Aquel 24 de diciembre Candela fue a cenar con su familia y casi a medianoche decidió que había llegado la hora de volver a casa. Hacía bastante frío y las calles estaban desiertas, se veían las ventanas iluminadas y algunos balcones parpadeaban con las luces multicolores de los árboles de navidad. No encontró ni un taxi, ni la central atendía llamadas. Se puso los auriculares, se subió la capucha del abrigo y con las manos metidas en los bolsillos y a Serrat cantándole al oído empezó a caminar deprisa para olvidarse del viento helado y de la oscuridad.
Cuando aún le faltaba más de media hora de camino le salió al paso y le sobresaltó un hombre de cuarenta y tantos años, barbado, sucio y oliendo a alcohol, le dijo que si le daba algo para cenar, Candela le respondió que si hubiera algún garito abierto le invitaría a un bocata o a lo que fuere, pero que era Nochebuena y estaba todo cerrado. No obstante abrió el billetero y le dio un billete de cinco euros y le dijo que tendría que esperar unas horas pero que podría desayunar caliente en cuanto amaneciera.
Para su sorpresa el hombre se pegó a su costado dándole conversación y caminando a su paso. Si ella aceleraba él aceleraba también, si ella disminuía el ritmo él se acomodaba a su marcha.
Al llegar a la Plaza de Aragón vieron un coche patrulla de la policía local, entonces el hombre pareció ponerse nervioso sacó una sirla de unos quince centímetros de hoja y gritó señalando al vehículo:
- "A esos los tengo bien calados, si me dicen algo se la clavo", e hizo un gesto hacia adelante con la navaja.
Afortunadamente los policías estaban a sus cosas y ni se fijaron en ellos. Candela, intentado aparentar tranquilidad, le dijo que a dónde iba con semejante arma que la volviese a guardar, él le contestó, que “era para defenderse, que dormía en la calle, y las calles estaban llenas de gente mala y no sabías con quien te podrías encontrar por la noche”; la chica se alivió el pensar que al menos él no se consideraba mala gente y sobre todo se tranquilizó al comprobar que había vuelto a guardar la navaja en el bolsillo.
Como no paraba de hablar y con la música resonando en sus oídos tenía dificultad para entenderle, así que se quitó los auriculares y enrolló los cables alrededor del reproductor, él calló por un momento y se quedó observando la maniobra, Candela pensó que se lo iba a pedir, pero él no dijo nada, la chica se guardó el aparato en el bolsillo y él siguió su cantinela donde la había dejado.
Al llegar al cruce de Constitución con Sagasta, ella ya no sabía como quitárselo de encima y entonces recordó que había un sitio donde podría conseguir comida y así se lo dijo:
-Mira, en la sala de urgencias del Hospital Miguel Servet hay una máquina que expende bocadillos y refrescos, toma estas monedas por si la máquina no acepta billetes, sigue, le indicó con la mano, por Gran Vía abajo hasta el hospital, yo tengo que ir por otro camino, concluyó.
Pero su plan no tuvo ningún éxito, porque al hombre le salió el caballero español que llevaba dentro y le dijo que no, que le acompañaba hasta casa, porque era noche cerrada y él a esas horas no dejaba sola a una señorita.
En ese momento a Candela el mundo se le vino encima, impotente y sin argumentos intentó convencerle de que no hacía falta, pero él insistió en que sí y le preguntó, acercándose y echándole su aliento a vino, que si acaso era que no se fiaba de él por las pintas que llevaba y que si lo veía así -argumentó- era porque un día, con unos tragos de más, le había dado un mal golpe a uno en un bar y terminó preso; entonces le tembló la voz y le contó que en una noche como esta echaba de menos a su esposa que había muerto en un accidente y sobre todo a su hijita Neli a la que hacía años que no veía y haciendo un esfuerzo por reprimir el llanto guardó silencio unos segundos, respiró profundamente y con voz firme añadió que no le tuviera miedo, que de pequeño había ido al colegio de los jesuitas y además si alguien los veía juntos pensaría que eran "la dama y el vagabundo", y se echó a reír con una risa escandalosa que nadie escuchó excepto la joven , porque el paseo estaba desierto y sólo se oían las ramas de los árboles movidas por un viento helador, viento que avivó su olor a vino barato, un olor fuerte y desagradable, Candela sin aminorar el paso y mirándole de reojo comentó a media voz:
-¡Vaya borrachera que llevas, amigo!
-Ah, no te creas, respondió él, las he tenido mejores. A las cinco de la tarde, añadió, se me acabó el vino y el dinero, y a estas horas ya casi me entero de lo que digo y hasta de lo que hago, sonrió.
Ahí fue cuando Candela empezó a sentir miedo de verdad. Recelaba de que le acompañara hasta casa, pero tampoco se atrevía a llevarle la contraria pensando en la navaja que escondía en el bolsillo, ni podía estar deambulando sin rumbo fijo toda la noche porque se iba a dar cuenta e iba a ser peor, así que siguió su camino e incluso aceleró el paso.
Cuando faltaban unos doscientos metros ya su preocupación era grande, rebuscó en el bolso sin aminorar el ritmo y sacó las llaves, llegaron al portal y ella preocupada dijo: "aquí vivo yo", y mientras intentaba atinar con la cerradura escuchó el vozarrón de su acompañante que decía:
-"¡Espera, dama!".-
En ese momento se temió lo peor, volvió la cabeza con inquietud y le vio con la mano extendida ofreciéndole una pequeña estrella de papel arrugado que había recogido del suelo y que seguramente se habría desprendido del envoltorio de algún regalo, ella sobrecogida estiró mi mano y la recogió y entonces él le hizo una reverencia y muy sonriente le deseó:
-¡Feliz Navidad!, dama-,
- Igualmente, caballero- sonrió Candela y se metió en el portal aliviada.
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