A un mago prodigioso, que hacía maravillas con sus artes, se le ocurrió un buen día, un poco por no estar de acuerdo con el estado de cosas que martirizaban a la humanidad y otro poco por haber empinado su codo más de la cuenta, que tenía en sus virtuosas manos la solución para un problema de tanta magnitud. Por lo tanto alzó su varita fraudulenta y con un simple ademán transformó todo el dinero del mundo en una inservible argamasa. Los billetes se deshicieron en los bolsillos de pobres y ricos, en todas las cajas recaudadoras y en las bóvedas de los bancos y entidades financieras. Las monedas se convirtieron en una especie de líquido viscoso que se escurrió desde los mismos destinos de los billetes para dibujar un río caudaloso que recorrió todas las ciudades del mundo para terminar diluyéndose en los mares.
Todos pasaron, desde ese mismo momento, a ser personajes sin la más mínima solvencia, desde el más acaudalado hasta el más miserable, desde Rockefeler hasta el mendigo Chiu Chia, que según los registros de Guinnes, era el más pero más insolvente personaje que haya jamás pisado el globo terráqueo. Ningún crujido de papel moneda, ningún tintineo volvió a escucharse jamás, puesto que con otro elegante ademán, este mago re condenado destruyó todas las prensas del mundo, de tal suerte que jamás pudieron ser reparadas.
Resignada, la humanidad deambulaba de un lado a otro con sus más preciados objetos a cuestas para intercambiarlos por alimento. De este modo, un piano de cola llegó a tener una equivalencia estimada en veinticinco kilos de pan y tres kilos de mantequilla y un traje de novia podía intercambiarse por cinco kilos de harina y tres cajetillas de cigarrillos, un par de zapatos estaba a la par con un trutro de pollo y se dio el caso que los más comilones se paseaban con diminutos calzoncillos pero con su voluminosa panza ahíta de alimentos y golosinas. Un hombre no quiso involucrarse en esta nueva locura y defendió con celo todas sus pertenencias de los cientos de saqueadores que todo lo tasaban ahora de muy diferente manera. Para no morir de hambre, se dedicaba a robar en los almacenes del barrio, que en rigor, pasaron a ser los nuevos bancos del pueblo. Llegó a tanta su desesperación que cierto día asaltó a una pequeña que arrastraba a duras penas una silla chippendale y arrebatándosela, la trocó por unas salchichas.
Varios años después, Jackson, el acaparador, era el hombre más acaudalado de la nación ya que gracias a su astucia, no se había deshecho de ninguno de sus objetos sino que, se las había arreglado para arrebatarle sus pertenencias a medio mundo. Fue por lo tanto elegido como candidato a presidente del continente, toda vez que los países habían desaparecido por la inutilidad manifiesta de seguir conservando sus límites, siendo que la miseria y el hambre ahora eran atributo de toda la especie humana, más que nada porque los ricos dejaron de serlo, sumándose a la estadística de los más desposeídos. En realidad estos nuevos pobres se hundieron rápidamente en el fango de la miseria más absoluta puesto que, al no saber como manejarse en aquellas desfavorables condiciones, se deshacían de todo lo suyo a cambio de simples bagatelas.
Las naciones que algún día fueron poderosas, ahora imploraban ayuda y cambiaban sus artículos más simbólicos por simple forraje para sus martirizadas entrañas. Jackson se aprovechó de estos menesteres para adquirir la Estatua de la Libertad, intercambiada por un par de quintales de harina y dos docenas de conejos. Dicho monumento pasó a engalanar su casa de campo y algunas semanas más tarde, adquirió la Torre Eiffel para ocuparla como un excelente mirador desde el cual atisbaba con ojo de águila sus innumerables predios.
Jackson fue el primer presidente de Amerindia y bajo su mandato se institucionalizó el trueque como moneda de cambio. A tanto llegó su poder que diez años después negoció los territorios que se extendían desde el Polo Norte hasta el Yucatán por cinco mil quintales de porotos y estableció su lujosa casa de Gobierno en el centro mismo de este nuevo reino. Murió a los ciento seis años de edad, aquejado de una simple gripe y cuenta la leyenda que no encontró a nadie que le proveyera de una salvadora aspirina, a cambio de toda la Gran Manzana…
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