El hombre lo había resuelto hacía mucho. Nada le haría cambiar su propósito. A medida que avanzaba el año, la idea se había afincado en su mente y lo perseguía como una furiosa obsesión.
Y cuando Nochebuena descorchó la algarabía y las luces y villancicos encendieron la tórrida velada, el hombre hizo carne su resolución y con pasos resueltos, se dirigió al punto que había decidido. Fue un sentimiento lúcido en su locura el que traspasó su músculo cardiaco, una ráfaga entusiasta de bonhomía, un suceso que calaría hondo en su espíritu, un hecho que lo sumergería hasta sus raíces y lo elevaría, más tarde, como un ser cristalino.
Cual viejo Pascuero de civil, fue buscando niños vagabundos y desprovistos de la más esencial de las lumbres, pequeños pordioseros estirando sus manitas sucias para que alguien depositara una limosna. El motivo de su misión, no era dar por dar ni entregar un obsequio que en manos de cualquiera perdiera su esencia. El necesitaba ser selectivo en esta cruzada personal.
Caminó por las calles, en medio del tráfago de tan ecuménica festividad. La gente pasaba por su lado, apresurada y entusiasta, portando enormes paquetes, envueltos en coloridos papeles. Nada detuvo al hombre, inspirado en esa tarea decidida con antelación y que sólo finalizaría cuando los sones de su corazón indicaran que el esfuerzo aquel, había valido la pena.
Pronto, detuvo sus pasos y se percató en un par de rapaces que no superaban los seis años. Ambos, pedían limosna a la salida de un enorme supermercado, pero, eran pocos los que les entregaban míseras monedas. El hombre, precisado ya su objetivo, se aproximó sonriente y les preguntó que hacían allí a esas horas. El que parecía mayor, le contó que ambos eran hermanos, que su madre había fallecido hacía mucho tiempo y que su padre era un pobre alcohólico que yacía inconsciente en la mísera pocilga en donde vivían. Nuestro hombre, sintió conmiseración por ambos pequeñuelos y les entregó a cada cual un regalo, aduciendo que era Santa Claus quien se lo había encomendado. –Soy su secretario- dijo con campanillas en su voz y los chicuelos le miraron con escepticismo. Era indudable que la calle había resquebrajado su inocencia y ahora miraban la vida con un realismo impropio para sus cortos años. En vista de ello, el hombre se despidió de los pobres niños y guardó el regalo sorpresa, pues sabía que no sería valorado en lo que significaba.
Algo más liviano al sentir que ya había comenzado a cumplir con su plan, miró las límpidas estrellas que guiñaban en el firmamento y embebido de un trascendente amor, dirigió sus aleatorios pasos por las más modestas callejuelas. En todas ellas, los niños brincaban, correteaban y reían con el más abierto desparpajo. Estaban enterados que esa noche, cada uno de ellos sería un reyezuelo, el monarca más apreciado, al que acudirían, no reyes magos ni pastores, sino familiares que les entregarían sus prebendas. La alegría inundaría cada hogar y acaso nadie recordaría el verdadero significado de esta festividad, asociándolo, más bien, a un fatigoso transitar en medio de la muchedumbre para adquirir costosos juguetes en alguna tienda de crédito.
Mas, en su trayecto, se topó con una humilde mujer que andaba pidiendo ayuda. La acompañaba una pequeñuela. Seducido por esa postal, que irradiaba hermosura en su sensible pobreza, el hombre se aproximó a ellas y le entregó un regalo a la niña y unas pocas monedas a la mujer. Era tanta la sincera gratitud de ambas, que agregó a esto, un chocolate que pareció ser un valioso regalo para ambas. Un beso cálido en su mejilla, brindado por esa modesta mujer, fue la estrella que iluminó la faz satisfecha de aquel hombre.
La Nochebuena se consumaba casi en esos hogares regocijados y el hombre continuaba en la búsqueda de esas personas elegidas. No eran niños dioses los que concitaban su afán, sino seres escindidos por el sistema, pequeños de mirada triste y estómagos vacíos. Los encontró, mordiendo la desesperanza y rumiando un irónico villancico. Pero, el regalo que les entregó, humilde como sus trajes, les hizo sonreír y allí vio el hombre la culminación de su meta.
Ya en su habitación, solitario y meditabundo, ahíto de amor y mansedumbre por las imágenes vividas, absorto, nostálgico, herido y a la vez pleno en sus convicciones, recordó sus propias navidades, sus añejas alegrías y todos sus desencantos. Y contagiado y a la vez escéptico, a medio camino entre un villancico y una respuesta contestataria, se rindió ante la evidencia de lo inmutable y lloró con lágrimas limpias y varoniles, perlas líquidas que se escabulleron desde el fondo de su alma para transmutarlo en ese ser transparente que pretendía ser…
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