de felicidad ir en una dirección, él tomaba la dirección opuesta. Sin embargo, un día no pudo evitarlo más, pues Dios, extrañado del tiempo sin ver a su querido hijo Fausto, apareció ante él, y no hubo nada que este pudiera hacer.

- Fausto, tanto tiempo sin saber de ti me extraña. Siento que me has estado evitando, pues los hombres no quieren pasar ni un día sin verme usualmente, pero tú, en cambio, pareces dispuesto a pasar el tiempo sin mi compañía.

- Perdóname por ser tan ingrato y malvado, Padre, pero me conocer bien. Soy independiente y fuerte y me gusta andar por el mundo haciendo mis cosas sin ir a molestarte.

- Sabes que no me molestas en absoluto – Decía Dios entre desconfiado y extrañado – Es sólo que tú, en particular, cada día me sorprendes más con esa fuerza e independencia que te caracteriza y de la que te enorgulleces tanto, sin embargo, no encuentro aún razón para tu desaparición. ¿Tratas de ocultarte de mí?

- No, por supuesto que no – Fausto no supo como se llamaba eso que hacía, pero sabía que no podía estar bien. Decía algo contrario a la verdad que, se suponía, era todo lo que existía en el mundo para él, pero se sorprendió de ver lo fácil que era faltar a la verdad, aunque no supiera qué nombre ponerle a aquella acción – Jamás he tratado de evitarte, Padre, jamás he tratado de evitarte.

Dios le vio intensamente, parecía que dentro de Él algo encontraba de extraño en Fausto, pero no reparó más allá de eso, pues no era posible que Fausto mintiera. Los hombres salvos no mienten jamás.

- Me sorprendes, Fausto. Es grato ver que, aunque yo todo lo vea y lo sepa, todavía existe en el corazón de los hombres rastros de independencia y de fuerza que yo no conocía o que muestran repentinamente. Pues me acostumbraré a tu independencia, hijo mío. Me agrada ver tu fuerza.

Y allí, Dios le dejó, en medio de aquella pequeña ciudad de hombres salvos. Fausto estaba perturbado, anonadado consigo mismo. Acababa de descubrir un poder que no sabía que tenía, el poder de mentir era algo novedoso y delicioso. Podía mentir y le gustaba.

Texto agregado el 09-01-2009, y leído por 78 visitantes. (0 votos)


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