En mis andanzas nocturnas por la capital de la República conocí a Jean. El portaba un físico que negaba un tanto su tierra de origen. Su nariz era puntiaguda, sus labios delgadísimos y su pelo, aúnque medio rebeldón, crecía unidireccionalmente. Pero lo atractivo de su personalidad era el saco de historias fantásticas que tenía en su cerebro.
Por él supe que una chica alegre y juguetona es una ‘carpántara’. Y que su objetivo básico en el mundo de las sombras, era conseguir una de ellas. Compartí con él su búsqueda, pero mientras anduvimos, jamás la encontramos. Sin embargo, lo que siempre nos acompañó fue la gracia de su acento, sus relatos y la puerta, que si la abría, me conducía al aprendizaje de su dialecto nativo.
Decía que tenía dos trabajos, el primero y durante el día en un bufete de abogados, el segundo y ocasional en los días de asuetos, como miembro de un equipo que servía buffets. Nunca pude comprobar lo de la oficina de los expertos en leyes, en cambio respecto del otro, constituye el meollo del presente relato.
Oportuno es ‘considerar’ la historia de su fuga para mi patria. Me contó que por un acto de inconformidad política fue llevado a la cárcel y que una mañana recibió, al través del alcaide y como un envío familiar, una hogaza de pan. Y que cuando la mordió sintió algo metálico en su interior. Al examinar con cuidado comprobó que se trataba de un puñal. Arma que usó para dominar los guardias que custodiaban la celda.
Con dos militares como rehenes y en un jeep Willy pidió que se le condujece a las fronteras. Sólo que en un descuido suyo y en pleno camino fue desarmado, pero con tan buena suerte que cuando el soldado que guiaba el vehículo hizo el giro en U, la máquina se fue contra un promontorio y dió una vuelta de campana. Ellos fueron despedidos hacia el abismo, pero él milagrósamente venció la inercia y unos de sus revólveres vino por el aire directamente hasta su mano derecha. El resto es otra historia.
Después de abandonar la capital, regresé a mi pueblo.Y como prueba de que había logrado la reinserción entre los míos, fuí admitido en una de las logias locales. En un tiempo relativamente corto me eligieron para ser parte de la ‘oficialidad’. Como tal y en una misiva se nos pidió evaluar nuestra participación en un encuentro con una órden homónima de La Habana en la sede central de la ciudad capital. Decidimos ir.
Cuando la ceremonia entró en declive se nos dijo que la comisión extranjera iría primero al banquete de rigor con los anfitriones locales y luego todos nosotros, los del ‘interior’. Un par de horas más tarde tuvimos acceso al comedor, pero lo que quedaba realmente era poco. Vimos unos mozos haciendo magia, cucharas en manos, con unos fonditos de pastas y ensaladas.
Los tres años que tenía sin regresar al Distrito Nacional no borraron de mi sentido auditivo los reclamos que un viejo francés hacía sobre los giros de nuestra lengua castellana en la boca de mi amigo. No tuve que voltear para saber que a mis espaldas estaba Jean. Su nombre me salió sonoro y vibrante, pero sin la suficiencia para que hiciera girar un cuerpo sudado que, cazuela bajo el brazo, se alejaba de nosotros. Antes de perderse tras un gigantesco mural voceó a todo pulmón: “Ya tó siácabó, carajo”.
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