La primera impresión que tuve al llegar a la Ciudad de Piedra (después de que terminaron las prosaicas distracciones de recuperar el equipaje y salir del terminal), me quitó el aliento. Cuando miré alrededor y vi las enormes moles talladas con la precisión de un engranaje de reloj, un sentimiento de respeto por una sabiduría ancestral, perdida ya para siempre, llenó mi pecho. Entonces, sólo entonces, me di cuenta de dónde estaba: Cuzco, el Ombligo del Mundo, la antigua capital del Imperio de los Incas.
Cuando acabaron los malestares del soroche, como se llama en las sierras del Perú al Mal de Altura, pude pasear prolijamente por el centro de la ciudad; donde, como si representaran la fusión incompleta de las dos culturas antagónicas, se yerguen edificios de arquitectura española sobre las ruinas de templos incas. Esa triste alegoría me hizo recordar las sangrientas Guerras de la Conquista.
De todos los extraordinarios actores que intervinieron en la conquista española del Imperio de los Incas, y que la convierten en un acontecimiento casi fantástico, los que han contaminado la imaginación de historiadores y poetas, por revelar nítidamente la candorosa inocencia en la que vivían los habitantes del Nuevo Mundo, son los caballos de los conquistadores.
Es un hecho conocido que los indios se espantaban de los caballos, que los españoles introdujeron en América junto con la religión, el castellano y las vacas. Escriben los cronistas que ver a los españoles montados en sus caballos producía un pánico tal en los indios, que con la sola presencia de los corceles se ganaban batallas. Muchos historiadores atribuyen a este terror una importancia decisiva en la derrota de los Incas; y el gran poeta José Santos Chocano ha inmortalizado a los caballos de los conquistadores, diciendo que eran grandes, que eran fuertes. Al contemplar la decadencia de la otrora capital del Antiguo Perú, oscuros ecos de relinchos y del galopar de los caballos por las calles de piedra, acallaron mis pensamientos.
Por distraer mi mente de ellos, entré en una tienda de artesanías. Cual no sería mi sorpresa al ver, sobre una mesita, un ajedrez primorosamente tallado en piedra, inspirado en el tema de la Conquista. Como no podía ser de otra forma, las piezas blancas representaban a los españoles; y las negras, a los indios. Ambos ejércitos estaban formados frente a frente, listos para revivir, esta vez dentro de un mundo cuadriculado, la antigua hostilidad. No por chovinismo, sino por genuina admiración, me entretuve contemplando al ejército negro: rey y reina eran un Inca y una Colla; las torres eran unas chullpas o torres incas; dos Sumos Sacerdotes eran alfiles; unas llamas hacían las veces de caballos (lo que era un grave despiste, porque esos animalitos no iban nunca a las guerras; al menos, no como montura); y de peones hacían unos indios armados con macanas y tocados con plumas. Por lo artesanal del tallado, aunque prefiero pensar que por una feliz inspiración del artesano, ninguna pieza era igual a otra, lo que les daba un aire de personalidad individual. Me enamoré inmediatamente del juego, y le pedí el precio al señor que atendía.
Antes de decidirme a adquirirlo, le expresé mis dudas sobre el tamaño del tablero: me parecía que era un tanto pequeño, lo que haría difícil jugar en él.
—No se preocupe —me dijo el señor—. Este ajedrez sólo sirve como adorno.
Le pregunté por qué.
—Vea —me dijo, y movió un caballo blanco.
Con un grito de horror inconcebible, las huestes del Inca huyeron despavoridas; y sólo quedaron en el campo de batalla, las ruinas de las chullpas.
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