ANAEURISMA.
La tercera vez que suspendieron la operación, ya nadie se sorprendió. El ni siquiera lo rechistó, de que valía. No hay sangre. Siempre veinte horas antes de la operación alguien se acercaba para con una sonrisa forzada decir que casi seguro la semana que viene.
La segunda vez el medico adjunto se acercó para proponerle darle el alta aunque el riesgo fuera elevado. El declinaba el ofrecimiento ante a perspectiva de las hijas preguntándole cada tres segundos por su salud, prohibiéndole andar, sentarse o tumbarse. Y si ocurría durante el alta y sí la hemorragia sobrevenía entre que llegara la ambulancia. ¿Que ocurriría? , la voz de ellas diciendo que tenían razón, que era un cabezón que no tenía que haberse ido del hospital antes de la operación, que no tenía que haber cenando tanto, o haber andado por el pasillo. Eso sería incluso peor cárcel peor que el hospital.
El reloj marcó la medianoche, la rutina de la enfermera entrando a ofrecerle un vaso de leche y una pastilla para dormir, él negando con la cabeza, y escuchando los llantos entrecortados de su vecino de habitación, hoy tampoco había venido nadie a visitarlo. “Los hijos viven lejos y trabajan mucho, su hermana está atareada…. La retahíla de excusas cotidianas, pero “mañana vienen seguro eso mañana”. Eso le escuchaba decir antes de empezase a roncar.
Todo estaba a oscuras, los enfermeros habían apagado las luces del pasillo, sólo quedaba encendido un pequeño flexo en el mostrador de enfermeras del pasillo. Lo había visto el primer día y ya llevaba veinte esperando una operación que no llegaba, para él nunca había sangre.
Una vez incluso le habían hecho tomar los sobres laxantes para purgar el cuerpo antes de la operación, y cuando ya sólo quedaban seis alguien le dijo que esta vez tampoco sería. El no lloró porque nunca nadie le había enseñado a hacerlo y sí sus hijas le vieran llorando, ellas también lloraría y un hospital no es lugar para llorar, es un sitio en que cada sonrisa y broma, cada segundo en que alguien te hace olvidar donde te encuentras es un segundo ganado y arrebatado a la adversidad.
Eduardo, el paciente de la 203, un veterano que era la sexta vez que le ingresaban decía que un hospital: es uno de los mejores sitios para conocer gente, intercambiar una sonrisa, descargar los problemas y hacer unas cuantas bromas sobre el menú sin sal, las pastillas de colores y las visitas de las enfermeras. Todo hasta que llega la visita agorera, la que repasa las desgracias, la que enumera fallecidos, la que te menciona sin recuerdas a alguien para luego contarte que murió. Y después de hablarte de la gente que ha muerto de tu enfermedad, te da un beso y te amenaza para volver el día siguiente a contarte otra serie de desgracias.
¿Habrá llovido estos días? Cuando uno está en el hospital lo único que le recuerda a uno el paso de los días es la distinta ropa de los que te visitan, o el cambio de compañero de habitación. Pero si mañana quizá mañana, dijo mientras se apoyaba en la almohada. Mañana habrá sangre y cerro los ojos mientras el flexo seguía encendido.
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