Enrique, se embarcó una mañana en un imponente buque de la Marina Mercante. Eso le permitió conocer las costas de innumerables países y en su mente iba dibujando los contornos acuosos de esta tierra que, a veces, era propia y la mayor parte de las ocasiones, inmensamente ajena. Trabajó duro para ganarse un poco de dinero, el que malgastaba en cantinas extrañas, tristes y parasitarias, en el borde mismo en que la tierra comenzaba a confundirse con las aguas.
La rigurosa faena diaria endureció su cuerpo y su carácter, soles de todo el orbe lo transformaron en un efebo de piel cobriza. Hombre de pocas palabras y de múltiples acciones, no pocas veces estableció pactos con oscuros seres. Estos, le concedieron las preseas infaltables para transmutarlo en un hombre de férrea voluntad.
Conoció muchas mujeres, mas, sólo sus cuerpos eran accesibles, puesto que la discordia del lenguaje puso una barrera insalvable para forjar algún romance. Sólo en su país pudo conocer por fin a la doncella que cautelaría su corazón. Ella era una mujercita silenciosa, de sonrisa tímida y dulzura suficiente para azucarar su estoico corazón. Muy pronto, Enrique supo que ya no le sería posible soportar largas jornadas de sudor y mar y luego de atrapar a su María a punta de besos y de configurar el boceto de lo que podría ser un futuro hogar, se quedó en tierra para buscar un futuro que lo enlazara a su amada.
Se ocupó en las más diversas labores, todas ellas con el sobreesfuerzo físico como denominador común. Pero todo era soportable si al final de la jornada, la suave María lo aguardaba con una sonrisa en sus labios.
Los años transcurrieron y Enrique y María, ya casados, trajeron al mundo a tres furibundos varones y a una aguerrida muchachita. Como la primacía varonil era insoslayable y hasta perniciosa, según predicamento de Enrique, optó por enviar a su pequeñita a un internado de monjas.
Como el esfuerzo no asustaba a Enrique y, muy por el contrario, lo acicateaba a emprender nuevos y aleatorios proyectos, la fortuna lo premió con un boleto sustancioso, transformándolo en pocos años en un próspero empresario. La buena de María, nunca le abandonó y por ingente que fuese el trabajo, ella estaba junto a él, apoyándolo y alentándolo.
Vinieron los años duros de la UP, en que se hacía tabla rasa de todo lo conseguido con esfuerzo y Enrique debió ceder parte de su patrimonio a individuos siniestros que, de la noche a la mañana, creían que habían conseguido la panacea de la fortuna.
El Golpe Militar restituyó el orden a punta de balas y terror, culpables e inocentes pagaron por igual. Enrique y su familia, sufrieron los estragos de un régimen autoritario, pero, la justicia descendió por fin sobre el hogar del empresario, quien, con nuevos bríos, continuó trabajando, que ese era su único idioma.
La vida brinda oportunidades y Enrique y su mujer, viajaron por el mundo, conociendo el viejo marinero, esta vez mucho más allá de las riberas, adentrándose en las costumbres de esta tierra prodigiosa. Ambos se amaban y cada cual lo manifestaba a su modo: Enrique, con la efusividad propia del hombre acostumbrado a bregar por lo suyo con cada músculo de su ser y María, con sus miradas tiernas y sus labios oferentes, con su palabra calma y su afanoso transitar de hormiguita laboriosa.
Pronto, los hijos se alejaron y sólo la hija, educada para ser una casta mujercita y que, por el contrario, aprendió a practicar el libre albedrío y a forjar un carácter analítico y contestatario, supo que debería permanecer junto a sus padres, si bien, mantuvo firme sus postulados sobre la voluntad de discernir y sólo acatar a los dictados de su propia razón. Fue entonces que María comenzó a manifestar una conducta errática, ciertas fugas mentales que pusieron en alerta a esa familia.
El diagnóstico fue lapidario, la madre mostraba los síntomas inequívocos del Alzheimer, una enfermedad de largo desarrollo, con muchos años para cuestionarse sobre la razón de la sinrazón, con una infinidad de dolorosas jornadas para vivir esa muerte anunciada.
Enrique, deshecho ante el veredicto, supo que su tierna María se alejaba irremisible, igual que esos barcos que abandonaban la bahía para internarse en oscuros y lejanos mares. Atrás, iría quedando su dulzura y sólo permanecería esa corteza de mujer, ese retrato inequívoco de su doncella de antaño.
Padre e hija, se unieron en la cruzada de mantener en pie a María, de precisarla en los recuerdos, de mantenerla en un presente que se diluía en cada uno de sus gestos. A veces, María hilaba frases que sólo eran fugaces chispazos de un pasado, pronto, retornaba a sus balbuceos, que eran como una oración monocorde, dirigida a ese dios del desconcierto.
Día a día, María se iba deslavando, y aquello iba en discordante proporción con la herida lacerante que mordía el corazón de Enrique. En la oscuridad de su habitación, reverdecía colores y sinfonías, paseos idílicos e instantes inolvidables. Allí, su María recobraba sus acentos, su voz y su mirada dulce. Mas, la luz mortecina de una lámpara que se encendía de improviso, lo devolvía a este presente de crueldad inescrutable.
Cierta Nochebuena, convencidos padre e hija que esa mujer ya no soportaría la locura de una velada de insomnio, de luces y estruendoso jolgorio, se decidieron a solidarizar con las penumbras que asolaban el alma de María y permanecieron como solemnes guardianes de su reposo.
Hoy, Enrique se prepara para encender un nuevo cirio. Allí, se dibuja claramente el rostro de su adorada mujer. Para él, la única, la que lo acompañará aún cuando la cruel enfermedad la arranque de su lado. Entonces, acaso entonces, el viejo marinero aborde algún buque encantado para proseguir en la búsqueda de sus antiguas quimeras…
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