Supongo que habrá siete segundos desde que la tortuguita sale de su huevo soterrado en arena, hasta que empieza a andar hacia la mar, al infinito. Siete segundos en los que se pregunta dónde está; quién narices le ha traído aquí y qué tiene que hacer. Segundos en los que la tortuguita se ve insignificante y se siente perdida, desprotegida. Mi vida son esos siete segundos alargados, escalando hacia la eternidad. Mi vida es un símbolo retorcido con un solitario puntito debajo: ?, porque dejé de creer en mí.
Supongo, que a cualquier ser humano le temblará la pierna por miedo a equivocarse, en el momento exacto de dar el último paso hacia el altar. Mi vida es una pierna temblorosa por temor a que el paso que dé sea incorrecto.
Supongo que nada más saltar a todos los paracaidistas se les sube el estómago a la altura de la garganta (o de los ojos). Y que todos los pomos de las puertas de entrada a una nueva vida emanan calor cuando uno los agarra para abrirla. Mi vida es un estómago constante en el cogote. Y una mano ardiendo. Es cada trastoque fisiológico que provoca el lanzarse a lo desconocido.
Los siete segundos de la tortuguita…, el paso aterrador…, el salto al vacío, todo en una sola sensación. Y es una sensación que no soporto. Y que, por otro lado, me iguala a todas las personas con las que, inicialmente, no comparto nada. Siento miedo e incertidumbre como lo sienten el más rico y el más pobre de este planeta, el más cobarde y el más intrépido. Y como lo sienten todos los animales, desde la musaraña al elefante. (Esto más que ciencia es una teoría personal, pero me encanta creerlo así)
En esos momentos de mimetismo con la especie y emociones animales, de acojone, daría lo fuera por poder ser tortuguita para encerrarme en mi caparazón, hasta que pase. Aunque, si lo hago, jamás alcanzaré el mar…
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