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Era 1948 y yo tenía 35 años entonces. Recuerdo que las cosas con Socorro mi mujer no iban muy bien cuando conocí a Lucrecia. Lucrecia y yo nos conocimos en la fondita donde a veces comíamos los obreros de la fábrica de ladrillos de la calle 32. Desde ese día procuré comer diario en “Los girasoles” que era como se llamaba el lugar aquel donde ella cocinaba. Con sus bellas formas, su excelente sazón y su suave trato nos traía atarantados a todos los del segundo turno. Sin embargo de alguna manera logré que esos ojos grandes se quedaran quietos en mí solamente. Pero bueno, es que no siempre he sido el viejo flaco y sin chiste que hoy tienen en frente. Por esos días yo no era de mal ver y además era yo enamoradizo y poeta. Al principio ella no me sabía casado. Para cuando lo supo estaba ya muy enamorada y lo aceptó. De mal modo pero lo aceptó.
Lucrecia tenía veintidós años. Era menudita pero tenía todo en su lugar. Sus labios eran tan finos que a uno le entraba luego la desconfianza de creerse las palabras que le salían. Como que era pura fantasía esa boca de niña. Su fragante cabello negro caía dulcemente por todo el largo de su espalda. Así de largo era su cabello. Los domingos para ir a misa usaba un vestido largo, blanco y una chalina negra sobre los hombros. Yo la esperaba al salir de la iglesia de San Agustín y pasábamos la tarde juntos en la pequeña habitación que ella tenía al final de un largo pasillo detrás de su cocina. Por la noche el olor a café con canela que ella me servía llenaba el cuarto con eso que ahora recuerdo como su amor. Nunca he podido evitar recordar su cálido aliento siempre que el café y la canela se mezclan y esparcen su aroma cerca de mí.
Serían alrededor de seis meses durante los cuales excusé como pude mis ausencias dominicales. Paulatinamente a Socorro le iba importando cada vez menos escucharme y a mí cada vez menos inventarle cuentos. Pero algo hay en la mente de las mujeres. Algo que las hace poner el dedo en la llaga y sufrir y hacernos pensar que es por uno que sufren. Pero me doy cuenta que era el orgullo lo que le dolía y que de haber podido Socorro se habría metido con el primer tipo que se le insinuara. Pero no pudo. O tal vez no quiso. Seguramente no quiso, pensándolo bien era mucha mujer para ese tipo de bajeza.
La cosa fue que un día Mercedes, la esposa de Ramiro, le fue con el chisme a Socorro. Le paso santo y seña de Lucrecia y de mí. Le contó del cuartito al fondo del pasillo detrás de la cocina y del clavel perfumado con que yo la esperaba cada domingo al salir de misa. Al parecer a Socorro le disgustó mucho el asunto del clavel, quizá porque no había tenido un detalle similar para con ella en años. Y es que a veces el detalle más simple, el más austero es para ellas el más romántico. ¡Así de idealistas son! Hasta parecía que a Socorro ya se le había olvidado el día que dejé, para no volverlo a ver, el reloj suizo de bolsillo que había sido de mi padre, en la casa de empeño con el fin de comprarle el anillo de compromiso. ¿No había sido eso romanticismo suficiente para una vida? Pues no. Socorro solo podía pensar ahora en mi ataviado con mi viejo traje gris a rayas, la corbata de seda que ella misma me regaló, esperando a mi amante con un clavel blanco como su vestido de ir a escuchar misa. Eso se convirtió en un reproche de cada noche. Qué bueno que Socorro jamás descubrió lo del café con canela pues hasta de ese pequeño placer me habría privado en mi propia casa. Porque con ese aroma me curaba de la ausencia de Lucrecia durante la semana esperando sus labios compasivos y dispuestos. Ese café, además, mitigaba el cansancio después de diez horas en la fábrica y una más de caminata bajo el cielo frío de noviembre para volver a casa. El café de medianoche, un cigarrillo sin filtro y el periódico del día de volvieron pues el ritual indispensable para dormir.
