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Inicio / Cuenteros Locales / angelateo / Debra de los Infiernos. Capitulos I y II

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I

Su felicidad era absoluta y su amor por la existencia misma era total. El mundo después del mundo no podía ser mejor de lo que era. Cada promesa de Dios había sido cumplida hasta en su último detalle y es por eso que los hombres y mujeres salvos no podían sentirse más afortunados. Cada segundo, minuto y hora que pasaba era una razón más para agradecer a su Dios Padre Salvador por a existencia de aquella maravilla, el nuevo Edén, el Paraíso después del mundo.

Aquellos hombres tenían muchas razones para sonreír: por los ríos de deliciosa leche que todo lo atravesaban, por la fabulosa agua llena de vida y juventud que los mantenía vivos, por los majares deliciosos que se ofrecían voluntariamente desde la flora y desde la fauna, por el día perpetuo, por la Luna feliz que de vez en cuando se dejaba ver, siempre con esa belleza inusitada que a aquellas gentes fascinaba. Todo era maravillas, juventud y amistad.

Por eso Fausto no tenía más nada que pedir y no podía quejarse de nada, porque su vida de hombre salvo era todo lo que cualquiera puede haber pedido alguna vez. Estaba en su casa, que era más que suficiente para lo que él deseaba, mirando por la ventana el arco iris que se elevaba sobre el horizonte, con el cielo entre celeste y rosa de una tarde eterna, con el vuelo de las aves más amables, cuyo canto era el más dulce.

- ¡Ah! Qué bello el mundo, la existencia, el Paraíso. Todo lo que puedo desear está aquí, todo lo que puedo amar, todo lo que puedo necesitar.

Así, miró hacia el interior de su casa. En efecto, todo estaba allí, muebles, vida, plantas, libros, amor. Pero no había nadie, excepto él. Estaba solo, como todos en el paraíso, todos estaban solos, porque nadie necesitaba a otro hombre o mujer cerca de sí, pues para eso estaba Dios en todas partes y con cada uno de ellos, llenando cada espacio, cada momento y cada verdad. Fausto miraba, en efecto, hacia su casa, y no necesitaba nada, pero algo, algo estaba mal en él. No lo sabía, pero un aspecto fundamental que sostiene al paraíso pos apocalíptico estaba a punto de ser quebrado por su causa. De nuevo, la desobediente naturaleza humana lo podría todo en riesgo.

II
En el paraíso nunca es de noche, pero los hombres duermen cuando el cansancio les impide ver la belleza de todo lo que les rodea. Así, en cierta oportunidad cuando Fausto dormía, un extraño sueño vino a él. A diferencia de las otras veces, no soñó con la maravilla de aquello que viviría al despertar, sino que un episodio extraño vino a su mente. Él mismo se veía diferente, delgado y frágil, en un mundo desconocido inicialmente pero que a medida que transcurría su sueño podía sentir que reconocía.

- ¿Me dejas así no más? – una mujer que apenas reconocía, en medio de la calle de una ciudad extraña y deprimente, en la noche lluviosa, le hablaba – ¿Es que de verdad puedes ser tan mojigato y fanático? ¿Terminas con lo nuestro por culpa de unas ideas arcaicas y tontas, de un Dios que ni sabes si existe? Terminas conmigo por nada. Prefieres estar sólo. Me pregunto si Dios va a venir a hacerte compañía y sabes que no, porque no hay nada mejor para ti que yo. Me amas y no puedes negarlo. ¿Por qué lo sigues negando?

La mujer de la noche en su sueño era difusa, era extraña, era austera, como un fantasma, pero su voz se escuchaba con tal claridad que casi podía reconocer aquel momento. Fue la última vez que la vio en el mundo. Pero, él no debería soñar con eso, él no debería recordar eso, porque la felicidad del Paraíso es precisamente el olvido, el olvido del mundo que estos hombres han dejado atrás. Fausto repentinamente despertó y en medio de la luz que todo lo envuelve en el paraíso, gritó un nombre que no tenía ningún sentido para él.

- ¡Debra!

Él mismo no lo entendía, él mismo no lo sabía, él mismo no podía relacionarlo con alguien conocida. ¿De dónde vino? ¿Quién es Debra? Levantó su torso de la cama y se apoyó en un brazo. Con su otra mano se acariciaba la frente. Estaba bañado en sudor y su fabuloso cuerpo de hombre divino, digno del paraíso, saludable, musculoso y fuerte, estaba trémulo, la sedosa piel erizada y el suave y bello cabello negro, no muy corto, no muy largo, simplemente perfecto, algo mojado por su transpiración. Un extraño olor tenía, un olor que no había conocido antes. Era él mismo, su olor a hombre, su olor a ser vivo, a materia. Mientras dormía, tuvo un sueño de recuerdos de su vida humana en el mundo y esas viejas costumbres corpóreas tan indeseables en un ser celestial regresaron junto a sus recuerdos. El feo reflejo de sudar, de acelerar el corazón ante la emoción y su olor a tufo, a vida, a hombre, también volvieron. Todo era nuevo para él, no porque antes no lo vivió, cuando era un mortal en el mundo, sino porque en su existencia paradisíaca estas cosas nunca pasaban.

- ¿Quién es ella? ¿Quién es Debra? ¿La recuerdo? ¿Esto, es un recuerdo?

- No, no recuerdas. No recuerdes.

Fausto volteó a ver a Dios detrás de suyo. Fabulosa e indescriptible presencia, indefinible como hombre o mujer, incomprensible como ser humano o ser divino, intransitable como verdad o mentira, inmodificable para el hombre y los santos, Dios cumplía su eterno trabajo en el mundo después del mundo.

- No preguntes por ella, pues no es nadie digno de ti. No sepas nada del mundo, no preguntes por él. He venido a darte otra vez a felicidad que mereces. Olvida, olvídala – Un manto de luz descendió sobre Fausto, quien cayó suavemente en otro sueño, un sueño de olvido.

He aquí la razón eterna de la felicidad en el mundo después de la vida, del mundo después del mundo y después del Apocalipsis, pues es tarea divina, una lucha constante de Dios contra los hombres salvos, impedir que los recuerdos de sus vidas vuelvan. Toda la felicidad humana en medio de la promesa de Dios está basada en el olvido.

Texto agregado el 09-01-2009, y leído por 92 visitantes. (1 voto)


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