El jardín era precioso. Un rincón apartado, bañado por rayos del sol y con sombras apenas suficientes para evitar cansarse la vista. Los árboles le daban al lugar una apariencia mágica, y la luz pasando entre sus ramas hacía brillar el rocío sobre el césped del suelo, lleno de pequeñas flores y tréboles. Yo suspiré y me recosté, tranquila, en el suelo, abrazando algunas hebras de pasto entre mis dedos, con los ojos cerrados y una trémula sonrisa bailando en mis labios.
Una sombra cubrió la luz que se filtraba entre mis párpados cerrados, fruncí el ceño y abrí los ojos.
-Hola –dijo el intruso, sonriendo amablemente-. ¿Te molesta si me siento contigo?
Parpadeé, sopesando los pros y contras de un acompañante. Al final, sonreí con suavidad y asentí, cerrando los ojos de nuevo y recorriéndome para darle un poco de espacio en el césped a mi invitado.
La hierba susurró cuando él se recostó a mi derecha, contra el tronco del árbol. Me giré para verle el rostro y él hizo lo mismo conmigo. Sonrió dulcemente.
-Soy Nick –se presentó, mirándome con unos ojos color verde oscuro. Algunos rizos castaños adornaban su rostro.
-Aimee –sonreí de vuelta. Sus ojos eran brillantes, me gustaron. Y olía a naturaleza bañada con sol.
Miró un instante al suelo, reflexionando. Levantó su mano derecha, en la que no estaba recargado, y la puso en la hierba frente a mí, con la palma abierta y hacia arriba. Lo miré extrañada un momento, y él guió mi vista hacia mi mano. En un instante de extraña lucidez, puse mi mano izquierda sobre la suya, entrelazando nuestros dedos sin despegarles la vista. Nos miramos a los ojos y sonreímos. Me acerqué un poco más a él, recargándome en su hombro. Suspiré y volví a sonreír, mientras los dos disfrutábamos de la nueva paz del momento. |