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LA NAUSEA


La mañana siguiente al entierro de la señora Irene Ansaldi de Molina, Andrés Molina se sienta frente al teléfono y sabe que el momento ha llegado. Va a concretar una decisión que hace ya mucho ha sido tomada.

Hace dos días que aquella sensación tan familiar para él, no se manifiesta. Su estómago no se revuelve. El sábado por la mañana se había dado cuenta de ello y se lo atribuyó a las circunstancias. Todos sus sentidos habían estado puestos en organizar el entierro de su madre. Retirar un cadáver de un hospital es engorroso y desgastante. Había muerto en la noche del viernes y no fue sino hasta el mediodía siguiente que por fin estuvo en el ataúd para iniciar el último rito de la muerte.

Se había parado entonces frente a ella, esperando sentir una tormenta desatada dentro suyo. Sin embargo, ningún sentimiento vino en su auxilio. Recordó vagamente al personaje de Camus. Pero nada podía fijarse por más de unos segundos en su mente. Y aunque en aquel lugar no estuvo solo, nunca recordó quienes habían estado allí.

Un año atrás, cuando murió su padre, vio declinar la salud física y psíquica de su madre y supo que no recorrería sola lo que quedaba de camino. Ese camino del que también Andrés había formado parte. Aunque nunca supo claramente de qué forma. Ahora estaba muerta finalmente. Pantallazos de su vida habían aparecido frente a él en aquel momento y se habían superpuesto sobre aquel rostro inmóvil para siempre. Labios cerrados para siempre, ojos que ya no esquivarían su mirada.

Su niñez había sido un largo y silencioso interrogante siempre respondido a medias. En la adolescencia, su retraimiento llamaba la atención, pero los padres se tranquilizaban al comprobar que era un buen estudiante. Los años de facultad fueron difíciles. No porque le costara estudiar. Él seguía siendo brillante. Pero por lo mismo, no podía dejar de ver la verdad que se le presentaba una y otra vez frente a sus ojos. Allí conoció a Mariana, y desde el comienzo de la relación, esa mujer alta, rubia y en apariencia frágil, había sido el remanso donde Andrés calmaba sus tormentas interiores. Siempre encontraba paz en aquellos ojos claros que parecían mirarlo desde profundidades inimaginables. Decidieron casarse cuando ya todo había sido dicho entre ellos.

Cuando hace un año fue lo de su padre, él no estaba en Bs. As. Pudo haber llegado a tiempo. Pero una serie de hechos, que íntimamente sabía que no habían sido casuales, hizo que perdiera el vuelo. Cuando llegó, acababa de ser enterrado, y los ojos de su madre, extrañamente, no esquivaron los suyos esa vez; depositaron en ellos una larga y triste mirada.

La mano de su mujer apretando su brazo, lo había sacado por unos instantes de esa especie de letargo poblado de recuerdos inconclusos. Miró la curva de su vientre que se destacaba neta bajo la tela del vestido y repitió el gesto que no podía dejar de hacer desde que el embarazo comenzó a notarse. Acariciar la panza, demorándose en el pequeño bulto del ombligo que sobresalía como el ojo de un cíclope. Pensaba en los cuatro meses que faltaban para el nacimiento de su primer hijo. Los cinco primeros habían sido conmocionantes. Su cuerpo había reaccionado exagerando la sensación de náusea a la que estaba acostumbrado, en una extraña empatía con el estado de su mujer. La alegría y la ansiedad se mezclaban con el temor y la incertidumbre. Todo el mundo se empeñaba en decirle que era normal en un primer embarazo. Había comprado una cámara de fotos, y desde el primer día registró el crecimiento del cuerpo de ella. Su hijo tendría documentada su llegada al mundo, aún antes de nacer.

Su madre, finalmente, no conocería a su nieto. Hubiera sido una buena abuela, dedicada, amorosa. Así como había sido una buena madre para él.

La leve presión de la mano de su mujer sobre su brazo, había logrado, como siempre, tranquilizarlo. Ella lo sabía, y por eso cuando reconoció en él aquella expresión ausente que le conocía, se había acercado hasta hacerle notar su presencia.

Luego, juntos, vieron como cerraban el cajón y se dispusieron a subir al auto del cortejo.

La noche lo había hundido en un sueño profundo como preparándolo para el largo día siguiente.

Ahora, ya casi cerrado el círculo, Andrés levanta el tubo. El teléfono suena en la sede de Abuelas de Plaza de Mayo y la voz del muchacho se escucha baja pero segura para contar que él fue adoptado en noviembre de 1976, época en que una hermana de su padre era enfermera en el Hospital Militar.

Texto agregado el 30-12-2008, y leído por 385 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
22-09-2009 Es un relato muy fuerte, parece que las heridas nunca dejarán de sanar. Saludops. Jazzista
16-02-2009 devastada...se me chispoteo... gerardwalt
16-02-2009 Un tema terrible, bien llevado. La lectura amena nos deja un final que no se presume. Una toma de decision realmente dificil para miles cientos de jovenes argentinos de una generacion desvastada. Un abrazo amiga... gerardwalt
15-01-2009 perdon, pero mi comentario anterior era para tu otro relato, eros y tanatos, En este caso tocas un tema muy fueree para los argentinos, un dolor de heridas que no creo que cierren. muy bien logrado. marfunebrero
15-01-2009 Duro relato, terrible porque creo que lograste mostrar los sentimientos de frustracion y dolor de una forma notable. marfunebrero
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