Pucheros y otros amores, Quinta receta: de cómo, desdichadamente, aprendí a hacer sándwichs de foigras.
Cada verano íbamos de vacaciones a una casa a la playa, hasta que un verano dejamos de ir. Y no sé la causa, muchas veces me he preguntado el porqué. Los recuerdos de aquellos años me llegan como flashes que me hacen recordar de repente imágenes que no tenía. Esta semana he intentado reconstruir el último verano que pasamos allí, sé que pasaron cosas que entonces no entendí y que borré de mi mente. Este sábado estaba con mi novio en mi casa, mi madre no estaba y los besos y las caricias se hicieron más abundantes y pronunciados que de costumbre. Las manos volaban sobre la piel buscando los rincones de nuestros cuerpos aun no imaginados. Metiéndose por las sinuosidades ocultas hasta ese momento y en pleno delirio unas palabras rompen el encanto del momento:
- ¡Pero si no eres virgen!
- ¿Qué?
- Pues eso, que no eres virgen.
- ¿Cómo que no lo soy? Pues claro que lo soy.
- No hace falta que me mientas, si no pasa nada.
- No es cuestión de que te mienta o no, es que si lo soy, y no me importa decirlo. Ya sé que con 19 años no es normal, pero lo soy, y no te voy a decir que no lo soy, cuando si lo soy.
- Mira que lo seas o no, eso no me importa lo más mínimo. Lo que sí me molesta es que me mientas y no sé que pretendes haciéndolo.
- Pues a mí lo que me molesta es que no me creas. No tengo motivos para mentirte ni en esto ni en ninguna otra cosa. No tengo nada que ocultar.
- Mira, mejor lo dejamos y cuando decidas no mentirme me llamas. Te quiero demasiado como para que construyamos nada sobre mentiras.
Y se fue. Me quedé perpleja con su reacción. ¿De dónde se sacaba esa historia? Sus manos habían entrado en mi y justo en ese momento me saltaba con eso. ¿Qué había descubierto en mi cuerpo que yo no sabía? No entendía nada. Y los recuerdos me asaltaban, emborronados, para hacer más difícil todo. Entré en la cocina y un enorme olor a foiegras me llevó directamente a vomitar al baño. Había una pequeña lata abierta en la mesa y no podía soportar ese olor. Recordaba que antes me encantaba hasta que llegó a repugnarme. Seguramente me empacharía de algún atracón. Pero un nuevo flash me llevó un escalofrío que me recorrió de arriba a abajo. No había sido un atracón lo que me hizo odiar el foiegras. Era algo más profundo que aun no podía precisar.
Pasaron unos días y mi novio no me llamaba. Por supuesto no iba a ser yo la que cogiera el teléfono y marcara su número, él había sido quien se fue sin ningún motivo y el que, si quería, tenía que volver. Y yo cada vez peor, asaltada por figuraciones y pensamientos que me hacían dudar de mi misma. Sin entender su comportamiento y sin poder hacer nada. Solo esperar.
Y mientras esperaba las piezas del puzzle iban empezando a encajar según iban apareciendo nuevas sensaciones olvidadas. Y de pronto el puzzle apareció completo y el horror al descubrir lo que en él había me llevó a llorar con un llanto desconsolado, con un sollozo que no podía controlar ni parar. La almohada se hizo mi único consuelo, ella recibió todas mis lágrimas que salían de mí como un río sin fin. Aunque no sé exactamente por que lloraba, solo sé que lo necesitaba.
La imagen era de una cocina de una casa en la playa. En ella una niña de siete años y un hombre que juegan. Muchos juegos, demasiados. Un beso, una carantoña, una caricia. Sobre la mesa rebanadas recién tostadas, un plato con foigras y un cuchillo de punta redonda.
- Venga que te voy a enseñar como se hacen los sándwichs de foigras- me decía mientras me cogía en brazos. Se sentaba de cara a la mesa y yo sobre sus piernas. Las movía rápidamente haciendo el caballito sacando risas de mí, haciendo como si me cayera.
- Te cogeré bien no sea que te caigas- me balbuceaba y empezaba a explicarme como se debía hacer correctamente un sándwich de foigras.
- Tú coge la rebanada que yo se lo pongo.
Veía en el reflejo del cuchillo sus ojos, mientras me cogía con fuerza. Me rodeaba el cuerpo con su mano izquierda dejándola entre mis piernas mientras me las mantenía abiertas con las suyas. Según untaba las rebanadas el trote imitando a un caballo se hacía mas acelerado, y me cogía con más ímpetu, su cuerpo cada vez más pegado al mío y su mano asida a mi entrepierna intentado entrar en mi. Sus dedos metiéndose entre mis braguitas y de pronto un dolor agudo que me hizo empezar a llorar.
- Mama, mama- gritaba mientras ella entraba en al cocina y empezaba a discutir con ese hombre, su pareja.
Recuerdo muchas voces, un revuelo tremendo y como salimos de allí las dos para nunca volver. Las vacaciones de verano se terminaron para siempre en aquel lugar y mi recuerdo de todo lo que pasó se borró hasta ayer.
Voy a llamarlo ahora mismo.
- Cariño, tenías razón, pero no me preguntes nuca que ocurrió. Te quiero.
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