Su existencia se consideraba incierta, eso hasta hace algunos años cuando el historiador William Haldeek se adentró en la selva para buscar el basamento de piedra que concede la inmortalidad, y con una grabadora documentó sus vivencias diarias, incluida el encuentro con un integrante de la secta. A Haldeek le alcanzaron los parcos conocimientos sobre el dialecto para preguntar a un hombre de piel tostada y cabello ralo dónde podía encontrar al resto de sus compañeros; “somos invisibles” le contestó y se perdió entre las hojas de los árboles. El explorador se extravió al día siguiente del encuentro. De inmediato se inicio la búsqueda de su cuerpo, pero los resultados fueron nulos; sólo encontraron la grabadora con ese diálogo breve. Este fue el último intento sagaz por conocer algo sobre la secta de Likitavi.
Ahora sé que nadie ha mirado lo que yo. El hombre de cabello ralo con quien Haldeek se encontró fue un integrante de la secta, que embadurnó su rostro con las cenizas de las aves noctámbulas, método del que ellos se valen para volverse invisibles; creen que si alguien esconde el rostro bajo las cenizas de un ser vivo se puede ocultar con facilidad porque los hombres miramos primero el rostro y no el cuerpo (en aquella ocasión, extrañamente, Haldeek no miró el rostro del hombre).
Pero no sólo he visto a ese hombre sino a toda la secta. Al inicio, los integrantes fueron reticentes y no me concedieron, al menos, un intercambio de miradas. Con el paso de los días el alimento me fue dado; fue un gran favor considerando m condición de prisionero. Tardé no poco tiempo en dominar su dialecto pero al cabo de los años sé conversar con cualquier persona de Likitavi y es así como me entero que los niños deben esperar poco más de tres mil lunas para ser iniciados como integrantes de la secta; las niñas deben esperar hasta su primer menstruo para ser reconocidas. Una vez cumplidos sendos ritos, los integrantes conocen el basamento de piedra que concede la inmortalidad, dios único de la secta.
Por lo demás debo decir que las costumbres diarias de los likitavos (como ellos mismos se hacen nombrar) resultarían extrañas para cualquier hombre ajeno a ellos. Las vestimentas corporales, formadas por hojas y ramas de los árboles, son renovadas cada luna llena, lo que significa para ellos una limpieza para el cuerpo y el ser interior (el equivalente del alma). Los hombres, cazan los animales salvajes y dan protección a las mujeres y niños, llevan una especie de taparrabos y una lanza con punta de piedra que los acompaña en todo momento. Las mujeres, a causa de su menor actividad física, se cubren el cuerpo entero con una vestimenta de hojas aderezada con las flores que crecen a orillas de riachuelos para fomentar la fertilidad, cocinan los alimentos y crían a los más pequeños.
Una vez por cada ciclo de primavera, un prócer elegido por la secta elige, a su vez, a un hombre o una mujer para ser llevado al emplazamiento sagrado de Likitavi, donde consigue, al cabo de abandonar el cuerpo físico, liberar el ser interior y así obtener la inmortalidad. Es al fin y al cabo una inmolación.
El prócer elige al integrante que en su consideración merece la gloria de la inmortalidad. El integrante es anunciado por la noche y al día siguiente, por la mañana, cuando el sol aparece en el cénit, la secta entera rodea el basamento de piedra, el prócer enciende una hoguera que es alimentada por las últimas vestimentas usadas por las mujeres y el elegido camina hasta ser envuelto por los brazos de la hoguera.
Ser inmolado es el deseo de cualquier integrante de la secta. Ahora que he sido elegido, espero tal honor tendido sobre la tierra húmeda, cobijado por el cielo que hoy está pintado de estrellas y que mañana resguardará al sol en lo más alto.
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