Dosmiluno
Yo tenía el pelo largo. Era un adolescente más bien triste. No recuerdo si había terminado el secundario. Rondaba el año dos mil uno, la ciudad de Buenos Aires era una bomba de tiempo y todos lo sabíamos. Esperábamos que explote y que no nos quemen las esquirlas. La incertidumbre de hacia dónde saldría el disparo nos agobiaba y embriagaba. Soñábamos todos por igual: cualquier plan era un buen plan. Todo plan era imposible. Yo pensaba que el final estaba cerca, todos pensaban que el final estaba cerca. Pero en mí ella siempre ha sido una sensación que me ha acompañado toda la vida, como si llevara un abismo conmigo a todas partes. Me parecía ridículo cuanto se erguía en torno a mí, todo vano esfuerzo por levantar castillos en la arena, como si acaso no fuera impostergable nuestro catatónico destino latinoamericano. No tenía sentido hacer nada al respecto. Acaso los demás no se daban cuenta que todo era una enorme pantomima: ¡la Universidad de un país a punto del colapso! Absurdo. Un Estado que estaba a punto de quedar sepultado por su propio cinismo, por su propio desprecio a su sociedad ofrecía estudios universitarios gratuitos, mientras los empleados estatales recetaban regresar en Febrero para retirar nuestra documentación terminada que habilitaría el comienzo de nuestra prometedora educación superior. La verdad es que no sabíamos si en Febrero la palabra ARGENTINA designaría algún objeto de la realidad.
La misma pantomima que permitía que los funcionarios estatales señalaran que debíamos volver en Febrero a retirar las libretas universitarias, era la que permitía que todo el resto del baile continuase. Como si la ciudad no fuese más que un Ballet dirigido por el flautista de Hamellin. Los adolescentes seguíamos los pasos de una fila, retirábamos un formulario. La pantomima es el sentido y el sin sentido. Es llevar a cabo la acción extrayendo de ella todo su sentido: tomar mate sin mate, boxear sin contrincante (ahora sospecho, tal vez con un contrincante invisible). Sin embargo, es también el sentido en estado puro. Es tomar mate, es boxear. De otro modo, no podría explicarse la comprensión del espectador, la posibilidad de la corrrección e incorrección de su interpretación. Lo que tiene valor de verdad, de algún modo, es. Yo puse: Carrera: (1) Abogacía. Demencia.
Pensé en morirme, pensé en viajar. Tomar un ómnibus en Retiro. Ver por la ventanilla lugares de polvo, pueblos inciertos. Casas de chapa, y críos entrando y saliendo por puertas astilladas. Un ciruja caminando al costado de la calle de tierra ladrado por tres perros. Era un tartamudo que no atinaba a decir FUERA. Los perros lo asediaban y de tanto en tanto le tiraban centelleantes tarascones. Tenía una camisa azul y unos pantalones de jean desilachados en sus botamangas. Los zapatos se hundían en el barro o habían sido hechos de barro y ahora con la lluvia venían a deshacerse. Me apercibí de que en mi mente había estado cayendo una tenue garúa desde hacía rato, lluvia que entró tan sutilmente en el paisaje que no pude darme cuenta cuándo comenzó.
- FU, FU...FU...FFF, FU...
Al vagabundo se le deshacían los pies de barro como un gólem que se derrite y los perros lo acosaban, mientras el don de la palabra se le escapaba entre manos que imaginé de manteca, a punto de cáerseles ablandadas por la lluvia, y que ni bien tocasen el suelo los perros habrían de devorar. La palabra, ¡la palabra! Lo que le había dado vida le fallaba ahora, cuando los perros parecían esperar el momento oportuno para librar su ataque final, más rabioso y funesto, que a evidencia de la exhibición de la reluciente dentadura no se haría esperar demasiado. FUERA. Mordí mis labios. La carne roja de mi boca se movía, como mis manos podrían haberlo hecho para intentar dirigir telepáticamente o a control remoto una herramienta familiar que se encontraba ahora fuera de alcance. Pronunciaba en silencio FUERA. FU – E – RA. FUE - RA. FUEE – RRA.
Un suave viento sopló e impulsó las dentelladas de las fieras, como espíritus invocados por mi soplo de voz. Arremetieron contra el gólem. Uno clavó sus colmillos en el zapato que se deshacía y tocó la carne blanda del gólem tartamudo. Emitió un sollozo y un débil alarido por la agudeza del dolor. Yo de prontó me sentí invadido por un sueño agotador, como la satisfacción alegre de la digestión. Como si la agonía del gólem se convirtiera en delicia en el hocico del perro al sentir la sangre humana, y tal goce me fuera trasmitido a través del vidrio que me protegía de la lluvia y el frio. Pensé entonces que le había estado hablando a la jauría, que mi voz y mis manos como herramientas de comando a distancia no movían el inútil muñecote de carne, sino que eran cómplices de los hocicos trémulos de excitación, cómplices de una complicidad recientemente percatada: tarde; una complicidad negligente que no sabría enmendar, y que en el sueño se me presentaba no obstante real como un golpe, como cuando en la pesadilla nos damos cuenta del error, de la confusión en la qe habíamos caido y por la cual nos descubrimos ahora sepultados, todavía vivos, todavía conscientes del fatídico destino, pero ya condenados, demasiado tarde como para poder evitarlo. |