Se podría decir que era una mañana normal de otoño. El xirimiri, típica y fina lluvia de esta tierra, regalaba su película húmeda sobre las cabezas que, dudosas en abrir los paraguas, aceptaban este rocío como el mejor de los cafés matutinos, que termina por desperezar y estimularnos.
Miré el reloj de la torre de la Catedral, las diez y diez, erótica hora, pensé. Mi duda era qué habría pensado Freud de esta imagen en mi mente y, corroborando el dato en mi muñeca, lo ví claro, el segundero estaba en las doce, en todo lo alto, en treinta segundos habría terminado el orgasmo que, impertérrito y bidiario sufre, o goza, el tiempo...
Y anunciando mi llegada con dos toques y repique en la aldaba de la casa de Antton, relojero artesano y amigo, lo encontré rodeado de relojes de arena, esbeltos y de cintura estrecha, sensuales, comprendiendo el sentido de dar y recibir y vuelta a empezar.
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