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Camila era gordita, pero coqueta. Se le había visto en todos los rincones escondidos y solitarios del colegio con un muchacho diferente. Los profesores ya ni la regañaban. "La Camilita no tiene remedio", decían. Todos pensaban que ella andaba “en todo menos en misa”. Pero, extrañamente, era la única que lograba pasar con excelentes calificaciones al final del año. Nadie tenía nada qué reprocharle en ese sentido.

Su gordura cada día iba en aumento. Pero eso no le quitaba el buen ánimo, la coquetería y, sobre todo, su inteligencia. Aunque, con el paso de los años, ya los hombres no le hacían tanto caso.

"No me importa nada", pensaba la monumental muchacha, "con o sin hombres, ya soy feliz; además, mientras me aceptaron, gocé como nadie". Tenía muy pocas amigas, casi siempre andaba merendando golocinas o leyendo algún libro en completa soledad. Esto, aunque ella fuera muy agradable. Su soledad se la procuraba por sí misma.

No fue de extrañarse que Camilita se graduara del colegio con honores y que en la universidad le fuera igual de bien. En poco tiempo, ella logró afianzarse en un trabajo importante y de muy buenos ingresos. Pero ahora Camila estaba obesa y asquerosa.

La ropa la mandaba a hacer en tallas impresionantemente grandes. Ya ni su cama la soportaba. La mole de su cuerpo era tan grande, blanca y sebosa que, en ocasiones, hasta ella se ponía triste. Pero el mal ánimo no le duraba mucho. Su felicidad no la perdía nunca.

Los médicos le dijeron que tenía que adelgazar, que las cosas no iban bien. Camila se negó rotundamente a la idea. "Me he esforzado tanto por esto que no lo puedo dejar", decía, "¿sabe cuanto valgo en inversión alimenticia doctor? Millones, ¡millones!", decía sonriendo. Su nutricionista insistía en que ella se estaba quitando años de vida con esa actitud. "Cuidate, Camilita, no podés echar al traste tanto talento", suplicaba el doctor. Camila no oía ni entendía de razones. "Comprenda, doctor, cuando le digo que mi gordura es divina, tómelo textual".

Así las cosas, Camila siguió engordando y los problemas en la espalda, en la respiración y en la circulación sanguínea comenzaron a surgir. Ella lo tomó con calma. Es más, a escondidas de su doctor, rompía las dietas obligatorias a las que estaba sometida. De alguna manera siempre conseguía aquellos bizcochos tan dulces y apetecibles.

En su trabajo, las cosas andaban mejor que nunca. Tenía todas las consideraciones del mundo y había recibido muchísimos premios nacionales e internacionales por su labor intelectual. Hasta había viajado a otros países a dar conferencias, recibir talleres o mantener cualquier actividad didáctica de la que salía bien librada.

"Ese cerebro es tan grande como tu cuerpo, Camilita", le decía su jefe muy a menudo. "Créalo", le respondía ella mientras se echaban a reír con franqueza. "Tu tienes asegurada la vida con tu mente", decía el jefe. "Y con la reserva de comida que ando cargando en esta armazó", bromeaba la mujer.

Un día Camila no se pudo levantar. Sintió que se ahogaba y las piernas no le respondieron. Como pudo, llamó a su doctor. La ambulancia estuvo en su mansión de lujo en un dos por tres. La llevaron de emergencias al hospital más caro de la ciudad. No tenía nada grave. "Fue una reacción de tu cuerpo pidiendote ayuda", le dijo su doctor, "vamos, Cami, reaccioná ya, tenés que rebajar". Esta vez, la gorda se puso a llorar. Sabían que era cierto, pero no podía.

La tuvieron en el hospital un día más, y le dieron el alta. Después de eso, su doctor la iba a visitar a la mansión todos los días.
En su trabajo no requerían su presencia; ella era tan competente, que sus labores las realizaba igual de bien desde su casa que desde la oficina, por eso no había problema.

