Un día, después de Reyes, llegaron las mandarrias del progreso a nuestro barrio: empatía ausente ante nuestro sufrimiento, no había compasión ante la impotencia que se apoderaba de nuestros corazones cada vez que los golpes de las mandarrias retumbaban en nuestros oídos. Con todo el poder físico y “legal” centrado en la fuerza de sus golpes, empezaron a derribar cada una de las casa que- hasta ese momento - habíamos habitado Inocencia y sus amigos del barrio. Ni a los hombres que dirigían las mandarrias, ni a éstas, les importaba el impacto que causaba aquel sonido ensordecedor al bienestar que -hasta ese día- habíamos sentido, viviendo en ese barrio. Los trabajadores -que derribaban nuestras casas- parecían alcanzar el paroxismo de su felicidad, mientras destruían la nuestra.
Días anteriores a ese ataque inmisericorde, nos entregaron un Decreto de Estado que nos obligaba a evacuar nuestras casas. En cada sobre que contenía el maldito papel donde la felonía había sido plasmada, había una cantidad de dinero que nunca representó el precio justo de nuestros hogares. Tuvimos que salir, so pena de ir presos.
Nuestros padres, como pudieron, alquilaron unas casas para resguardarnos de quedar en la calle, ya que el dinero aportado por el Estado -que nos debía protección- era tan irrisorio que no alcanzaba ni para comprar unas casas modestas que pudieran ampararnos de la inminente injusticia que se había cometido en nombre del progreso.
Nosotros, ya no en fila india, como hacíamos cuando pasábamos de una construcción a otra de las tres casas que conformaban el hogar mágico de Inocencia cuando llovía, sino tomados todos de las manos, adultos y niños, nos quedábamos absortos frente a cada casa que iban derrumbando, mientras lágrimas de dolor y de rabia empañaban nuestros ojos.
Los niños mirábamos las caras de nuestros progenitores, y ellos con la impotencia atrapada en sus mandíbulas, sostenían nuestras manos, tratando de darnos la fuerza que a ellos se les escapaba de su ser. Los niños llorábamos en silencio como lo hicimos, frustrados, cuando aquellos dos grandulones del barrio arremetían contra los niños más pequeños de nuestro colegio.
Así, derribaron cada casa; y nosotros, resignados, observábamos aquella catástrofe sin poder detenerla. Cuando la fuerza del progreso llegó a la casa de Inocencia, nuestros corazones se salían de nuestros pechos. La casa de ella representó, siempre, para nosotros, un cuento de hadas plasmado en el físico.
Muchas máquinas que nunca habíamos visto y que, según decían eran super modernas, asestaron con toda la fuerza que les otorgaba su poder físico y legal un golpe ensordecedor a la primera de las tres edificaciones que conformaban el hogar de Inocencia. Cerramos los ojos. No queríamos ver cuando la casa se cayera. El primer golpe no derribó ni un pedazo de pared. Esa casa había sido hecha de cemento y piedras. Era una casa artesanal, construida con las manos y con la sabiduría que siempre caracterizó al padre de Inocencia. Asestaron otro golpe, y otro, y otro… La pared no caía. Inocencia y sus amigos, en nuestra ingenuidad, esperábamos que se diera un milagro, pero la fuerza del progreso era superior a los milagros, de ese día. Finalmente, la casa -tan amada por nosotros- empezó a ceder. Así, destruyeron nuestro nido de ilusiones, cual acto vandálico a nuestras esperanzas y sueños de niños.
El papá de Inocencia lloraba. Las lágrimas caían sobre su camisa blanca de algodón. No dijo ni una sola palabra. Por primera vez, José, el papá de Inocencia, no pudo usar ese don que le había sido otorgado. No podía hablar; era demasiado exigirle a un hombre como él, que dijera algo cuando toda su vida había sido destruida en un solo día. Derribaban unas diez casas por día. Así, en una semana, desaparecieron todos nuestros hogares y nuestros sueños.
Seis meses tardaron en construir la autopista que representaba el gran progreso que quería nuestro gobierno de turno. En seis meses, ellos habían construido un pedestal a su egocentrismo; y durante esos seis meses, nosotros no sabíamos qué iba a pasar con nuestro futuro porque el dinero que nos había pagado el gobierno, se consumía con el alquiler de las casas que habitábamos.
Cuando se inauguró la autopista, el gobierno hizo una gran fiesta y fuimos todos invitados. No queríamos asistir, nos parecía un acto de burla que nos convidaran a ver “el progreso” encima de lo que había sido nuestros sueños. Sin embargo, el papá de Inocencia nos convenció y asistimos. Él decía que quería que viéramos algo, ya que durante esos 6 meses que duró la construcción de la autopista, pasaba por el frente de ésta, casi todos los días, y fue estudiando cada detalle que se podía aprovechar para que nosotros pudiéramos rescatar algo de lo que nos habían arrebatado.