Yo a Ramiro nunca le reproché su indiscreción. Porque fue por él que Mercedes su mujer se enteró de mi relación con Lucrecia. Ramiro y yo trabajábamos desde hacía diez años juntos en la fábrica. En las inevitables parrandas con los demás obreros me enteré de que él tenía su casa chica. Allá por el otro lado del riachuelo, por Analco, tenía a Mariana a quien se robó de diecisiete años y con quien tenía ya dos niñas. Pero ni sabiendo eso se me ocurrió desquitarme. Eso era cosa suya. Me dio risa, eso sí pensar en Mercedes que, ingenua, le metía a Socorro cosas en la cabeza de cómo una mujer buena no permite que se le salga el puerco del corral. Hasta donde entiendo de metáforas de mujeres en este caso el puerco era yo.
El asunto fue que a Socorro se le plantó bien adentro la idea de confrontad a la mujer que le quitó los domingos con su esposo. ¡Habrase visto! Nunca entendí de donde saco tamaña insensatez ni la finalidad del encuentro. Me lo hizo saber un viernes cuando yo recién llegaba de la fábrica. Después de oírla hice a un lado el diario que leía y solté una bocanada larga del humo de mi cigarro.
-Estás loca mujer- le dije. -¿Qué sacarías con eso? Déjate de cosas que estoy cansado para pleitos de lavadero a estas horas.
La pobre refunfuñó algo sobre el amor perdido y el respeto que aún le merecía por ser su esposa a los ojos de Dios. Arrojó el posillo donde había calentado el café y se fue directo a la cama sin desvestirse.
Al día siguiente al volver de la fábrica no la encontré en casa. Y no la encontraría otra vez ni ahí ni en ningún otro lado. Supe por ahí, unos meses después, que el lunes siguiente se marchó con unos parientes de la capital. Muchos años más tarde alguien me contó que murió en el Hospital Español de una complicación en los riñones.
Pero resulta que entre que se fue de mi casa y se iba de la ciudad, Socorro fue a misa el domingo. Ella, al igual que yo, llevaba años de no pisar una iglesia. Pues bien, ese día entró a escuchar misa en San Agustín y tras que el padre excusará a todos en latín, como era la costumbre ella se levantó señalando a Lucrecia para acusarla de adúltera. Socorro nunca la había visto pero la identificó por el vestido blanco y por una discreta mirada de Mercedes que la acompañó ese día para presenciar el drama en primera fila. Así fue que, en plena casa de Dios se desató el escándalo. Socorro la llamó una cualquiera, una puerca, le escupió en el rostro y la maldijo por destruir su matrimonio.
Yo, que esperaba afuera de la iglesia, no supe nada de esto hasta que Ramiro me lo contó unos días después. Yo solo recuerdo verla salir llorando inconteniblemente y corriendo cual si el mismo demonio la persiguiera. Sin entender, salí corriendo tras ella pero no la alcancé. Se encerró en su cocina que nunca se volvió a abrir. Socorro lloró su pena un poco de tiempo más al abrigo hipócrita de los ahí presentes. Es por eso que no la vi ni supe lo que había pasado.
Durante la semana siguiente la gente comentaba sobre “los Girasoles que permanecía cerrada y los rumores eran que Lucrecia se había vuelto para Oaxaca, su tierra natal al no soportar la humillación sufrida ante vecinos y amigos. Pero lo cierto es que nadie la vio partir y de hecho nadie la volvería a ver jamás. No hace falta decir que yo también resentí la reprobación silenciosa, cuando no el abierto desprecio de quienes supieron esta historia. Estaba avergonzado, pero sobretodo abatido por mi pérdida y deshecho por la ausencia de mi Lucrecia no probé alimento en casi una semana. Creo que de esos días me viene lo flaco que ahora estoy.
