NOCHES DE FÚTBOL
Rosa Fontana





Cuando marcamos el segundo no lo grité. Apreté el puño izquierdo imperceptiblemente, creo. No quería que Juan, sentado ahí cerca, notase mi euforia ni mi nerviosismo. Estábamos 2 a 1 arriba. Instintivamente miré el tiempo de juego, 32 minutos de la segunda parte. Esos 13 restantes podían ser toda una agonía, minutos eternos. Decidí que iba a hacer dos cambios bien marcados. No me importaba que dijera que era defensivo, anti-fútbol, picapiedra o peor aún, un cagón. Lo único que quería era la victoria. La que no llegaba vaya a saber desde cuando. No me acordaba de la última.
Así que con esta idea en la cabeza, a los 36 minutos, metí dos volantes de contención, aunque uno de ellos también sabía jugar con la pelota en los pies. Saqué un delantero y al mediocampista más ofensivo. Y allí fueron con las instrucciones claras, cuidar y hacer circular el balón; y por sobre todas las cosas impedir que se acerquen a nuestra área. No importa el modo ni las armas. En fútbol, el fin justifica los medios.
Si bien el tiempo corría inexorable, a una velocidad diferente de la normal, a mí se me antojaba de una lentitud insoportable. No podía permanecer quieto en mi asiento y estaba en una posición casi cómica, ni sentado ni de pie, agazapado, con las rodillas flexionadas y el torso inclinado hacia delante, como un corredor de maratón esperando la orden de salida.
El partido se hizo duro, áspero. Tres de mis jugadores fueron amonestados y un cuarto vio la roja por una entrada violenta. Ellos llegaban cada vez con más peligro. Se palpitaba el final tantas veces repetido. Y yo tenía el corazón apretado en un puño. Tan apretado lo tenía que me dolían los dedos, aunque eso lo comprendí mucho más tarde. En ese momento tenía todos los sentidos puestos en el partido. Por eso pude presentir lo que venía. Vi como nos robaban la pelota en la mitad de la cancha, intuí el pase a la derecha, donde el carrilero se desprendió rápidamente del improvisado lateral izquierdo, que en un último esfuerzo se tiró desde atrás tratando de detener el avance, aún sabiendo que si lo tocaba era expulsión. Miré horrorizado la llegada hasta el fondo y el perfecto centro al punto de penal, para cuando dirigí la vista hacia allí el 9 empezaba a elevarse buscando…Ahí ya no vi más, pero podía imaginar el frentazo fuerte y preciso a la red. Me tiré en el asiento derrotado y sin explicaciones. Al mirar el reloj marcaba 46:30. Sólo pudimos sacar del medio y terminó.
Sentía la cara roja, la bronca tantas veces contenida a punto de estallar. Ya no podía disimular. Me levanté como un resorte. El mando de la consola hizo un ruido seco al caer al suelo. Rumié un “me voy a dormir” apagado y me fui a mi habitación. No me dormí enseguida, estaba tan alterado que era imposible. Repasé todas las jugadas e imaginé un resultado diferente para cada situación. Al final me fui tranquilizando. Y entonces pude dormirme imaginando que la noche de ese día, cuyas luces empezaban a adivinarse a través de las pesadas cortinas de mi cuarto, tendría una nueva oportunidad y que esa vez si, esa vez si, no la dejaría escapar.