Por fin, fuimos con él. La utopista fue inaugurada con un derroche de discurso pletórico de demagogia. Cuando todos los invitados externos desaparecieron, sólo quedamos los que habíamos habitado ese barrio.
El papá de Inocencia nos hizo ver que si nos organizábamos, podríamos rescatar La parte de atrás de la autopista y construir allí unas nuevas casas. Aclaró, que era arriesgado lo que íbamos a hacer, pero que si todos nos uníamos podríamos vencer al gobierno. Enfatizó, que teníamos que unirnos y dejar el miedo a un lado. Advirtió, que podíamos ir presos, pero que él se había informado de que no había ley que nos retuvieran por mucho tiempo encarcelados, ya que un abogado le había informado que existía un artículo en la Constitución que obligaba al Estado a protegernos. Según ese abogado, podíamos ganar la pelea. El papá de Inocencia decía con todas sus fuerzas:
-¡Señores, la pelea es peleándola!
Algunos se opusieron; otros tenían miedo, pero la mayoría apoyó al papá de Inocencia. Los niños, como siempre, veíamos más allá de los adultos y creímos, ciegamente, en él porque José e Inocencia siempre fueron como las águilas: nunca se amedrentaron frente a las tormentas.
Nos organizamos. Con el poco dinero que aún nos quedaba y con algunas contribuciones de algunas empresas cuyos dueños conocían al papá de Inocencia y que aportaron materiales y herramientas para construir, no las mismas casas de antes, pero sí nuestro nuevos hogares. Empezamos la edificación, sin permiso del gobierno.
Como todos estábamos de acuerdo, no hubo denuncias. Durante cuatro meses, no sufrimos persecuciones por parte de las autoridades competentes, y la construcción de las casas avanzaba a pasos agigantados. Trabajábamos de noche y de día. Los niños y adultos teníamos nuestras propias tareas: en el día, las mujeres que vivían en el barrio pegaban ladrillos sobre las bases de las edificaciones que los hombres construían de noche. En las tardes, cuando los niños llegábamos del colegio, seguíamos con el trabajo de las mujeres. En las noches, los hombres se turnaban para seguir trabajando. En las mañanas, algunos iban a sus trabajos y otros faltaban, bajo cualquier pretexto. Lo cierto fue que en cuatro meses, detrás de la autopista que representaba al progreso, se volvió- a medio construir- nuestro barrio que había sido derrumbado.
En diciembre de ese año, a los cinco meses de nuestra labor, cuando ya estábamos pintando nuestras casas, llegó la policía. En ese tiempo, no había los tanques antimotines que existen hoy día, sino carros patrulleros. La policía llegó y amenazó. Dijeron que debíamos desocupar al día siguiente porque iríamos todos presos, sino obedecíamos.
El papá de Inocencia, con toda la fuerza de su verbo, sentenció:
-Iremos todos presos, pero volveremos. La ley nos ampara.
Leyó, entonces, en voz alta, el artículo establecido en nuestra Constitución y que, obviamente, la policía desconocía.
La policía no hallaba qué decir, se fueron. Volvieron al día siguiente con más patrullas. Ese día, estaba el abogado que asesoraba al papá de Inocencia. La policía sacó unos rolos para golpear a nuestros padres, y éstos sacaron unos machetes. Ésas eran sus armas; y la de los niños, los gritos. El papá de Inocencia nos pedía que gritáramos, que lo hiciéramos como si con ellos se nos acabara la vida. Para nosotros, era una gran diversión gritar y lo hacíamos con todas nuestras fuerzas. La policía- que no era la policía represiva de ahora- sino hombres de buena fe, se detenía antes nuestros gritos. A los hombres se los llevaron presos. Los retuvieron como unas cuatro horas y regresaron.
Al día siguiente, llegó de nuevo la policía, se repitió la misma historia casi por un mes. El 31 de diciembre de ese año- cuando nos reunimos- el papá de Inocencia hizo un brindis y dijo:
-Si nuestros hogares fueron destruidos el día después de Reyes, este año, serán devueltos el día de Reyes.
El día de Reyes llegó, y el comisario de ese entonces, ya que no teníamos alcaldes, trajo un Decreto firmado por el gobernador, concediéndonos el permiso para habitar nuestras nuevas casas y otorgándonos un plazo, bastante largo, para pagar nuestros terrenos.
El papá de Inocencia entró de nuevo en acción y logró que el gobierno nos devolviera esos terrenos, sin pagarlos, en retribución por todo el daño psicológico y moral que nos habían causado, y además, por la injusticia cometida con el precio pagado por las casas. José sabía cosas que nadie más sabía porque era un hombre muy culto y de espíritu guerrero. El gobierno, cansado de las peleas con el papá de Inocencia y para quitárselo de encima, otorgó el pedido, el cual fue concedido tres años después de que el progreso destruyera nuestras casas. Ese permiso fue entregado, precisamente, un día después de Reyes.
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