Y así lenta y penosamente se fueron tres o cuatro meses. Hoy la memoria no me ayuda tanto en los detalles. Sin embargo aún siento al recordarlo ese sudor frío, el sabor amargo en la boca y la esencia misma del miedo recorriéndome la boca del estómago. Sucedió que un día en la fábrica hubo un pequeño incendio. Como personal de mantenimiento tuve que quedarme hasta que se solucionó todo, ya bien entrada la noche. Sería alrededor de la uno de la madrugada cuando ya me encaminaba a casa. No había luna esa noche pero pude ver todo claramente. Después de dos cuadras de andar encendí unos de mis Príncipe que siempre me hacían más ligera la caminata. A unos cien metros, en la esquina de Revolución y Lafragua, miré a una mujer delgada con un vestido largo y blanco parada de espaldas a mí. Inerte ante el frío permanecía inmóvil inexplicablemente bajo la luz de un farol en forma de dragón.
“¿Tanto me quiere que ha vuelto por mí?” pensé. “Tan así me ama que me espera a estas horas de la noche, a salvo de las habladurías de la gente?”
-¡Lucrecia!- grité, pero la mujer comenzó a alejarse de mí.
-¡Lucrecia, espera!- insistí pero no hubo respuesta y aceleré el paso para llegar a su lado. La seguí por todo el barrio de Santiago. No lograba darle alcance y siempre me guardaba al menos media cuadra de distancia. Me llevaba rumbo a la hacienda de Mayorazgo. Y habrán de saber que entonces había un jagüey inmenso y hondo por esos lados, cerca del río. La calle se nos había terminado hacía un rato pero ella continuaba por el sendero húmedo y lodoso del cenagal.
-¡Lucrecia!- continúe gritando pero ella seguía desplazándose hacia el jagüey. Yo aún pensaba que quizá no me escuchaba y comencé a correr más rápido para evitar que cayera al jagüey si es que no lo había visto. Me detuve instintivamente a medio metro del jagüey y solo me di cuenta de que estaba al borde del mismo porque una piedra que chocó contra mi zapato cayó dentro y salpico mi ropa. Al recuperar el equilibrio alcé la cabeza para buscarla ella continuaba desplazándose… ¿sobre el agua? Cerré los ojos para pensar. No sirvió de mucho era inexplicable, ¿acaso flotaba sobre el agua del estanque oscuro? Al abrir los ojos de nuevo la imagen no estaba ahí. De inmediato comencé a escuchar un lamento desolador que fue tornándose cada vez más insoportable hasta volverse un alarido infernal. Agucé el oído para encontrar la fuente de aquel sonido perturbador pero me di cuenta de que venía más bien como de adentro de mi cabeza. Sin otra cosa que se me ocurriera solo eché a correr rumbo a casa. Tembloroso en mi sillón encendí un cigarro, abracé mis rodillas y me quedé, sin dormir, a escuchar ese llanto. El llanto de Lucrecia en ese domingo trágico afuera de la iglesia vuelto chillido diabólico. La vigilia se prolongó durante casi dos semanas. El peculiar llanto se fue solo meses después de que me salí de la fábrica y me vine a vivir a León. Sólo acá me estuve sosiego pues acá no saben nada de Socorro, de Lucrecia, ni de figuras espectrales flotando en los estanques. Algunos pocos a quienes he referido esta historia me aseguran, tras santiguarse, que me encontré ni más ni menos con la llorona, que gusta de atraer a los mujeriegos a los ríos y lagunas para ahogarlos. Eso dicen.
Pero no, yo estoy seguro que ésa era Lucrecia. Lucrecia llamándome a compartir con ella la eternidad en los abismos, y yo que cobardemente me quedé acá entre los vivos para poder seguir platicándoles estas historias.

Texto agregado el 30-12-2008, y leído por 161 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
01-01-2009 Me encantó, no sé como puedes escribir cosas tan bellas, interesantes y hacerlo de una manera fenomenal suggy
 
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