El doctor no miraba mejoras. La dieta era una farsa completa, si ella no quería adelgazar, nunca iba a ver resultados. Pero ya las piernas de Camila no soportaban tanto peso. Ahora tenía que usar una silla de ruedas especial que la soportara. Funcionaba con energía solar, ella misma la había inventado y había pagado por que se la hicieran.

- Camila, ¿sabés que te estás llevando a la muerte? - le preguntó un día el doctor ya casi vencido - me da pena que alguien tan inteligente como vos no pueda controlar esto.
- No es eso doctor es que mi gordura tiene un secreto.
- ¿Y te puedo ayudar? - preguntó extrañado el hombre.
- Creo que no, esto sobrepasa tanto su entendimiento como el mío.
- ¿Cuál es tu secreto?
- Bueno pues la verdad es que yo nací con un problema.
- ¿Ajá?
- Yo era retrasada mental- dijo Camila
- ¿Qué?, ¿estás delirando ya?, Camila, por Dios, no me mintás así.
- En serio doctor, yo nací así y mi mamá no supo qué hacer. Ella era una mujer sola de la que habían abusado sexuamente. Mi abuelo no le creyó y la echo de la casa porque pensó que era una regalada. Entonces mi madre se fue a refugiar a un convento. Ahí, existía la leyenda de que las promesas a los santos y los milagros ocurrían con mucha frecuencia. Mi mamá no es que creyera al cien por ciento en esto, pero no perdía nada con probar.

"En la noche en que yo cumplí un año de nacida, me llevó bajo el altar y, frente a Jesús crusificado, imploró una plegaria que le salió del corazón. En ella pidió al hijo de Dios que me quitara la deficiencia cerebral y que ella, a cambió, le ofrecía mi obesidad.

"No hubo una señal previa ni nada. Lo que sí es que mi mamá comenzó a alimentarme con avidez. Las monjas no entendían su comportamiento, pero no importaba. Poco a poco, yo fui superando mi retrazo mental. Con siete años en cima, yo ya me perfilaba como alguien muy inteligente.

Mi mamá me confió la promesa y me dijo que la debía mantener, que por nada del mundo dejara de engordar. Es por eso, doctor, que me la paso comiendo y cuidando de mi figura. Usted sabe; a mí me tocó elegir entre mi cerebro y mi exterior, y creo que tomé la decisión correcta."

- Pero, Camilita, qué tal si era casualidad, qué tal si de todas formas te ibas a curar.
- Muchas veces lo he pensado así, pero no me quiero arriesgar.
- Dentro de poco, esta gordura no te va a dejar ni usar tu mente. Te va a matar.
- Pues prefiero morir así, cumpliéndole a Cristo hasta el final. Por favor, doctor, no haga que me detenga ahora que quizás esté llegando al fin de mi misión. Mi madre se lo agradecería mucho...
- Pero Camila...

Ningún pero hizo cambiar la opinión de la tremenda mujer. Lo que el doctor auguró estaba pasando. Camilita se estaba muriendo. Su fin fue rápido, tal parecía que la muerte no la quería dañar. Una mañana, ella no despertó.

Cuando le hicieron la autopsia, porque ella le había prometido al doctor que la podía examinar una vez todo acabara, la sorpresa fue tremenda. Revisaron todo su organismo y sus partes estaban intactas. La gordura no había hecho estragos en ningún lado. Era el peso lo que la había matado de una muerte suave y natural. Al doctor de Camila se le ocurrió, entonces, estudiar su cerebro. Tal vez encontraba algo interesante.

El hombre abrió el cráneo de Camila esperando ver la materia gris propia de aquella mente tan lúcida, pero al verla, se quedó pasmado. El cerebro de Camilita era más pequeño de lo normal y, además, tenía varias lesiones innatas. Ella sí era retrasada.

Texto agregado el 12-05-2004, y leído por 181 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
12-05-2004 Joder la fe hace milagros. buen cuento gnomita... un abrazo ruben sendero
 
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